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La OEA reafirma su esterilidad

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La Organización de Estados Americanos (OEA) ha exhibido ante la situación en Venezuela la misma esterilidad en defensa de la democracia que le ha llevado a tolerar en su seno desde las dictaduras militares en Chile y Argentina al actual régimen en Nicaragua, gemelo del enquistado en Caracas.

La propia tenacidad de Luis Almagro frente a Venezuela, tan inédita en un secretario general de la OEA como infructuosa, contrasta con su indiferencia ante la situación, cuestionable por las mismas razones, que se vive desde hace años en Nicaragua bajo el absolutismo de Daniel Ortega y su esposa, Rosario Murillo.

En su 47 Asamblea General, celebrada esta semana en Cancún, la OEA no ha conseguido siquiera consensuar una mera declaración sobre Venezuela.

Desde la entrada en vigor de la carta de la OEA en 1951, este organismo, de pomposo y vasto aparataje con sede en Washington y unos 90 millones de dólares de presupuesto anual, solo ha tomado dos decisiones realmente ejecutivas que hayan afectado a alguno de sus miembros, al suspender a Cuba en 1962 y a Honduras en 2009.

La suspensión de Cuba, que dejó de ser efectiva en 2009, fue justificada por los lazos del entonces régimen de Fidel Castro con la extinta Unión Soviética y con China, que se consideraron desleales con los intereses americanos que representa la OEA.

La de Honduras, tras el golpe de Estado que desalojó del poder al entonces presidente Manuel Zelaya, y también sin efecto desde 2011, fue resultado de la consecuente aplicación de la Carta Democrática que la OEA había aprobado como instrumento interno en 2001.

Es la aplicación de ese instrumento lo que Almagro ha invocado sin éxito frente a la situación de Venezuela.

Las transgresiones a su propia Constitución y a derechos fundamentales como el de la libertad de expresión del régimen instaurado por Hugo Chávez y perpetuado por Nicolás Maduro son cuando menos las mismas que las perpetradas por Ortega y Murillo en Nicaragua.

Durante su historia, la OEA ha acogido sin inmutarse a regímenes tan brutalmente dictatoriales como, entre otros, los de las juntas militares en Argentina o el de Augusto Pinochet en Chile, o los devenidos por el aún imbatido récord de golpes de Estado en Bolivia en la década de 1970.

Tampoco se conmovió la OEA en sus orígenes ante las dictaduras de Somoza en Nicaragua, de Stroessner en Paraguay ni de Trujillo en República Dominicana.

Durante los sangrientos conflictos en Centroamérica hasta casi finales del siglo pasado, la OEA brilló por su inoperancia. Las hemerotecas no recuerdan que la OEA realizara esfuerzo significativo alguno para evitar que uno de sus miembros, Estados Unidos, invadiera por decisión unilateral a otro de sus miembros, Panamá, en 1989, con el resultado de miles de muertos; ni mucho menos que ejecutara decisión alguna al respecto.

En la historia más reciente, la OEA desautorizó y retiró a su jefe de la misión de observación en Perú cuando este denunció la falta de reglas democráticas en las elecciones en ese país en 2000, bajo la presidencia de Alberto Fujimori, actualmente en la cárcel. La OEA ya le había perdonado a Fujimori el llamado "autogolpe de Estado" de 1992, cuando sacó los tanques a las calles y disolvió el Congreso.

Otro ejemplo es Haití, cuando en 2006 la OEA avaló las elecciones, y después de cerrados los centros de votación los corresponsales de prensa podían observar urnas quemadas en las calles de Puerto Príncipe.

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