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Recuperando el tiempo perdido

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En el lapso de dos décadas, el mundo estuvo sujeto a dos crisis financieras inéditas. La primera en 1997 desatada en el sudeste asiático, seguida por la del sistema financiero del mundo desarrollado en 2008.

Dos crisis con orígenes diferentes, de enorme virulencia, con impactos globales y que pudieron aplacarse evitando el temido colapso generalizado. Sin duda que en su resolución se cometieron errores, pero también se aprendieron lecciones. De los episodios del sudeste asiático se aprendió que la apertura financiera desestabiliza cuando expande el crédito doméstico destinado a la especulación inmobiliaria. Esto, junto a la vigencia de tipos de cambio fijos en boga a fines de los ‘90, fue el detonante de una batería de medidas centradas en la flexibilización cambiaria y severos ajustes macroeconómicos para recuperar la sostenibilidad de sus balanzas de pagos y recuperar reservas. En un periodo relativamente corto, aunque traumático, países tan importantes como Corea o Malasia, Indonesia y Tailandia, lograron recuperarse cabalmente. La gran lección fue exigir transparencia en la operativa de los bancos y la flexibilidad cambiaria.

El mundo desarrollado de cierta manera no escapó a esa lógica. El crecimiento vertiginoso de China, aunado a su alta tasa de ahorro (superior al 40% del PIB), produjo un exceso de liquidez de enorme magnitud que junto al fisco de EE.UU., también aprovechó la banca para financiar con instrumentos exóticos la actividad inmobiliaria especulativa. Algo similar ocurrió en Europa con el exceso de ahorro de Alemania y los países nórdicos destinado a la especulación inmobiliaria en España y el financiamiento de países con altos déficit fiscales como Grecia.

En su mayoría, todos esos avatares han sido disipados a través de una batería de políticas heterodoxas aplicadas principalmente por la Fed, el Banco Central de Japón y el Banco Central Europeo llevando las tasas de interés a ser negativas en términos nominales, la compra de activos tóxicos del sector privado y de bonos de gobiernos en problemas.

Aunque hubo temores de contagio generalizado, ni China ni la mayoría de las economías emergentes estuvo afectada por esos sucesos. De la mano del gigante asiático, los grandes exportadores de materias primas y alimentos tuvieron su época dorada de altos precios apalancada por la extraordinaria liquidez que ayudó a financiar con intereses bajos su expansión económica.

Hoy el superciclo de las materias primas se ha sosegado, pero permanecen sus efectos expresados en la mayoría de los países emergentes en mayores niveles de gasto público, orientados más hacia las áreas sociales en detrimento de la inversión generadora de aumentos de la productividad. Su consecuencia es crecimiento económico por debajo del potencial.

Aun permanece la altísima liquidez que explica los niveles récord de flujos financieros hacia las economías emergentes, que se han reforzado en este último semestre, lo cual explica costos de financiamiento reñidos con los fundamentos que presenta el emisor.

A partir de aquí se abren nuevas interrogantes. En primer lugar, todos los bancos centrales relevantes anunciaron la reversión de sus políticas expansivas, lo cual implica suba de los intereses. Su motivo es recuperar la eficacia de la política monetaria para enfrentar otra eventual adversidad, la cual hoy luce agotada con la vigencia de tasas de interés negativas o cercanas a cero.

Esto implica presión adicional al financiamiento de los déficit fiscales de las economías emergentes, que hoy en su mayoría son abultados y rígidos a la baja. Pero dado el nuevo panorama global, la interrogante mayor es definir sobre qué paradigma las economías emergentes lograrán el crecimiento necesario para bajar la pobreza y asegurar la permanencia de las clases medias nacientes gracias al boom económico previo.

Desde la década del 50, América Latina siempre tuvo a mano su paradigma o modelo de crecimiento. Todos los fueron aplicando en grados y velocidades distintas, comenzando con el modelo de sustitución de importaciones, extendido luego a nivel regional a través de acuerdos de integración económica como la Alalc, luego Aladi, para culminar en proyectos más ambiciosos como el Mercosur, y otros similares en el Caribe y la región Andina. En términos generales, todos fracasaron a su manera pues no lograron el objetivo último de industrializar el continente y convertirlo en potencia exportadora. Donde hubo industrialización, lo fue a través de acuerdos intraempresas, (automóviles) con altos niveles de protección, cuyos resultados fueron productos solo adecuados para el mercado regional.

Quizás su mayor logro es que modernizó su entramado de políticas macroeconómicas entendiendo que el combate a la inflación y la consistencia fiscal son ejes esenciales del crecimiento. También introdujo algunas reformas estructurales para potenciar la productividad anémica de sus economías. Pero en la mayoría de los casos se quedó a medio camino.

Pero de la mano de China, creció durante una década a tasas robustas exportando alismentos y materias primas, inducido más por un factor exógeno que por impulso propio. Aprovechó el viento de cola, unos mejor que otros, lo que disimuló que el crecimiento de la productividad global seguía estancada o muy baja. Eso se explica por una infraestructura insuficiente u obsoleta, recursos humanos con entrenamiento inadecuado para integrarse a los nuevos procesos, sistemas educativos de calidad sub-par, dificultades para captar inversión extranjera que introdujera un cambio tecnológico sustancial y acceso restringido a los mercados de punta.

En definitiva, todo conduce a aceptar que el destino de los países se juega entendiendo lo que pasa a nivel global, pero se resuelve aplicando con decisión políticas domésticas adecuadas. Ahí está el gran debe que la región y nuestro país tienen por delante.

CARLOS STENERI

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