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Año roabastiano

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En 1973 se publicó “Yo, el Supremo”, la novela de Augusto Roa Bastos centrada en la figura de Gaspar Rodríguez de Francia, el hombre que gobernó Paraguay entre 1814 y 1840. Se constituyó, desde entonces, en una de las obras fundamentales de la literatura hispanoamericana y en una alusión crítica al dictador Alfredo Stroessner, que gobernaba al Paraguay desde 1954.

En 1973 se publicó “Yo, el Supremo”, la novela de Augusto Roa Bastos centrada en la figura de Gaspar Rodríguez de Francia, el hombre que gobernó Paraguay entre 1814 y 1840. Se constituyó, desde entonces, en una de las obras fundamentales de la literatura hispanoamericana y en una alusión crítica al dictador Alfredo Stroessner, que gobernaba al Paraguay desde 1954.

Rodríguez de Francia mantuvo el poder a fuerza de golpear a las viejas familias terratenientes y a todo aquel que se le opusiera o le ofendiera, trazando un “afuera”y un “adentro”, que caracterizó su política.

Fue reivindicado como la figura que preservó al Paragay con el aislamiento, algo que la Guerra de la Triple Alianza pareció ratificar años más tarde -tristemente- como una premonición. Dictador y cruel, pero padre de la independencia, afirmaron desde entonces los diferentes autores que analizaron su gobierno.

Esa historiografía paraguaya fue -a la vez- una “historia terapeútica” (que narraba un pasado idílico de bonanza, interrumpido y robado por la Guerra) y una “historia militante” (cuya función social era la formación de buenos ciudadanos, patrióticamente indignados por los ataques sufridos).

Como lo hicieron sus admiradores, Roa Bastos le otorgó al Dictador Francia las virtudes de la fuerza y el ascetismo con que dedicó su vida entera a la causa de la independencia. Como lo hicieron sus detractores, hizo de la crueldad y el arbitrio con que el Dictador se manejaba, una medida de su poder. Lo que diferenció a su novela de la historiografía paraguaya laudatoria al uso, fue la erosión causada en su imagen por medio de los mecanismos de ficción.

El Dictador puso a los sacerdotes a sueldo del gobierno. Encerró, desterró, creó el pueblo-cárcel del Tevegó, disciplinó, aterrorizó. Fue el hombre de la independencia, pero se vengó de sus enemigos personales con el aparato del estado. Fue el estado.

Pese a la soberbia con que él ironizaba sobre la obediencia ciega que le profesaban los paraguayos (“revíselos, les debe faltar un hueso para que agachen así la cabeza”, le ordenó un día a su médico de cabecera), “El Supremo” de Roa Bastos es un poder burlado. Que se ganó bien ganado el castigo bíblico de los autócratas: la soledad del poder, en medio de la cual le llegaron los estertores de la muerte. “Harás un sobrehumano esfuerzo tratando de incorporarte bajo la mole de tiniebla que te aplasta. No podrás. Se te caerán los últimos pelos. Las larvas seguirán pastando en tus despojos tranquilamente Si ya no eres más que una sombra, aprende por lo menos a comportarte como un hombre.”

La literatura transforma lo real en ficción, creando mundos de mayor o menor fantasía. Algunos son mundos no reales pero posibles, mientras otros son idénticos a nuestro mundo, al punto que se revelan como un mundo imposible. Fue ese ejercicio de comprensión crítica el que hizo de “Yo, el Supremo” un arma contra todo abuso de poder.

A lo largo de 2017, Paraguay celebrará con orgullo el “Año del Centenario de Augusto Roa Bastos”, su Premio Cervantes traducido a 25 idiomas. Hay tantos supremos absolutos desperdigados por el planeta, que su obra será releída provechosamente desde cualquier rincón del mundo. Al hacerlo, podrán comprobarse tanto su pertinencia como su fatal vigencia.

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Ana Ribeiro

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