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El costo de la bondad

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La mayor parte del dinero se destina a las necesidades básicas. Foto: Archivo El País
Billetera con dinero, billetes, pesos uruguayos y dólares americanos, cotización, consumo, ND 20120515, foto Américo Plá
Archivo El País

La recaudación de impuestos ha tenido un significativo incremento en los primeros meses del año.

Es destacable el aumento de la recaudación del impuesto a la renta personal, cuya aplicación redistribuye parte de los ingresos de aquellos que reciben una retribución mayor por su actividad de negocios, a los diversos actores, gastos e inversiones que se requieren para el cumplimiento, entre otras, de las funciones básicas del gobierno central. Y, asimismo, para acercar recursos a todos aquellos que no tienen suficiente y están por debajo de la línea de pobreza.

En momentos en que se discuten fuentes de ingresos tributarios para cumplir mejor las funciones del gobierno, es interesante ir algo más allá de lo que habitualmente caracteriza a estas discusiones. Todos queremos que se cumpla con el reclamo que generalmente se oye en estas circunstancias, de dar más al que tiene menos y que tribute más el que tiene o gana más.

En principio, ¿quién puede no estar de acuerdo con esta demanda? Pero, ¿cuántos de quienes eso reclaman evalúan las consecuencias económicas que tendría para la sociedad la concreción de la propuesta y en definitiva, en quién termina incidiendo la imposición o el aumento de un gravamen sobre el ingreso o la riqueza? Más aún, ¿quién evalúa si la carga tributaria que se impone a un cierto grupo de la sociedad —el de ingresos o patrimonios más altos— no termina generando una reacción que acaba con las bases imponibles de los impuestos que se manejan para la transferencia por un incentivo a ciertas elecciones económicas, como por ejemplo entre ocio y negocio, entre inversiones gravadas y no gravadas (deuda pública)? Me animo a decir que muy pocos, economistas o políticos, son los que consideran las consecuencias económicas que tiene seguir aumentando impuestos directos sobre la población. Es que muchos consideran que ser bondadoso no tiene contrapartida alguna, que no existen costos para la sociedad cuando sus miembros transfieren dinero como lo vienen haciendo crecientemente desde 2007 o que la incidencia del impuesto es sobre el que recae, que no lo traspasa aún pagándolo. Pero las consecuencias existen; hay costos a contemplar.

Efectos adversos.

El aumento de la presión fiscal, constante e insistentemente sobre las retribuciones o la riqueza de las personas, lleva a reducir su ingreso disponible para gastar —consumir o invertir— y para ahorrar. Se trata de un efecto que efectivamente reduce la demanda de consumidores e inversores y consecuentemente afecta a la baja a la producción y al empleo. Se puede opinar que lo que se grava a uno se entrega a otro para que le sustituya en el gasto por consumo o por inversión. Cierto, pero no menos cierto es que el efecto negativo sobre la producción y el empleo de trabajadores, del gravamen sobre quienes lo soportan —una parte significativa de la población en Uruguay— es más adverso que el efecto positivo que genera el mayor gasto de quienes reciben la transferencia. Y eso es lógico cuando se observa que no toda la recaudación de los impuestos llega a cubrir las necesidades o los fines para los que se crearon o aumentaron.

La recaudación pasa por muchas instancias que no agregan nada a la sociedad y que inevitablemente terminan reduciéndola cuando llega al destinatario final: la liquidación, el pago y el control de los tributos requiere personal, instalaciones y otros gastos cuyo financiamiento reduce el monto que llega al verdadero objetivo.

Pero además de esos recursos que la sociedad pierde por el camino desde que el contribuyente paga hasta que la recaudación se recibe para cumplir con el fin para el cual ha sido creado o aumentado el tributo, existen otros costos que son soportados por los contribuyentes, que también son parte de la sociedad. Se trata de costos explícitos e implícitos. Por un lado, están los gastos que se deben realizar para la instancia de preparación de los impuestos a pagar —por la declaración jurada y por la administración tributaria por terceros por ejemplo— y sobre todo y por otro lado, por el costo del tiempo —en negocio o en ocio— que los contribuyentes pierden para asignarlo a la tarea de la preparación señalada.

Es claro que el efecto multiplicador que tiene el gasto público sobre la actividad económica es menor que el que tendría el gasto privado por el monto equivalente al que tributa. Y hasta puede suceder, como en el caso del impuesto a la renta: que sea trasladado por el sujeto gravado a un tercero que también puede o no ser alcanzado personalmente por el tributo. Los profesionales y técnicos especialistas en ciertos oficios son expertos en ese traslado como también los que ofrecen servicios oligopólicos. Y es posible que el aumento de un impuesto como por ejemplo el que grava a los ingresos, desaliente al empleo en un contexto laboral en el que ocio y negocio guían como es lógico e ilevantable, las decisiones de cada ser humano; menos salario por el ingreso puede terminar en menos horas ofrecidas para trabajar.

En definitiva, no se debe insistir con elevar impuestos directos sin evaluar los costos mencionados. El costo de la bondad puede ser muy alto.

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La mayor parte del dinero se destina a las necesidades básicas. Foto: Archivo El País

JORGE CAUMONT

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