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Brasil y el fracaso de una ilusión

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Dilma Rousseff y Michel Temer, en un acto celebrado en marzo. Foto: EFE.
Fernando Bizerra Jr.

Los acontecimientos recientes en Brasil son el fruto del fracaso de un modelo de gestión de gobierno. Aquí figuran, entrelazados, una serie de aspectos que resaltan al desconocimiento de la consistencia macroeconómica como valor fundamental básico, junto a un modelo obsoleto de país unido a una agenda de política comercial similar.

Con ese frágil basamento estructural, los gobiernos de la última década buscaron derramar bienestar sobre los segmentos sociales más endebles, más a fuerza de voluntarismo que sobre bases sólidas que le dieran permanencia. Y complementando el panorama, por acción u omisión, cómplices de episodios de corrupción inéditos para quien se proyectaba como una de las estrellas nacientes del concierto internacional de naciones.

Bastó que decayeran los precios de las materias primas a valores todavía superiores a los de principios de siglo, para que se derrumbaran expectativas de que el futuro cargado de bienestar para los más débiles había llegado para quedarse.

La pérdida de la consistencia macroeconómica es un tema serio. Basta recordar que lograrla insumió buena parte de la década de los 90, donde el gobierno de Fernando Enrique Cardoso debió poner en regla las finanzas de las economías estaduales para controlar el déficit fiscal global, reducir la carga del endeudamiento, combatir la inflación, gestionar reformas estructurales en empresas públicas deficitarias, introducir mejoras en el sistema de previsión social y consolidar al sistema financiero.

El cierre imprevisto del financiamiento externo por la crisis rusa del 98 puso a prueba esa gestión, mostrando la fortaleza del modelo vigente, y dejándole la mesa servida al gobierno que lo sucedería, en este caso el de Lula.

Con ello se inició un proceso en donde coincidieron dos aspectos: el triunfalismo de que "aquí llegamos nosotros y lo sabemos hacer mejor que nadie" junto a un fenomenal boom del precio de las materias primas.

Los resultados iniciales daban la razón a los recién llegados a través de tasas de crecimiento económico elevadas, comunes a toda la región, y políticas redistributivas. El modelo económico aplicado mezclaba la expansión del sector agroalimentario exportador y minero, junto a la protección de un sector industrial destinado primordialmente al mercado doméstico.

El panorama se completaba con la disponibilidad de financiamiento externo a tasas muy bajas. A su vez, el atraso cambiario servía como estimulo para potenciar el consumo y derramar complacencia tanto a gobernantes como a un gran segmento de gobernados. Y ese entorno psicosocial y de mejora material alimentó la idea de que por fin se había llegado al modelo de bienestar perpetuo.

Pero visto en perspectiva, fue seguir con lo mismo que había mantenido estancado a Brasil en el pasado: una economía cerrada que enmascaraba su baja productividad gracias a la suba extraordinaria de sus precios de exportación y a un consumo doméstico financiado con crédito y gasto público.

Una vez atemperado el súper ciclo de las materias primas, quedaron expuestas todas las falencias estructurales que llevaron a caída estrepitosa del crecimiento (-3,8% en 2016), déficit fiscal sumamente alto (10% del PIB), inflación desmedida (8%) y endeudamiento creciente tanto a nivel público, corporativo como de los consumidores.

Una de las razones de esa dinámica nociva fue desconocer sus causas tratando de correr la arruga mediante la expansión del gasto fiscal y del consumo a través del crédito de entidades bancarias públicas.

Esta visión fracasada estuvo acompañada de una postura en materia comercial también errónea. Se siguió apostando al cierre de la economía a beneficio de los sectores industrialistas que medran con la protección, que aportan poco en materia de innovación tecnológica y que a la postre frenan el crecimiento. Su falta de competitividad queda manifestada por su escasa presencia en los mercados externos, salvo en los del Mercosur. Y con ello le aplicó también a su región aledaña los costos de un cierre forzado de sus economías y el impedimento de negociar acuerdos comerciales con otros mercados.

Pero quizás la faceta más notable fue el conformismo y la auto-justificación que se irradió durante la última década, que dio lugar a hechos penosos de corrupción.

El conformismo alimentó la creencia de que se puede redistribuir perpetuamente sin generar aumentos de productividad. Esto implica modernizar la economía, consolidar las cuentas fiscales e introducir reformas en áreas donde existen distorsiones flagrantes como la seguridad social. Es un proceso constante, que no tiene horizonte fijo y genera costos políticos. Pero es insoslayable, so pena de echar por tierra logros e incluso generar retrocesos.

No hay ningún objetivo que justifique la corrupción como vehículo para lograrlo. Y menos de gobiernos que se erigieron como representantes de segmentos postergados de la sociedad. Porque la corrupción, además de ser un impuesto que se derrama sobre toda la sociedad bajo la forma de menor crecimiento y mayores asimetrías sociales, genera enorme desconcierto fundamentalmente sobre quienes depositaron su confianza, sus sueños y por ende su futuro.

El nuevo gobierno legítimamente instaurado según las normas constitucionales vigentes, tiene por delante una difícil tarea que no es imposible. A su favor juega conocer las limitaciones de un experimento que intentó soslayar principios básicos de la gestión de cualquier país. A eso se agrega el saber que existe una institucionalidad que funciona y se respeta, siendo el Poder Judicial su garante extremo.

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Dilma Rousseff y Michel Temer, en un acto celebrado en marzo. Foto: EFE.

CARLOS STENERI

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