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Una chance perdida

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Entrado ya el tiempo de las críticas y enojos hacia un gobierno frenteamplista que parece agotado en su agenda y sin fuerza encantadora para conducirnos con nuevas ambiciones, ¿qué es lo que realmente desilusiona tanto de estos años de izquierda en el poder?

Entrado ya el tiempo de las críticas y enojos hacia un gobierno frenteamplista que parece agotado en su agenda y sin fuerza encantadora para conducirnos con nuevas ambiciones, ¿qué es lo que realmente desilusiona tanto de estos años de izquierda en el poder?

Hay una primera respuesta que es bastante evidente: el crecimiento fuerte se agotó y la promesa del país de primera no se cumplió. Sea cual fuere la idea que cada uno tuviera de ese país sobresaliente, lo cierto es que si bien en muchas dimensiones estamos mejor que en 2005, también es verdad que todo el mundo tiene claro que falta muchísimo para ser de primera y que el motor de cambios se ahogó.

La vieja generación de izquierda sabe, aunque nunca lo admita públicamente, que durante veinte años trancó todo lo posible el avance del país. El objetivo era desgastar a los sucesivos gobiernos y terminar por alcanzar el poder. Tiene claro también que cumplido el objetivo, se apoyó en las reformas que antes había negado para asegurarse un mayor crecimiento. Con más de una década gobernando, conoce el poco margen de maniobra que tenemos en lo internacional y también las resistencias y la disconformidad social que siempre implica cualquier cambio. Es consciente, incluso, que muchos de los disconformes pueden llegar a ser los viejos compañeros de ruta que fueron sus camaradas en el objetivo de acumular fuerzas para ganar.

El problema es que en vez de ser generosa con el país al final de su vida, esa generación tampoco está dispuesta a conducir ahora las reformas que sabe hay que llevar adelante para asegurar las bases duraderas de la prosperidad nacional: desde la apertura al mundo sacándose de encima la tontería de la patria grande sudamericana, hasta el cambio sustancial de gestión en los entes públicos, pasando por la fuerte limitación del clientelismo o el mayor control de legalidad en el funcionamiento estatal, sin contar con el cambio de rumbo sustancial y urgente que precisa la educación, por ejemplo. En vez de liderar con convicción, sigue en la de siempre: hacerse del poder con la autocomplacencia cómplice que trae consigo el reparto clientelar de las prebendas estatales.

El capital político, social y económico que acumuló esa generación de viejos dirigentes frenteamplistas fue único. No solamente tuvieron mayorías parlamentarias propias para poder dar mayor ritmo al gobierno e ir a fondo en las reformas imprescindibles, sino que también los principales agentes sociales, capaces de movilizaciones tremendas, estuvieron esencialmente alineados tras el proyecto político compañero. Por si fuera poco, hubo tasas de crecimiento económico nunca vistas, con una excepcional revolución productiva en el agro y una enorme facilidad para poder repartir riquezas y operar, desde allí, grandes cambios sin resentir fuertemente los necesarios apoyos ciudadanos. Empero, hoy no solamente estamos detenidos, sino que finalmente somos muy parecidos al país que siempre fuimos, auto complaciente y clientelista, con el terrible agregado de la fractura social.

La desilusión más grande que nos deja esta generación es que perdió la oportunidad histórica de conducir los grandes cambios que, íntimamente, ella sabe que el país precisa.

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Francisco Faig

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