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"Vender obra no te hace un buen artista"

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"Acá la gente prefiere comprar un televisor antes que un cuadro", dice Diego Masi. Foto: Francisco Flores.

Su vocación le valió varias peleas con sus padres. Pero ganó la pulseada y se convirtió en artista visual. Siempre en blanco y negro, crea, vende y sigue despertando polémica.

Uno a uno, Diego Masi (51) pasó casi cuatro días pegando pequeños círculos adhesivos blancos en los caballos de la emblemática obra de José Belloni en la Plaza Fabini. Con menos pelo y más experiencia que en 1998, cuando intervino el monumento El Entrevero por primera vez, Masi fue invitado por la Intendencia de Montevideo a reeditar aquella polémica experiencia en el marco del Festival de Intervenciones Urbanas que se realiza por estos días en la capital. "No sé qué puede pasar... hoy el mundo cambió bastante, el pensamiento es otro y el accionar de las redes puede disparar las cosas para otro lado", dice el artista, más expectante que nervioso. En aquel momento, recuerda, la descendencia de Belloni se sintió "un poco ofendida" de que se tocara la obra de su abuelo. La crítica y el público tuvo opiniones divididas. "Aunque creo que los detractores se hicieron sentir más", admite.

La fuente que rodea El Entrevero está vacía. También está dejando de ser celeste para pasar a ser blanca. Los carteles que rezan "¡Peligro!", en amarillo chillón, frenan el paso de los curiosos. Y mientras el sol templa la tarde, los bancos alrededor del monumento son el objeto más codiciado de la plaza. No faltan el termo y el mate, alguna selfie y los besos de enamorados. Masi recorre cada rincón de la imponente escultura, pega, toma distancia, saca una foto con el trípode, saluda a algún conocido y sigue pegando. La intervención afecta solamente a los caballos, pero eso ya es suficiente, o quizá demasiado. "Creo que la sociedad uruguaya es bastante conservadora respecto a la monumentaria. Hay una cosa muy sacra y cuando se tocan los monumentos públicos, a pesar de que en El Entrevero no hay próceres, es como que sienten afectado el patrimonio colectivo", opina el artista. Desde el respeto y la admiración, aclara, su idea es simplemente "resignificarlo" por unos días.

Así, el trajín entre círculos, caballos y Belloni alejan a Masi del taller que tiene en su casa, cuna de sus obras más clásicas, las intrincadas geometrías en blanco y negro que lo convirtieron en uno de los artistas uruguayos contemporáneos más reconocidos dentro y fuera de fronteras. Allí, en un espacio luminoso y con una altura que supera los cuatro metros, trabaja con la rutina y meticulosidad de quien hace del arte su profesión. Si bien la pintura es su cara más visible —y lo que más ha mostrado al público— también crea instalaciones y explora en la electromecánica, pasión desde la adolescencia. De hecho, en su primera exposición individual, allá por 1995, mostró una serie de parabrisas de autos con mecanismos eléctricos incorporados. Más adelante fue el turno de "motores sopladores" que inflaban objetos de tela y soldaditos de juguete que oficiaban de ecualizador para hacer música en cuerdas de guitarra acústica y eléctrica.

Más allá de la técnica y el formato, en todas sus creaciones prima el blanco y el negro. También en su ropa, sumamente sobria. Y hasta en sus lentes, de líneas puras y armazón transparente. Incluso la gata de su hija mayor, Pina, de 9 años, está a tono con su universo: es una peculiar siamesa gris. "Siempre fui muy geométrico, pero al principio trabajaba con ciertas gamas de colores que iba desarmando. Y casi enseguida me di cuenta que necesitaba trabajar en blanco y negro por un tema de composición, de estructura, me interesa muchísimo más".

—¿Qué te gusta del blanco y negro?

—Me seduce mucho más visualmente y entiendo que para el tipo de geometría que yo trabajo la estructura se arma mucho mejor. Es como trabajar con los más opuestos de la gama. Es como elegir sacar fotos color o blanco y negro...

De ellos, no se aburre ni se cansa. Y solo deja entrar el color como telón de fondo.

Batallas y conquistas.

Las mañanas son agitadas en su casa del Parque Rodó. Pina y Vera, de 3 años, están por allí haciendo música o, por qué no, pintando. También se escucha el ir y venir de su pareja, la artista Ana Campanella, que si bien tiene su taller en una de las habitaciones que da a la calle, por esas horas está abocada a preparar el almuerzo. Sus obras y las de Ana —grandes piezas metálicas— tapizan las paredes, desde el hall hasta el estar.

En su infancia el arte también estuvo presente, pero de un modo diferente. La familia de su madre, de origen argentino, era dueña de un circo y ella, en su juventud, trabajaba en el número del elefante. "No era la domadora sino la que lo manejaba en la pista, un oficio muy peculiar...", recuerda Masi. Con el circo recorrió Argentina, Brasil y Uruguay, donde conoció a su padre, mecánico dental pero con ganas de seguir viajando.

A fines de los años 60 el matrimonio y sus dos hijos (Diego es el menor) volaron primero con destino a Lima y luego, en tres oportunidades, a Nueva York. "Creo que eso fue muy productivo, muy a mi pesar, que sufría por la pérdida de los amigos... Tengo más escuelas que años de primaria: ¡Siete escuelas en seis años! Pero de alguna manera entré de chico en contacto con el arte, visitaba museos importantes, recorrí Manhattan acompañando a mi padre en su trabajo...". Fue en la Gran Manzana que empezó a investigar con la electrónica, desarmando electrodomésticos que la gente tiraba en la calle. "Es una rutina que mantengo hasta hoy en mis instalaciones. Agarro objetos diseñados para determinado fin y los pongo en una situación para la cual no fueron pensados. Y a la vez hago que operen en función de una idea o un tema".

Pese a ese camino recorrido, la noticia de que quería dedicar su vida al arte no fue bien recibida en casa. "Hubo una resistencia de mis padres, sobre todo de mi madre, que le parecía que iba a perder el tiempo". Siendo aún adolescente se anotó en el Instituto de Enseñanza de la Construcción (IEC), una de las pocas opciones que vinculaba dibujo y creatividad. "La idea era luego hacer arquitectura, pero me di cuenta de que lo que quería era entrar en la Escuela de Bellas Artes, que recién había reabierto". Lo hizo en 1986. Con esa decisión generó un "conflicto familiar" y perdió "totalmente" el apoyo de sus padres, recuerda hoy con una sonrisa. En la Escuela cursó el taller de Ernesto Arostegui, un espacio "bastante experimental" que "apuntaba más a la parte emocional de la creación".

—¿Cuándo te parece que sintieron que habías elegido el camino correcto?

— Y bueno... creo que los padres empiezan a abrir los ojos con el primer premio que uno gana. El primero importante lo recibí en 1994. Lo daba Coca-Cola para los artistas nuevos y era un viaje a la Bienal de San Pablo. Al año siguiente gané el premio por los cien años de la Bienal de Venecia.

—¿A vos también te preocupaba de qué ibas a vivir?

—Sí, claro… era imposible vender una obra de arte contemporáneo. Y si la vendías, era a precios ridículos. La gente seguía comprando Figari, Cúneo, Torres, Hugo Nantes, artistas más tradicionales y con un aval ya establecido por determinado sector. Por un lado era bueno, porque arrancabas haciendo lo que realmente querías. Hoy, casi que sigue pasando lo mismo. La gente se atreve un poquito más a comprar arte contemporáneo, pero no mucho más...

—¿Todavía cuesta?

—Sí, sí, el Uruguay es muy duro, la gente antes de comprar un cuadro de un artista contemporáneo prefiere comprar un televisor de 50 pulgadas, aunque cueste lo mismo. No entiende que el televisor se desvaloriza y el cuadro es al revés, se valoriza.

Su primera obra se vendió a través de Remates Bavastro en unos magros cien dólares. La segunda ya cotizó en 120. Hoy, una pieza de un metro por un metro puede valer 8.000 dólares; una de grandes dimensiones hasta 20.000. Además de en Montevideo y Punta del Este, Masi expone en varias ciudades de América Latina, Nueva York y París. Hasta el 4 de diciembre forma parte de la 3° Bienal de Montevideo, en el Palacio Legislativo. Siempre pinta y crea por ganas o necesidad, nunca por encargo.

—Tu obra es bastante universal. ¿Te parece que eso es un plus?

—Yo no lo busqué, se dio así porque era lo que me interesaba hacer. A pesar de que he ido modificando algunas formas en estos años, me gusta que sea más universal. Hoy me doy cuenta que prefiero no ligarla a una estética uruguaya, aunque no creo que eso sea malo, porque lo que importa es que la obra sea buena. Podés tener obra universal y ser un pésimo artista. Y pasa lo mismo con el mercado, que vendas la obra no quiere decir que seas un buen artista. En las artes visuales no hay reglas tan claras.

SUS COSAS.

Su banda sonora

Diego Masi prefiere trabajar con música de fondo. Y si es brasileña, mejor. Más allá de clásicos como Caetano Veloso y Chico Buarque, disfruta explorando entre los artistas emergentes, como Lucas Santtana o Thiago Pethit. "Creo que si no hubiera sido artista visual hubiera sido músico... o director de cine", cuenta.

Sus herramientas.

Pintar una obra completa le puede llevar desde diez días hasta dos meses, dependiendo del tamaño. En su taller, hay decenas de bidones de agua reconvertidos en portapinceles, su herramienta por excelencia. "Paso varios días pintando a pincel y luego, al final, trabajo las sombras con el aerógrafo", cuenta. Cuando se aburre de la pintura, prueba suerte con las instalaciones.

Cabo Polonio.

El Cabo es el lugar que Diego Masi y Ana Campanella eligen para ir con sus hijas cada verano. "A pesar de todos los cambios que ha tenido es un lugar maravilloso para descansar, donde no hay automóviles ni luz eléctrica y para tener agua hay que llamar al aguatero. Es como retroceder en el tiempo y me encanta", justifica.

El eterno femenino de una imaginativa pintora
"Acá la gente prefiere comprar un televisor antes que un cuadro", dice Diego Masi. Foto: Francisco Flores.

el personaje I DIEGO MASIDANIELA BLUTH

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