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Isla Mauricio, mezcla de tradición y paraíso

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Su gente es un gran atractivo de la isla

VIAJES

Este país del Índico es una mixtura de cultura hindú, africana, francesa, británica y china, que conviven en armonía al pie de colinas y playas donde el azul del mar puede ser tema de debate.

Mi taxista, Roshan, me llevó por una entrada custodiada indudablemente por Shiva y su colosal tridente para acercarse a Ganga Talao, el equivalente en isla Mauricio al sagrado río Ganges de la India. El sol de la tarde brillaba en un lago flanqueado por estatuas de Hanuman, Lakshmi y Vishnu, mientras unas ceremonias se realizaban dentro del templo. Este es el sitio más sagrado en Mauricio para sus habitantes, que son mayormente hindúes. Cada año, durante el festival de Mahashivratri, me dijo Roshan, él camina descalzo, a tres horas de su casa en Rose Hill, junto a medio millón de devotos de toda la isla.

En algún lugar no muy lejano de donde me encontraba a la sombra de Shiva, turistas estaban viviendo el cliché tropical inmortalizado en escritorios de oficina en todo el mundo. A unos pocos kilómetros de distancia, los viajeros se reclinaban sobre la arena, bebiendo lánguidamente unos cocos frescos mientras meditaban sobre el color del océano.

¿Es azul? ¿Turquesa? ¿Azul claro? Un diálogo socrático que podría demorar un día entero para resolverse. La mayoría de los turistas llegan a Mauricio para adorar algo diferente a lo que encontré en Ganga Talao: una peregrinación al altar de los dioses del sol.

Después de su visita al puesto de avanzada del Océano Índico en 1896, Mark Twain escribió: "De un ciudadano uno se hace la idea de que Mauricio fue hecho primero y luego el paraíso, y que el paraíso fue copiado de Mauricio".

Este prototipo para el paraíso entró por primera vez en mi conciencia en la década de los 90, cuando Mauricio se convirtió en un preferido de Bollywood con sus entornos soñados para su música.

Mis impresiones limitadas de la isla eran similares a las de los millones que convergen en sus resorts all inclusive, quienes solo se alejan de las sillas de playa para la ocasional y constitucional visita a la piscina.

Cuando era estudiante de primer año en el Boston College, me hice amiga de mi primer mauriciano gracias a un amor compartido por las películas bollywoodenses. Santosh se convirtió en una fuente de interminable fascinación: pensé que era indio, pero hablaba inglés con acento francés, conversaba con sus padres en creole y decía que era de África. ¿Dónde en el mundo podrían reunirse tantas culturas?

"Somos como un rompecabezas", reflexionó Santosh cuando nos reunimos en sus tierras, más de 15 años después. "Hay piezas muy distintas. La gente se ha mantenido en sus propias identidades, pero ha encontrado una manera de hacer que funcione, para que encaje en una imagen propia".

Al final, fue ese mosaico irresistible que me atrajo a las costas de Mauricio. Si uno revisa las redes sociales, podría pensar que la isla termina donde terminan los complejos turísticos. Estaba ansiosa por explorar lo que ofrece más allá de las piscinas y mayordomos de baño.

Las olas de migración han dejado una huella indeleble. Hoy casi el 70 por ciento de los 1,3 millones de ciudadanos de Mauricio son de ascendencia india, con creoles, sirio-mauricianos y franco-mauricianos incorporándose a la mezcla. Emergiendo desde el aeropuerto internacional Sir Seewoosagur Ramgoolam en una noche húmeda, seguí señales que decían "salida" en inglés, francés, hindi y chino.

"La singularidad del lugar se debe a su gente", dijo Santosh. "Hemos evolucionado nuestra propia raza, bastante distinta de los orígenes de donde cada uno vino. Tienes gente que es una especie de indio, sin ser realmente indio; una especie de africano, pero que no es realmente africano".

Distintas tradiciones culinarias han colisionado aquí por siglos, y el resultado es una cocina a fuego lento con sabores indios, franceses, chinos y creoles. A la mañana siguiente, dejé el departamento frente al mar de Santosh en Trou-aux-Biches. En el mercado cubierto de Quatre Bornes, un barranco acurrucado por montañas, probé mi primer piment de gteau, un buñuelo frito hecho de harina de garbanzo molida con ají. Paseé tranquilamente por puestos que ofrecían, desde riz frit (arroz frito) a curry agneau (curry de cordero) y puri chaud (una suerte de pan pita frito). Más tarde esa noche, me uní a una pareja de expatriados estadounidenses para seguir su ruta de comida por la Rue Desforges, en Port Louis, atiborrándome de poulet roti (pollo asado), mina frite (fideos) y crepes cubiertas de Nutella, leche condensada y espolvoreadas con coco fresco.

Las playas son, sin duda, algunas de las más espectaculares que he visto, y el agua amplió mi comprensión de qué tonos de azul se pueden encontrar en la naturaleza. Sin embargo, me quedé más intrigada por el núcleo denso y rugoso de Mauricio, un cuadro verde repleto de sinónimos visuales para el color verde.

Un recorrido de 10 minutos se despliega más como un montaje cinematográfico que topográfico: chozas de hojalata corrugadas que dan paso a relieves de gran altura; niños en bicicleta con el telón de fondo de los campos de caña de azúcar; montañas en formas dentadas aparentemente desechadas de la mente de Picasso; una procesión de casas color rosa furioso y azul cobalto que resaltan contra la interminable extensión de color esmeralda. El clima vacila tan regularmente como el paisaje.

Pasamos dos minutos navegando a través de una nube de lluvia antes de salir a una gloriosa muestra de sol. El aire densamente húmedo se disipó en cuestión de minutos en uno frío otoñal y crujiente.

El ambiente exuberante recuerda un poco a Costa Rica, con la excepción de la música bollywoodense que aúlla en la radio. De hecho, Mauricio es una suerte de réplica más limpia de la India.

Pero, ¿qué de esas playas? Hay buenas razones porque las multitudes de turistas descienden sobre Long Beach, Grand Baie, Belle Mare y Le Morne, pero la manera en que los lugareños viven el océano es bastante diferente a como lo hacen los extranjeros que buscan rayos de sol.

Me esperaba encontrar más turistas en Blue Bay al Este, pero esta vez estuve rodeada por un grupo de mujeres cantando y bailando canciones Bhojpuri. Empecé una conversación en hindi con unas cuantas señoras que se movían tímidamente en la periferia. "Es un día libre de los maridos, los niños y la responsabilidad", me comentó una de ellas durante una de sus comidas campestres mensuales. Cada sábado por la noche, en las playas públicas, los lugareños arman carpas y hacen asados donde abundan el biryani y el alcohol. Si solo más visitantes se levantaran de sus reposeras y buscaran una invitación...

Curiosa de saber cómo se veía Mauricio desde las reposeras, decidí entrar a un hotel para mis dos últimas noches. Elegí un resort de Lux Resorts a la sombra de la montaña Le Morne, un imponente Patrimonio de la Humanidad de la Unesco donde escapaban los esclavos que buscaban refugio en las cuevas. La isla Mauricio que había llegado a conocer ahora estaba firmemente al otro lado del monolito. Sin embargo, me maravillé con las lujosas suites con sus duchas interiores y exteriores y el happy hour de crèpes que ofrecía a diario, el agua preternaturalmente azul. Era fácil caer en un trance, para convencerme de que nada que existiera más allá de la visión periférica de mi reposera valía la pena. 

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