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No competencia, regulaciones y corrupción (I)

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Las noticias que a diario nos llegan desde muchos países de nuestra América del Sur son especialmente tristes.

Escándalos de corrupción de proporciones desconocidas tanto a nivel de gobierno, como pérdidas millonarias en contratos públicos y negocios sea con empresas públicas como entre el Estado y particulares, no hacen más que ratificar lo que la teoría económica describe con notable precisión en ya clásicos libros de texto. No es que entre los particulares no existan hechos como los descritos, sí los hay, en especial cuando las empresas involucradas son de un tamaño tal que los dueños del capital (como el Estado a nivel global) no tienen el control directo y personal sobre su activo y el incentivo es lo suficientemente grande. La diferencia radica en que, en esos casos, más allá de la pérdida de eficiencia, es algo entre privados, donde los perdedores son los dueños del capital que han puesto a riesgo y ellos mismos eligieron a quien se lo administre.

Menor bienestar.

La corrupción destruye valor en la sociedad y por ende reduce su bienestar, siendo más dañina cuando se da en la órbita de la acción estatal o, sin estarlo de manera directa, utiliza recursos públicos sean éstos otorgados por ley o mediante contratos. Destruye la moral de los buenos trabajadores y empresarios, aquellos que buscan el beneficio legítimo de su trabajo, quienes ven como sin esfuerzo otros progresan y lo sienten como a costa de ellos. Obviamente que para las personas de bien, la moral es la primera razón en la lucha contra la corrupción, pero lamentablemente asistimos a una sociedad donde la misma, siendo primera en el discurso, no parece estarlo en la acción. Basta ver lo que está pasando con un sinnúmero de administraciones de fondos sindicales en Uruguay para advertir la magnitud del fenómeno.

Incentivos.

Hay también un sólido argumento económico, además del moral, para luchar contra la corrupción. Las empresas, cualquiera sea su estructura de capital —pública o privada—, actuando bajo monopolio o en un mercado donde la competencia está restringida, generan rentas en el sentido económico de la acepción (utilidad por encima de la que se obtiene en una situación de libre mercado competitivo), y por lo tanto están dispuestas a gastar dicha renta, al menos una parte importante, para preservarla. Si la renta queda en manos privadas, —y siempre lo estará porque son personas al final del camino quienes se hacen del dinero, así trabajen dentro del sector público—, quien la detente lo más seguro es que destine parte de la misma "comprando" las voluntades que tienen el poder para mantenerle el privilegio, aquellos que hacen las regulaciones, sea el Poder Ejecutivo, legisladores o mandos medios del funcionariado de carrera. Siempre hay modos de mostrar "lo importante y fundamental" de la actividad y cómo se la dañaría si se la somete a competencia, atentando contra el interés nacional. Ni que decir, si las restricciones involucran cuestiones que son complejas per sé, difíciles de entender para el común de la gente.

Justamente la competencia es el mejor, aunque naturalmente no infalible, antídoto para estas conductas. Si para operar en un mercado no hay que pedirle permiso a nadie, si para importar, comprar o vender un bien o servicio no es necesario que alguien lo autorice o que, en el caso de precisar la misma, ésta se conceda sin restricciones artificiales mediante intrincados y confusos mecanismos donde la interpretación se vuelve arbitraria, los espacios para "cobrar peaje" por el favor se reducen a la mínima expresión, cuando no se anulan. En los países donde las importaciones requieren registros previos y autorizaciones, éstas se suelen basar en la demostración de "la necesidad" del producto y la misma la termina definiendo un burócrata cuyo poder, como es de imaginar, crece a límites insospechados y su capacidad de ser recompensado pasa a ser directamente proporcional al tamaño de la renta que puede generar. El reciente ejemplo de Argentina, donde unas pocas personas definían qué y qué no se podía importar es claro. La habilitación al ingreso de mercadería daba lugar a grandes ganancias porque la restricción de oferta competitiva estaba garantizada, y todo se reducía a una lucha por dinero donde también interviene el productor local para impedir el ingreso, ya que de ello depende su ganancia extraordinaria. Naturalmente que en el medio, si el mecanismo de autorizaciones es "apropiado" por el sistema político como lo estaba en Argentina, se generan otro tipo de situaciones donde también se compra sumisión y apoyo.

Nada diferente cualitativamente, aunque mucho más "apetitoso" monetariamente, es la habilitación para la adquisición o no de divisas, en parte derivada de la autorización de importaciones y en parte por otras transacciones. Cuando estos mecanismos están instalados, el mercado de cambios tiene precios diferenciales, aparecen los mercados paralelos, legales o tolerados, donde las ganancias instantáneas son muy tentadoras. Volviendo al ejemplo del mismo país, que el gobierno vendiera a algunos dólares a $ 9,5 y la persona se diera vuelta y la colocara a $ 15 en el mercado paralelo, no estaba nada mal para los que conseguían hacerlo, pero eso era pago, subsidio implícito mediante, por la enorme mayoría que no podía hacerlo. Casualmente, pese a las gárgaras del discurso, quienes acceden a la prebenda no son los más pobres, sino todo lo contrario. Todo es un tema de incentivos; las personas actúan en función de ellos. En la próxima la seguimos.

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Menos entrada de capitales.

ISAAC ALFIE

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