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A corazón abierto

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Luis Prats es periodista y prolífico escritor de libros. Foto: Leonardo Carreño.

La peripecia de una cirugía cardíaca relatada en primera persona por un periodista de El País.

Hoy el espejo me devuelve una nueva versión de mi rostro, más flaco. La cicatriz en el pecho es una delgada línea roja que dice poco. En el muslo, en cambio, hay una marca larga y gruesa, pero al volver a la vida común quedó oculta bajo los pantalones. Ya pasaron varias semanas y algunos recuerdos se perdieron por algún efecto de la anestesia, aunque otros me acompañarán siempre.

Ahora los vuelco al papel, sin intención de divulgación científica, sino con la idea de contar en primera persona las vivencias de una operación cardíaca urgente, una experiencia difícil pero también enriquecedora. Tampoco me presento como ejemplo, porque estuve sereno cuando pude y me quejé cuando no pude más. Eso sí, quizás me haya vuelto un propagandista algo fastidioso entre mis amigos sobre la necesidad de llevar una vida sana, de hacer ejercicio, de evitar las grasas o la sal excesiva.

No era la noche oscura y tormentosa que se menciona tantas veces como telón de los episodios intensos, sino una cálida y tranquila noche de verano. Que fue continuación de una jornada sin sobresaltos en el diario. Después, cena y televisión en casa.

Fue extraño entonces el desasosiego que apareció sin avisar y demoró el sueño, por más vueltas que di en la cama. Incluso no estoy seguro de haberme dormido. Lo claro fue que a cierta hora temprana de la madrugada sentí ese dolor.

Después supe que el ataque cardíaco puede presentarse con diferentes señales, aunque ya conocía que la clásica es el fuerte dolor en el pecho que se extiende a ambos brazos. Quizás si hubiera sido una molestia en el cuello, como pudo ser, no le hubiera dado importancia, una posibilidad que ahora me da escalofríos. Me levanté para estar despierto del todo: era ese tipo de dolor, lo reconocí, aunque fuera la primera vez en mi vida que lo sentía. Avisé a mi esposa y de inmediato llamamos a la emergencia.

El llamado.

En estos casos, la menor espera parece una eternidad. Hicimos un segundo llamado, justo cuando la atención llegaba. El electrocardiograma no resultó del todo malo, una pastilla enseguida hizo desaparecer los dolores, pero el cuadro aconsejó mi traslado al servicio de emergencias y un examen de sangre para confirmar la situación. Acaso todavía incrédulo, olvidé cualquier precaución y en vez de esperar el ascensor, bajé un piso por la escalera. Al llegar a la planta baja vi la silla de ruedas y volví a darme cuenta.

La siguiente espera fue por los resultados. Al rato, un médico me informó que había sufrido un ataque al corazón que no llegó a infarto, pero para conocer la exacta situación existían dos caminos. Uno, volver a casa y coordinar para hacer después una prueba de esfuerzo. El otro, someterme ese mismo día a un cateterismo, que abría tres posibilidades: que todo se limitara a un susto; que se encontrara alguna arteria tapada y en ese mismo acto proceder a destaparla; o que fuera necesaria una cirugía cardíaca. Elegí la forma inmediata. Por suerte.

En ese momento me sentí flaquear ante las perspectivas, pero mi esposa me frenó: "¿Vas a aflojar ahora?". Y desde entonces me mantuve sereno (siempre con el apoyo de ella). El principal sentimiento fue de incredulidad: ¿cómo me estaba ocurriendo eso, sin la menor señal previa, con una vida sana y jamás fumador? (había sin embargo otras razones genéticas y de estrés, de las que me enteré luego).

El cardiólogo de guardia me dijo que podía optar por varias instituciones para los procedimientos que seguían. Le pedimos una sugerencia y mencionó Casa de Galicia, donde funciona en forma autónoma el Centro de Investigación Cardiológica Uruguaya (CICU). La recomendación estuvo bien dirigida.

Internación

Temprano de mañana la ambulancia cruzó Montevideo hacia el Norte, hasta Casa de Galicia. El viernes recién empezaba pero ya habían ocurrido muchas cosas inimaginables un día antes.

Después de algunos estudios rápidos, me llevaron a la sala del cateterismo. Me impresionó la juventud de los médicos —hombres y mujeres— que me fueron atendiendo, al punto que les pregunté, en broma, en qué año de facultad estaban.

Acostado boca arriba, recibí anestesia local mientras estiraba el brazo derecho. Por una incisión de no más de cinco centímetros, que dejó una levísima cicatriz, percibí cómo ingresaban y se movían por mi cuerpo los delgadísimos cables. Movieron la camilla de un lado a otro, un operativo que interpreté como la búsqueda de una mejor posición, pero aparentemente ya estaban haciendo el examen. El estudio fue muy rápido para mis expectativas. El joven médico se acercó a mi camilla y me dijo: "Ya está. No se pudo destapar, por lo que hay que operar". En ese instante, apenas pensé: "Con razón fue tan rápido...".

Por primera vez en mi vida me iban a operar. Por primera vez en mi vida estaba internado. "Elegiste una buena para debutar", me comentó una de las enfermeras cuando le conté, sonriendo. ¿Era tan valiente o la incredulidad por verme en esa situación no dejaba espacio a otros sentimientos?

La espera de la cirugía —en internación y con reposo absoluto— duró tres días más, durante los cuales me pincharon por lugares diversos, me instalaron varias vías en los brazos y me sirvieron el menú frugal de todo preoperatorio. Una de esas vías estaba en el único lugar del brazo izquierdo por donde pasaba una vena apreciable, pero me complicaba todos los movimientos, al punto que el mínimo cambio de postura hacía sonar la alarma del aparatito. Eso me dio la primera noticia de algo que alivió mucho mi internación: las enfermeras llegaban enseguida y no se molestaban porque fueran falsas alarmas.

Suponía que el día previo al quirófano iba a ser largo y nervioso. Sé que me dieron, por primera y única vez, algo para dormir (sin contar la anestesia general, claro). Entonces, el día pasó rápido e incluso ahora la memoria no registra muchos de aquellos episodios. Por ejemplo, no me acuerdo del instante en que me llevaron a la sala de operaciones. En cambio me quedó grabado que no me rasuraron totalmente, como temía: las hojitas de afeitar pasaron apenas por el pecho y por la mitad interna de las piernas. Un pequeño alivio, aunque las piernas, mitad peladas, mitad peludas, dieran por un tiempo una imagen graciosa.

¡Que dolor!

De pronto descubrí que ya me habían operado: estaba rodeado de aparatos, con el pecho tapado y vías por todos lados. Como debutante absoluto en el quirófano, tenía algunas nociones que los hechos desmintieron. Por ejemplo, creía que la estadía en el CTI lo encontraba a uno tan sedado que después no recordaba nada. No fue así. Por lo pronto, estaba consciente cuando tras la cirugía me trasladaban a cuidados intensivos: mi esposa y mis hijas me saludaban con la mano, sonriendo, y yo respondía el saludo. Luego me confirmaron que eso ocurrió, no fue un sueño de la anestesia.

Pero después de esos gestos llegaron las 48 horas más duras de mi internación. Primero me encontré con algo plástico, horrible, en la boca. Estaba entubado. Al rato me lo quitaron, pero la lengua me quedó dormida durante varios días. Cada vez un poco menos, deslizándose hacia la punta, pero por un tiempo hablé con un insoportable tono ceceoso.

Y enseguida noté el dolor: la sensación de un camión marchando sobre mi pecho. Si había tenido un preoperatorio tranquilo y "valiente", solo las enfermeras pueden recordar las veces que me quejé en aquella sala de cuidados intensivos.

En esos momentos me aplicaron un calmante tan fuerte que suele provocar alucinaciones. De eso me enteré allí. Los efectos pueden variar según la persona. Mi compañero de habitación se quejaba de que en el CTI "todo el mundo se la pasaba gritando", algo que por supuesto no ocurría. Otros, según parece, ven sombras o bichos. En mi caso, creía que las cosas se movían. El borde de la cama parecía bajar. Una ventana subía como si fuera un ascensor. Todo eso cuando estaba despierto. Lo peor ocurría cuando estaba por dormirme: sentía que caía de golpe, como el carrito de la montaña rusa al iniciar su brusco descenso. Por supuesto que de esa forma no podía conciliar el sueño.

Debe agregarse que el estrés operatorio suele ocasionar pesadillas. El resultado fue que en una semana prácticamente no dormí y si lo hacía, despertaba enseguida completamente transpirado y con el corazón retumbando.

A caminar.

Después de 48 horas en el CTI me trasladaron a sala común. Y con la premisa de empezar a caminar. En 48 horas pasé de ser un muñeco atado a una cama, totalmente dependiente hasta para comer o bañarme, a un paseante por los pasillos del sanatorio.

Como coraza protectora me colocaron una faja de lana que se cerraba con velcro sobre el tórax y que debía usar las 24 horas, salvo para bañarme. Debe recordarse que para operar, los cirujanos cortan el esternón y abren las costillas como si fuera una ventana. Luego todo vuelve a su sitio con alambres, pero no se puede enyesar porque se haría imposible respirar. Además, me pusieron un fuerte vendaje en la pierna derecha, de la cual habían tomado venas para los puentes coronarios.

Había más cosas. Cuando me quitaron los vendajes, vi con asombro cómo empezaban a extraer centímetros y centímetros de cable de mi cuerpo. Me explicaron que eran la conexión para un eventual uso de marcapasos, que no fue necesario.

Caminar no representaba un ejercicio tan exigente como levantarme de la cama o acostarme, acciones de la vida cotidiana que en esas circunstancias se volvieron difíciles y dolorosas. La primera complicación es que uno no debe apoyarse en las manos ni en los brazos para hacerlo, porque un esfuerzo desafortunado puede provocar que el esternón se abra. En definitiva, necesitaba ayuda para hacerlo.

Antes de la operación no había notado lo incómodas que pueden llegar a ser las camas de sanatorio. Con la faja y la obligación de permanecer siempre boca arriba, cualquier posición se volvía molesta luego de un rato. Al final, era mejor estar sentado o caminar que estar acostado.

Sin embargo, la mejoría se apreciaba día a día: las caminatas se volvieron más largas, los dolores más tolerables, las noches parecieron más cortas. Otro ejercicio indicado para recuperar los pulmones —manipulados durante la operación— era una especie de jueguito: soplar o aspirar por un tubo para que el aire moviera unas pelotitas en el aparato. Las primeras veces parecía una tarea titánica, pero poco a poco las pelotitas empezaron a saltar alegremente, anunciando mi recuperación.

EL ALTA HOSPITALARIA, SEIS DÍAS DESPUÉS DE LA CIRUGÍA.

Seis días después de la cirugía recibí el alta hospitalaria. Volví a casa con cuatro by pass, una faja en el pecho, un montón de medicamentos y una dieta estricta. Pero entré a casa caminando y renovado, con un gran reconocimiento al equipo del doctor Daniel Bigalli y al plantel de enfermería del CICU. También con el recuerdo grato de mis compañeros de habitación: Víctor antes de la cirugía, Julio después.

La calurosa faja y las vendas me acompañaron en los peores días del verano. Tuve que comprar calzado de dos números diferentes, uno para cada pie, porque con la venda no me quedaba bien ningún zapato en el derecho. Una anécdota de una recuperación que se hizo rápida. Un mes después, el cirujano me quitó la faja y la venda. La vuelta a la vida de todos los días estaba ahí. Una tarde, durante una de las caminatas, pasé por un quiosco y encontré una revista argentina, con un título gigante sobre las declaraciones supuestamente impactantes de una estrellita: "Fulana a corazón abierto". "Bah, eso no es corazón abierto...", pensé. Y seguí caminando.

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Luis Prats es periodista y prolífico escritor de libros. Foto: Leonardo Carreño.

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