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Sting, hasta que el cuerpo aguante

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Dicen que con su nuevo disco, "57th & 9th", volvió al rock.

Tiene 65 años y sigue enganchado a los escenarios: “Es como una droga”. Editó un disco con el cual volvió al rock y salió de gira.

Imaginemos por un momento la vida de Gordon Matthew Thomas Sumner, inglés de 65 años, nacido y criado en Wallsend, junto a Newcastle, a la sombra de los grandes buques que se levantaban en los astilleros; hijo de lechero y peluquera, hoy con una esposa, una exesposa, seis hijos y seis nietos; una fortuna superior a los 235 millones de dólares; un palacete del siglo XVI en la Toscana; un Picasso en uno de sus innumerables baños –la energía de cuyo trazo dice percibir a diario– y un Basquiat sobre el que sus nietos colocan las manazas; con la costumbre de nadar cada mañana mientras escucha a Yo-Yo Ma; luego, la sesión de pilates; aficionado al yoga, a la meditación y a dar titulares jugosos, como aquel de los noventa sobre su gusto por el sexo tántrico; con una vida "de gitanos", que lo mismo le hacía recalar en su mansión de Londres (la vendió en 2015 por 25 millones de euros) o en el ático de Nueva York, de 500 metros cuadrados, en cuya terraza que sobrevuela Central Park se encierra con una guitarra y le pide a su mujer que no le abra hasta que dé con una letra decente.

En una ocasión confesó: "El problema sobre el que más pienso últimamente es: Soy un rico y exitoso compositor de canciones, ¿sobre qué escribo yo ahora?". Lo dejó caer en una entrevista cuando tenía 32 años, la mitad de los de ahora, y acababa de llenar un estadio con 70.000 personas. Esa noche de 1983, tocando en el Shea Stadium de Nueva York, pensó que había encumbrado un "Everest" y decidió dejar la banda que lo había acompañado a la cima, The Police, para convertirse en una sociedad unipersonal dedicada a la música.

Son las once de la mañana y Sting se encuentra en la barra de una cafetería en Barcelona. Lee The New York Times. Piernas cruzadas, vestido de negro, botas de cuero de media caña. Ronda el metro ochenta, los hombros y los pectorales se hacen notar bajo la ropa, el pelo disparado resiste entre rubio y ceniza, las entradas son amplias desde hace años; las arrugas del rostro, gruesas como trincheras. Se lleva la mano a un oído, para escuchar mejor a su interlocutor. Hay unos versos en su último disco que hablan de la vejez y la muerte de una estrella del rock: "Estoy medio ciego y sordo como una tapia". Su voz resulta más cavernosa de lo esperado. Viene de una gira mundial, tocando el repertorio de los últimos 40 años y un puñado de temas de 57th & 9th. "Su primer álbum de rock en años", lo catalogó la prensa cuando se editó en 2016. Ha descargado cerca de 3.000 conciertos en su vida. "Eso supone 3.000 Roxannes", dirá con humor.

Sin soltar el periódico, elige la mesa más esquinada de la sala. Se sienta y pide su tercer expreso de la mañana. Cuando se le pregunta si ya no bebe té, responde: "Bebía té de joven. Té y cerveza ingleses. Ahora soy europeo. Así que tomo café". Mientras sorbe el expreso, dice que siempre necesita algo distinto. "Dejé The Police en lo alto. Parecía contraintuitivo, pero me salvó la vida. Me gusta empezar de nuevo". Cuando inició su ruta en solitario, en 1985, declaró que el pop estaba muerto y era una música racista. Formó una nueva banda con afroamericanos curtidos en el jazz y se encerró en un palacio francés para ensayar nuevas vías. Su experimento le valió dos premios Grammy. Ha ganado 16 en su carrera, nueve en solitario. Y ha hecho de todo: protagonizado películas como Quadrophenia (1979) y Duna (1984), estrenado un musical en Broadway, canciones para Disney y piezas barrocas en laúd.

De niño, Sting veía los barcos zarpar del astillero al mundo y sentía la llamada de lo desconocido. En el último disco, una de las canciones recuerda la carretera que tomaron él y otros con sed de gloria, The Great North Road. "Va de Londres a Edimburgo, la A1. Muchos hicimos ese viaje al sur desde Newcastle: Mark Knopfler; Brian Johnson, de AC/DC; Brian Ferry… Yo quería vivir en un mundo más grande. En mi ciudad solo estaba el astillero y la mina. No quería trabajar en los barcos ni meterme bajo tierra. Logré una beca para ir al colegio en la ciudad, recibí una educación clásica, entré en la universidad. Y escapé a través de la música".

Se formó como maestro, llegó a dar clase. De haber seguido en la enseñanza, dice, hoy sería "más pobre". "Es uno de los trabajos más importantes y pagan peor que a los barrenderos (...) Daba inglés, fútbol, música. Me gustaba. Y me convenía: me dejaba libertad para tocar cada noche en pubs. Lo que sucede en una clase no es el acto de enseñar. Los niños aprenden por sí mismos, tú estás ahí solo para ser entusiasta. Para decir: Me encanta este poema. Los inspiras".

En el fondo, sigue dedicado al mismo oficio: sube a la palestra, da clase a millones de alumnos. Podría haberse retirado hace años. No lo hace. Hay un porqué: "Salgo a un escenario cada noche delante de 5.000 o 10.000 personas, y todos están contentos de verme. Es como una droga. Una emoción muy potente. Tengo uno de los mejores empleos del mundo. Ni siquiera es un trabajo, lo haría a cambio de nada. Pero además me pagan. ¿Por qué lo hago? Podrías preguntar a otro por qué trabaja en una fábrica de coches. Yo no podría. He trabajado en fábricas. Y entumece la mente".

Sting, de niño, acompañaba a su padre a repartir leche. Salían antes del alba mientras sus compañeros de colegio dormían: "Eso me hizo duro", dice. Hace años, cuando lo visitó en el lecho de muerte, se fijó en lo mucho que se parecían sus manos. Se lo comentó, y el hombre respondió: "Pero tú las usaste mejor que yo". Según el artista, "fue el único cumplido" que le hizo en su vida. No acudió a su entierro: le pilló de gira. Hoy sus manos comienzan a sufrir de artritis. Y antes de reunirse con su familia deja un consejo: "Todos cometemos fallos. Lo importante es cómo sigues tras el error. Si un músico toca una nota incorrecta, quiero escuchar qué hace después, cómo se adapta y cambia su estrategia para que tenga sentido. Es una buena filosofía para la vida".

De gira con su hijo Joe, el mayor.

Joe Sumner, su primogénito, nacido del matrimonio con Frances Tomelty, lo acompañó en la última gira. Tiene 40 años y cuatro hijos. Nació cuando Sting ya se había curtido en una big band, lideraba un grupo de jazz en Newcastle y estaba a un mes de emigrar a Londres. Hoy es parte de la gira de su padre. Se encarga de abrir los conciertos. Sube con la guitarra y toca temas propios para calentar motores.

Una vuelta a los orígenes.

Los colaboradores de Sting le atribuyen una capacidad "casi sobrenatural de trabajo". Su última gira fue como una vuelta a los orígenes. Rock, salas "íntimas" y una banda "familiar". Están él y su hijo. También su guitarrista habitual, Dominic Miller, y el hijo de este. Y el grupo telonero, The Last Bandoleros, lo lideran dos hermanos. "Viajamos y dormimos juntos. No me encierro en el camerino. Soy el capitán del barco, disfruto de la camaradería".

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