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Los hechos relevantes de la semana

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Tres hechos relevantes con implicancias futuras capturan la atención de estos últimos días. En el plano internacional, los avatares de la crisis griega ocupan un lugar central, diluyendo la atención de otro hecho trascendental: la aprobación por parte del Congreso de Estados Unidos al Presidente Obama para culminar las negociaciones del Acuerdo Comercial Transpacífico. Y en el plano doméstico, las pérdidas de Ancap.

A pesar de las diferencias obvias de los tres episodios, todos tienen como denominador común que marcan un punto de inflexión sobre su realidad futura. En otras palabras, las decisiones políticas, y por ende los políticos, deben entender que hay límites que impone la realidad que no es posible transgredir. Al final del día ésta se impone, pero dejando por el camino costos que se podrían haber evitado.

La crisis griega.

Repasando la historia, es claro que la inclusión de Grecia obedeció más a un proyecto político que a una circunstancia de necesidad económica. Derrocada la Junta Militar de los coroneles en 1974, ese país ya había aplicado para entrar en la entonces Unión Económica Europea, hecho que se efectivizó en 1981 para luego irse adhiriéndose a todos los mecanismos siguientes que culminaron con su pertenencia plena a la actual Unión Europea y a la adopción del euro como su moneda.

Esa historia de más de tres décadas dentro del espacio comunitario hoy muestra que fue un sueño político animado por el fulgor de la pertenencia a un club de naciones democráticas prosperas. Y en esa visión las responsabilidades están compartidas con quienes incentivaron y aceptaron la inclusión en pie de igualdad de un país de menor grado de desarrollo económico relativo dentro de un concierto de naciones altamente desarrolladas, con reglas institucionales sofisticadas y en plena vigencia.

La justificación, por no decir la esperanza, es que las nueva supranacionalidad en ciertas reglas cuyo epítome era la adopción del euro, actuarían como palanca para modernizar sus estructuras, incluida la económica. Al mismo tiempo, se lograría estabilizar políticamente a un país con naciones fronterizas inestables.

La realidad hizo añicos esa visión, y casi un quinquenio de esfuerzos extraordinarios de los países de la Unión Europea y de la propia Grecia no han podido resolver su problema de fondo. Todo ello hace un llamado a la realidad que obliga a nuestro entender a empezar de nuevo. Con niveles de endeudamiento cercanos al 180% del PIB y en ascenso, un sistema productivo poco competitivo sin la capacidad de contar con un instrumento como la devaluación para sincerar sus desequilibrios, gasto público excesivo y un sistema financiero vulnerable, todo lleva a pensar que seguir insistiendo con lo que ha venido fracasando es prolongar innecesariamente la agonía.

Si en realidad lo que se quiere es ayudar minimizando costos, es necesario crear un entorno especial para una realidad especial, donde todos tienen que poner el hombro pero fuera de las ataduras estrictas que impone hoy el tratado. De lo contrario, serán los hechos quienes operarán por cuenta propia, en lo que sí sería una salida desordenada de consecuencias imprevisibles tanto para Grecia como para el resto de la comunidad internacional.

El Fast Track.

2015 podría figurar en los anales históricos como el ocaso final de los acuerdos multilaterales comerciales globales cuyo último exponente fue la Ronda Uruguay. El acuerdo bipartidista dentro del Congreso estadounidense otorgándole poderes de negociación especiales (Fast Track) al presidente Obama para finalizar el Acuerdo Transpacífico, es el punto de partida del nuevo futuro en las relaciones comerciales globales.

De ahora en más, la tendencia para encauzar o frenar flujos comerciales serán estándares de calidad en los productos o prácticas laborales en su producción. Estos ejemplos sirven para mostrar que se está confeccionando un mundo comercial nuevo del cual por el momento estamos ajenos, pero que de todos modos nos afectará guste o no nos guste. Nuestra región, y también nosotros hemos tenido una actitud prescindente al respecto, pensando que la cola podía mover al perro. Miramos desde la tribuna como otros países de la región se movilizaban buscando alguna tajada del nuevo mundo que se avecinaba, o por lo menos para saber de qué se trataba para influir en lo posible o ir preparando el cuerpo con tiempo. Estamos despertando, forzando el paso en la búsqueda de un acuerdo con la UE que hoy tiene otros problemas y por tanto otras prioridades. Una vez más tardíamente nos damos cuenta que el futuro no era como el de antes.

Nuestro dolor.

Sin duda que los resultados de Ancap han acaparado un lugar destacado en los hechos de las últimas semanas. Pérdidas acumuladas en apenas un bienio equivalentes a casi el 1% del PIB muestran su gravedad, máxime cuando pertenecen a un conglomerado que opera en régimen de monopolio vendiendo productos que no tienen sustitutos perfectos. Sin duda que hay responsabilidades de gestión, que el sistema político —gobierno y oposición— deberá marcar como corresponde. Pero esto no puede dejar de lado modificar los incentivos que dan lugar a que ocurran estos hechos. Desde hace bastante tiempo venimos predicando en estas columnas la necesidad de reformar la institucionalidad bajo la cual operan las empresas públicas. Nadie puede negar que ésta fuera diseñada para una realidad —1930— ya superada por los hechos y por las prácticas de la buena administración de empresas.

Lo que en sus comienzos fue una necesidad para paliar las restricciones que imponía un mundo que se cerraba comercialmente, principalmente en refinados del petróleo, hoy se encuentra sumido en la provisión de un insumo estratégico que convierte a estos emprendimientos en socios estratégicos en el desarrollo del país. Cualquier pérdida de competitividad se constituye en un freno sobre el resto del aparato productivo. Y si por encima de ello genera pérdidas operativas por negocios mal definidos, mala gestión o inversiones sin retorno, peor aún.

Los problemas de Ancap, de los cuales no están libres otras empresas públicas, serán recurrentes si no se modifican los incentivos que les dan lugar. Aceptando como premisa que las empresas públicas seguirán siendo de propiedad estatal, eso no implica la introducción de algunos cambios en su institucionalidad operativa.

Un resumen de ese nuevo marco sería el siguiente: en primer lugar, a las empresas públicas se le deben aplicar las mismas normas que a una sociedad anónima que cotiza en bolsa. Es decir deben publicar balances de resultados trimestrales auditados. Su incumplimiento se sanciona de acuerdo a la legislación vigente para las sociedades anónimas privadas.

Segundo, su directorio debe ser elegido preferentemente en base a las habilidades necesarias para el cargo y separadas del ciclo político. Para ello, sus integrantes estarán impedidos por ley para ejercer un cargo electivo en el periodo electoral siguiente al cese del mandato.

Tercero, las inversiones de las empresas públicas deberán estar incluidas, jerarquizadas y aprobadas dentro del programa global de inversiones del sector público. No puede confundirse autonomía en la gestión operativa con independencia de en las estrategias de inversión usando recursos públicos donde opera a su vez implícitamente la garantía del estado.

Por último, sus tarifas no pueden utilizarse como instrumentos heterodoxos para reducir la inflación. La experiencia ha mostrado que son inefectivos, que ayudan a dislocar sus finanzas y que se traducen finalmente en pérdidas cuantiosas pero con responsabilidades difusas.

En este tema, donde el futuro depende estrictamente de todos los actores políticos, es necesario rápidamente hincarle el diente. Se han dado algunos pasos, pero aun resta mucho por hacer. Sin duda, es uno de los grandes puntos pendientes del debate necesario para modernizar a nuestro país.

El eterno femenino de una imaginativa pintora
"No" en griego, en la Universidad de Atenas. Foto: Archivo El País

Carlos Steneri

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