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El encanto y lujo exótico de la Polinesia Francesa

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Polinesia francesa

VIAJES

El archipiélago del Pacífico sigue siendo un destino de lujo que atrapa a turistas de todo el mundo, pero también sumó últimamente algunas alternativas aptas para presupuestos más económicos.

No le fue tan bien al navegante James Cook en su tercer viaje por el Pacífico. Porque, según la versión oscura de la historia, una horda de caníbales bastante enojados se lo terminó merendando en Hawái, el 14 de febrero de 1779. Diez años antes de aquel festín cárnico, el explorador había llegado a lo que hoy es la Polinesia Francesa y había introducido frutas como la papaya y el ananá, cuyas plantaciones hoy tapizan el valle de Opunohu, en la isla de Moorea, a 30 minutos de ferry desde el puerto de Papeete, capital de Tahití.

Este paraíso oceánico siempre estuvo asociado al hiperlujo (no al canibalismo, por suerte), con la postal de los bungalós en pilotes sobre el agua turquesa, a 800 dólares la noche. Sin embargo, el destino tiene ahora un costado posible para los turistas: sucede que, desde hace relativamente poco, proliferaron las pensiones de familia —hotelitos, posadas y casas atendidas por sus dueños—, que ya son más de trescientas en las principales islas polinésicas y ofrecen estadías que arrancan en los US$ 100 la noche.

Para muchos latinos, la Polinesia Francesa, compuesta por 118 islas y atolones, organizados en cinco archipiélagos, es un destino mielero por excelencia (en la jerga significa un paquete a la medida de recién casados).

Quien husmee en Google maps verá que Tahití está perdido en el medio del Pacífico, casi a mitad de camino entre Australia y Chile. Se entiende que sea un paraíso no tan descubierto porque es difícil llegar desde casi todos lados (Sudamérica, Estados Unidos y Europa). Lo bueno es que se puede ir durante todo el año: hace calor para andar en remera y ojotas día y noche —los meses húmedos son de noviembre a enero, pero tampoco llueve tanto— y no hay temporada de huracanes. El fenómeno climático más grave de los últimos 35 años fue un ciclón.

La isla más explotada turísticamente es Bora Bora, donde hicieron pie las grandes cadenas hoteleras. También es famosa Tetiaroa, el atolón privado de Marlon Brando, que se enamoró del lugar cuando vino en 1962 a filmar El motín del Bounty. Pero, a menos de una hora de avión por Air Tahití, hay muchísimas islas más por conocer, como Ahe y Raiatea, por citar algunas, cada una diferente a la otra.

La reina.

En el aeropuerto de Tahití-Faaa, al recién llegado le cuelgan collares de caracol y flores de Tiaré, le cantan un par de canciones con ukelele y le conceden algún baile típico. Ese suave meneo que hacen las mujeres, había sido prohibido cuando se instaló el protectorado francés en 1842, al punto que durante muchos años los locales fueron reportados por hacer el baile tahitiano.

A pocos minutos del aeropuerto se despliega la europeizada Papeete, conocida por sus jardines, sus roulottes (puestos de comida al paso) y un colorido mercado de artesanos bajo techo en el centro. Un paréntesis es el restorancito que hay en el primer piso de este mercado, en donde se come el mejor atún crudo con leche de coco de Tahití. En 1891 llegó a esta isla el pintor posimpresionista francés Paul Gauguin (uno de los artistas icónicos de la Polinesia), pero tres meses después instaló su estudio en Mataiea, Papeari, a 45 kilómetros de Papeete.

Un rasgo distintivo de la ciudad es que todos sonríen sin motivo evidente. Y la verdad que no parece una impostura para quedar bien con el turista de estación sino una especie de alegría complaciente (¿un poco resignada?). Aquí no hubo una colonización violenta y quizás esa sea la raíz de todo; cuando los europeos desembarcaron en estas islas, los tahitianos se rindieron a un razonamiento sencillo, que sería algo así: estos tipos tienen armas y su Dios es más fuerte. Quedémonos en el molde. Por eso aceptaron a los protestantes y, entre otras cosas, terminaron con el hábito del canibalismo, que se practicaba sobre todo en las Islas Marquesas, los bailes tahitianos, los tatuajes y el andar desnudo por ahí.

A bordo.

Una buena forma de conocer Tahití es navegarlo, surcando en lancha el canal de entrada de la laguna de Vairao, donde las ballenas jorobadas asoman el lomo entre principios de julio —cuando florece el atae, también conocido como árbol de ballena— y finales de octubre. Vienen a reproducirse en esas aguas cálidas para luego, con los ballenatos a cuestas, emprender su viaje hacia el Antártico.

El guía del barco, un trotamundos llamado Yoann Kerherve, que llegó a Tahití desde Canarias en su catamarán, pone la proa hacia Fenua Aihere, la zona de la isla en donde se terminan la carretera y también la electricidad y el agua corriente. Durante la navegación, se pasa por el lugar en donde se forma la mítica ola de Teahupoo, una de las más famosas del mundo para los surfistas, que alcanza hasta ocho metros de altura. También hay locaciones memorables para bucear, como la pipa maravillosa, en la parte Oeste de la laguna, en donde enormes pedazos de coral suben en cilindros para formar una pared submarina de 25 metros.

En un momento, Yohann enfila hacia la costa y se nota el lado más salvaje y frondoso de Tahití, con el monte Ronui vigilando todo desde sus 1332 metros de altura y hermosas cascadas en las montañas. El barco entra por el río Vaipori, que en tahitiano significa agua en la oscuridad, y amarra entre los árboles. Al bajar, se descubre un lugar mágico: un bosque de castaños (mapes) que componen un paisaje entre lúgubre y prehistórico, salpicado por gallinas salvajes que corretean buscando comida. Después de las cinco de la tarde, cuando empiece a bajar el sol, caerán las flores del árbol de Purao, tiñendo el piso y el aire de rojo, y los ancianos dirán a los niños que vuelvan a casa.

La isla de ananá.

Elda Whitakker mira el horizonte desde su posada frente al mar, en la isla de Moorea, que durante el siglo XV supo estar habitada por 40.000 habitantes pero hoy solo tiene 18.000. Es dueña de una de las 301 pensiones de familia que funcionan en la Polinesia y se la ve satisfecha al frente de la Fare dHôte Tehuarupe, que maneja desde hace 10 años y en donde pasar la noche sale 100 dólares. "Muchos que no pueden pagar un hotel grande o quieren una experiencia más humana vienen aquí", cuenta.

Desde la pensión, no se tarda mucho en llegar a una de las mejores excursiones para hacer en Moorea (además de nadar con delfines en el Moorea Dolphin Center): recorrer en auto o a caballo el valle de Opunohu, que en realidad es la inmensa caldera verde de un volcán, completamente tomado por plantaciones de ananá y vigilado por la montaña de Mouaputa, que parece una cara mirando al cielo. Es tanta la cantidad de ananás y tan fértil la tierra que los recolectores tienen que cosechar cada dos o tres días para no verse desbordados de ananás.

Recorriendo el valle se pasa por el Colegio de Agricultura, en donde venden helados de flor de Tiaré a US$ 2,5, y se ingresa a uno de los templos (Marae) más importantes de la Polinesia (se estima que hay más de 900 en todas las islas). En este caso no se trata de una edificación construida sino de un rectángulo repleto de piedras; los tahitianos, que son muy supersticiosos, dicen que jamás hay que levantar una roca dentro del templo. Esta indicación, que el guía marca con severidad en la entrada del Marae, es obedecida sin chistar por una pareja de mieleros de Arizona. No vaya a ser que una piedra cualquiera termine empañando un clima de jolgorio amoroso que ni el jet lag del vuelo pudo arruinar del todo. 

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