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Basta de blablá

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Nadie duda de la gravedad de la violencia de género en el país. Lo preocupante es comprobar que prácticamente nada de lo que estamos haciendo como sociedad ayuda a combatirla.

Nadie duda de la gravedad de la violencia de género en el país. Lo preocupante es comprobar que prácticamente nada de lo que estamos haciendo como sociedad ayuda a combatirla.

En el Parlamento se sanciona una ley que propone agravar las penas para quienes cometan el delito de feminicidio. Resulta curioso que quienes la impulsan sean los mismos que rechazan ese mismo recurso contra rapiñeros y homicidas, argumentando que emplearlo no los disuadiría. En los violentos contra las mujeres esto es aún más evidente. ¿A quién va a desestimular la eventualidad de una condena, cuando estamos frente a desquiciados que en muchos casos optan incluso por quitarse la vida tras cometer sus crímenes? Tal como está planteado, la ley parece más un placebo tranquilizador de conciencias que una herramienta para modificar la realidad.

El otro placebo es el debate entre machismo y feminismo, que por momentos alcanza ribetes farsescos. El argentino Hernán Casciari ha escrito un texto que tiene gran popularidad por estos días. Bajo el título “Me hago cargo”, dice en resumidas cuentas que él se siente corresponsable de la violencia de género, porque a lo largo de su vida recibió una educación discriminatoria y se comportó con reflejos machistas socialmente aceptados. Se rasga las vestiduras porque lo acostumbraron a no lavar los platos ni cocinar, o por haber hecho chistes sexistas en viejos artículos. En tono autocondenatorio, infiere que él también debe “hacerse cargo”, al igual que la inmensa mayoría de los hombres, por las muertes que hoy lamentamos. Con ese mismo criterio existen ciertos “talleres de masculinidad”, que parten de la base de que los hombres fuimos formados para la dominación y debemos ser reeducados. Son todas hipótesis deterministas, que ven en cada uno de los congéneres un maltratador o asesino en potencia.

Así nace un eslogan como “tocan a una, tocan a todas”, polarización truculenta entre ustedes y nosotros, como una absurda guerra de los sexos.

Mi pregunta es: ¿estos pun-tos de vista ayudan a resolver el problema? Creo más bien que lo agravan. Porque mientras gastamos tiempo y recursos en un enfrentamiento retórico de barras bravas, los numerosos sujetos desquiciados que insultan, golpean y matan a sus parejas y exparejas siguen operando, sin ninguna medida pragmática y efectiva que los detenga. Prác- ticamente todos los crímenes recientes tienen en común que sus víctimas hicieron denuncias previas, pero la maraña burocrática del Ministerio del Interior y el Poder Judicial no pudo im- pedir que tuvieran desenlaces trágicos.

Por lo tanto, aún admitiendo que se debe combatir el machismo cultural como cualquier otra forma de discriminación, me permito sugerir a políticos y actores sociales que abandonen el blablá autocomplaciente y promuevan medidas concretas de manera rápida, a saber:

• campañas masivas dirigidas a las víctimas potenciales para que tomen conciencia de la gravedad del problema, desnaturalicen los abusos cotidianos y sepan dónde y cómo pedir ayuda.

• un Estado presente en la contención y protección de las víctimas: una policía que les responda con eficiencia, un amplio sistema de hogares de acogida que las proteja desde el mismo día de la denuncia y jueces que actúen con la rapidez y el rigor que la hora exige.

Si en lugar de acometer este desafío, seguimos agitando chicanas legales o teorizando sobre el machismo, este vergonzante récord nacional continuará creciendo. Y hay que pararlo ya.

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Álvaro Ahunchain

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