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Brasil y Uruguay

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Es necesario un gran esfuerzo de imaginación para llegar a comprender por qué nuestro canciller, un hombre usualmente equilibrado y responsable, promovió con sus declaraciones un grave choque con Brasil.

Es necesario un gran esfuerzo de imaginación para llegar a comprender por qué nuestro canciller, un hombre usualmente equilibrado y responsable, promovió con sus declaraciones un grave choque con Brasil.

Tampoco sabemos si sus dichos en el Parlamento fueron consecuencia de instrucciones del presidente de la República, a quien Nin describió como “molesto” luego de la visita de su par brasileño. En cualquier caso no fueron desmentidos. Sí sabemos que constituyeron un error monumental. Una flagrante transgresión de las normas entre naciones que exigen mesura, capacidad para evaluar las consecuencias de lo que se dice y, por encima de todo, no atribuir intenciones a un mandatario extranjero.

La diplomacia, según la celebre definición del Oxford English Dictionary, tan mentado por Bobbio, es el “arte” de “la conducción de las relaciones internacionales a través de negociaciones…”, donde el diálogo, la empatía y, por encima de todo, la responsabilidad con la propia nación, exigen administrar razones con discreción y cuidado. Todo lo cual constituye un protocolo (como ahora se dice), que los diplomáticos deben cultivar como un arte egregio. Un decálogo de cuidados al que menos todavía, se atuvo el presidente de la Comisión de Asuntos Internacionales de la Cámara de Diputados, Roberto Chiazzaro, quien, con total inconsecuencia con su cargo, calificó de “deleznable” la venida de José Serra, acusándolo de chantajear al Uruguay para promover la caída del gobierno de Venezuela. Omitió decir que quienes reclaman esa salida son los propios venezolanos, entrampados en un plebiscito revocatorio al que Maduro no fija fecha.

Afortunadamente el gobierno reconsideró su posición y explicó al país del norte (ignoro cómo), sus desafortunados dichos. El incidente, desde el punto de vista diplomático quedó cerrado. Cuántas de sus huellas restan, es difícil de evaluar. Cometer estos errores no es gratis, mucho menos cuando ellos se repiten, producto del accionar de una Administración acosada por el equilibrio ideológico entre sus propios integrantes.

En su momento escribimos que la Cancillería acertó desde el ángulo jurídico, al sostener que correspondía transmitir la presidencia a Venezuela o en su defecto, hacer jugar la cláusula democrática. Lo que resulta contrario a Derecho es no utilizar ese recurso (que nadie solicitó) y simultáneamente negarle a Venezuela la presidencia del Consejo. No obstante la posición uruguaya, no supone, como se anuncia, conferirle al país caribeño el ejercicio del cargo. Sólo implica que para ser congruente, Uruguay no se mantenga en la presidencia, debiendo, tal como aparentemente hizo, retornar el cargo a la organización. Tampoco supone, como ahora se propone, que nuestro país deba concurrir en solitario a las convocatorias de reuniones del Mercosur promovidas por Venezuela. Porque éste no es su presidente. Ello sería tanto como pretender que la entrega de ese cargo por parte de Uruguay, operó automáticamente su transferencia a la República Bolivariana. Tal como si los restantes países no opinaran, cuando es claro que mientras no se obtenga consenso, como exigen los tratados, la presidencia se encuentra acéfala a disposición del Consejo de Mercosur. Siendo éste quien deberá asignarla. Si no lo consigue, la acefalía durará seis meses. Proponer que Uruguay actué como una suerte de “procurador bolivariano” no sólo sería apartarse del Derecho, sino ostentar arrogancia. Una posición que no es correcta ni digna para el país.

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Hebert Gatto

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