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Abuso de tarjeta

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Hace unos años, una conocida tarjeta de crédito hoy desaparecida utilizaba una frase para su publicidad que se hizo popular: “¡Credisol paga!”. La expresión era una hipérbole engañosa sobre el uso de una tarjeta de crédito, cuyos gastos y compras corren, siempre, por cuenta del titular. Credisol no pagaba nada, lo hacía el usuario. Lo único que lograba la tarjeta era diferir ese pago para el mes siguiente o, a lo sumo, hacerlo en cuotas que entonces tenían recargo. Pero la campaña publicitaria, bajo esa seductora y simple propuesta, sin dudas funcionó.

Hace unos años, una conocida tarjeta de crédito hoy desaparecida utilizaba una frase para su publicidad que se hizo popular: “¡Credisol paga!”. La expresión era una hipérbole engañosa sobre el uso de una tarjeta de crédito, cuyos gastos y compras corren, siempre, por cuenta del titular. Credisol no pagaba nada, lo hacía el usuario. Lo único que lograba la tarjeta era diferir ese pago para el mes siguiente o, a lo sumo, hacerlo en cuotas que entonces tenían recargo. Pero la campaña publicitaria, bajo esa seductora y simple propuesta, sin dudas funcionó.

Lo anterior viene a cuento por uno de los temas del momento y por supuesto alude al uso de una tarjeta corporativa de Ancap por parte del vicepresidente de la República. No voy a agregar nada sobre lo que los medios ya difundieron con lujo de detalles. Y los detalles fundamentales en el uso de una tarjeta de crédito están contenidos en el resumen mensual de gastos que la tarjeta envía al usuario y el desglose de las monedas con las que estos se realizan. Ese resumen detalla también el límite de crédito de la tarjeta.

Cuando se compra, la tarjeta con la que se paga otorga un cierto poder que produce una sensación irresistible. Es algo casi mágico: un pedazo de plástico nos permite adquirir lo que deseamos sin desembolsar dinero, lo que deriva a veces en ese peligroso hábito de la sociedad capitalista y de consumo: el consumismo.

El problema es que al momento de comprar le sucede, días después, el reverso de la moneda -o de la tarjeta- que es la llegada del resumen de cuenta. Entonces cualquier usuario comprende que todos esos momentos excitantes en los que esgrimió un plástico para pagar fueron ilusorios: en la fecha que figura en el resumen, deberá abonar con dinero contante y sonante los gastos que allí se consignan.

Pero hete aquí que para la hoy famosa tarjeta corporativa del vicepresidente, ese momento nunca llegó. Parece que los resúmenes de gastos los recibía otro y los pagábamos nosotros, es decir, la ciudadanía toda.

Las razones de esos gastos fueron vagamente explicadas por el usuario -no el titular- de la tarjeta y no vale la pena comentarlas ahora. Pero en todo lo que se ha dicho sobre este plástico no se reparó en la humana debilidad del tarjetahabiente: alguien expuesto a la tentación de consumir que todos podemos padecer.

Vivimos en un país que tiene 2,7 tarjetas de crédito por persona y 3 mil millones de dólares concedidos en préstamos al consumo. Tampoco se debe soslayar el hecho de que el vicepresidente olvidase la constante prédica anticonsumista de su mentor político, el señor Mujica. Más que un abuso de poder, lo que aquí se ha cometido es un abuso de tarjeta. Lisa y llanamente un prolongado e irresponsable tarjetazo en reiteración real.

Hay quienes dicen que no hubo dolo en esto, ni siquiera un delito. ¿Es como cuando un hijo se bandea en los gastos con una tarjeta adicional a la del padre? Una travesura que obliga al papá a quitársela y cortarla con una tijera. Es lo que papá Estado deberá hacer de ahora en más con las tarjetas corporativas de sus funcionarios.

Credisol hace tiempo que no paga, pero el Estado sí.

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