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Bosnia muestra también su costado turístico

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A dos horas de Dubrovnik, en la Península Balcánica, un recorrido por la ciudad de Mostar, la más importante del país, entre vestigios de la guerra, nuevos aires y una gastronomía que vale la pena.

Deambula por la cornisa del puente sostenido con los dedos de los pies. Tiene el torso desnudo, un pantalón corto aunque la temperatura apenas supera los 15 grados, y la mirada atenta a la gente que cruza. Si no fuera porque el viento sopla suave, le sería complicado mantener el equilibrio a 20 metros de altura sobre el río Neretva. No se le nota frío ni vértigo (vértigo da verlo) y desafía sus pasos por la baranda protectora de Stari Most como si vigilara al monumento que le dio nombre a Mostar y hoy es su mayor atracción.

Mostar está al Suroeste de Bosnia y Herzegovina. Se desarrolló en los siglos XV y XVI como un pueblo otomano, y fue parte del imperio Austrohúngaro entre los siglos XIX y XX. Hoy sus calles mantienen presente una historia que nos queda más cerca: la de los años 90, cuando su independencia del comunismo yugoslavo le valió una lucha armada que destruyó gran parte de la ciudad histórica.

La superficie del puente es resbalosa, por eso los que cruzan van pisando huevos para evitar caídas. De pronto, una voz con acento argentino llama la atención. Es Alex, un descendiente de yugoslavos que viaja en busca de su raíces. Camina lento con las manos en los bolsillos y no lleva bolso ni mochila. Sin aguantar la intriga le pregunto por el equilibrista, el único que anda sin cuidado y pareciera no importarle caerse. Alex cuenta que siempre hay chicos que se ofrecen a saltar por unas monedas. El sistema es inverso al convencional, primero pasa la gorra y cuando la propina es suficiente empieza el espectáculo que dura sólo un chapuzón. ¿Se tirará esta vez?

Stari Most.

En serbocroata stari significa "viejo" y most, "puente". En un principio, fue un cruce colgante de madera que unía ambas márgenes del río Neretva. En el siglo XVI, Solimán I, un sultán turco otomano, ordenó reemplazarlo por otro de piedra. Ese mismo que la artillería croata destruyó en 1993 y que reconstruyeron e inauguraron en 2004. En uno de sus extremos, una roca en el suelo está rodeada de flores y balas. Tiene escrito: "No olvidar 1993" en inglés e indica la entrada al museo fotográfico, un espacio que documenta con imágenes los destrozos que provocó la guerra.

El final del conflicto se firmó con el tratado de Dayton en 1995. Desde entonces Bosnia y Herzegovina son dos entidades en una: la Federación de Bosnia Herzegovina y la República de Srpska. Los idiomas oficiales son serbio, bosnio y croata, y se dice que aunque no esté delimitado por fronteras, la región Norte es Bosnia y la Sur Herzegovina. Lo cierto es que, fuera de las divisiones, Sarajevo es la capital y Mostar, una de las ciudades más importantes.

En Kujundziluk la concentración de turistas se nota porque el murmullo aumenta. Esta zona que a mediados del siglo XVI era el centro económico de la región, con más de quinientos talleres, hoy es el antiguo bazar.

Los colores de las telas apenas se mosquean con el viento y contrastan con las lámparas que iluminan el interior de cada negocio. En algunos trabajan cobre, en otros se tejen alfombras, pero en la mayoría se repiten los suvenires de guerra, las pashminas y recuerdos como imanes, cerámicas o llaveros. Por esta peatonal se camina como en una procesión: a paso lento y con pausas. Se puede decir que ver un negocio es como haber visto veinte. Primero, porque los productos son los mismos. Segundo, porque los veinte siguientes lucen igual: una entrada sin puerta, adornos y un banco de madera donde se acomoda el vendedor. De todas formas siempre se puede encontrar algo diferente y están tan llenos de cosas y cositas que es inevitable pararse a mirar uno por uno. Los precios están escritos en marcos convertibles y en euros porque aceptan ambas monedas.

Arquitectura, cocina y religión.

Por el centro de la ciudad se ven en promedio tres edificios abandonados por cuadra. Entre mercados de comida o tiendas de ropa, los muros destruidos están rodeados del verde de las plantas que parecieran enredarlos para tapar el dolor. Las veredas son angostas, algunas están ocupadas por andamios, otras por autos estacionados, lo que vuelve difícil caminar derecho sin desviarse por la calle. No importa cual céntrica sea la zona, se ven rastros de la guerra por todos lados y obras de recuperación como si ya fuese tiempo de cerrar heridas.

En cuanto a los monumentos restaurados, las cúpulas y alminares son prueba de la importancia y la variedad religiosa. Si bien más de la mitad de los casi 3,9 millones de habitantes del país son musulmanes, el 31 por ciento es ortodoxo y el 15 es católico. Por consecuencia, hay templos para todos los credos.

Alrededor del casco antiguo se concentran varias mezquitas, y Karadjoz Beg es una de ellas. Una obra de la arquitectura islámica de 1557 que fue recuperada después de su derrumbe durante la última guerra. Está abierta al público y es fácil reconocerla por el techo semicircular y el alminar, la torre desde la que se convoca a orar que es como un lápiz de punta filosa. Si se cruza hasta el fondo del edificio se llega al cementerio musulmán más antiguo de la zona. Cerca de ahí también queda Koshi Mehmed Pasha, famosa por ser la segunda mezquita más grande de Mostar después de Karadjoz Beg. La original era de 1618, pero no quedó nada de ella. Lo que se puede visitar hoy es su reconstrucción tras el conflicto de los 90, con la cúpula y el alminar característico al que se puede subir para tener una vista sobre el bazar y el río.

Ahora si de alturas se habla, el campanario del Monasterio Franciscano de San Pedro y San Pablo (con cerca de 100 metros de alto) es la punta más alta de la ciudad. Ofrece la opción de tomar el ascensor y ahorrarse un poco más de la mitad de la subida. La construcción original de esta iglesia católica es de 1866, y su reconstrucción de 2000. Aunque está lejos del río queda cerca de una sinagoga y del casco antiguo. Es común que se señale como punto de encuentro y que se la vea con grupos de turistas listos para comenzar el paseo.

Hay dos templos ortodoxos que quedan alejados hacia el sur de la ciudad, por la zona de Bjelusine. Si fuese a ver la torre del reloj o el Museo Herzegovina seguiría camino unos cinco minutos más para visitarlos, pero prefiero quedarme cerca del puente y dar una vuelta por los restaurantes. Ya es hora de probar los sabores típicos.

Los bares y restaurantes tradicionales se reúnen alrededor de Stari Most y a orillas del río sobre ambos márgenes. Los platos más repetidos en cada menú son: bosanski lonac, una carne con verduras; burek, una masa filo con carne; cevapi, carne sobre pan y crema agria; klepe, una especie de raviol con papa; pljeskavica, algo muy parecido a la empanada; o sarma, también conocido como niños envueltos. Una buena opción, si se come acompañado, es pedir las bandejas que vienen con un mezcladito de todo un poco para dos o tres personas. Hay que calcular más o menos que el precio del plato por persona ronda los 5 o 6 euros.

De nuevo sobre el puente, algunos se paran en el medio del cruce y por contagio son varios más lo que se suman al público. Parece que la colecta es suficiente como para desafiar al salto. Hay un silencio expectante que el chico interrumpe al sacudir las monedas, como si el sonido lo relajara o lo convenciera de lo que está por hacer. Guarda su recompensa en el bolsillo, respira hondo, suelta los dedos del pie y se deja caer. El ruido del golpe contra el agua duele. Al rato el chico asoma por la orilla sin rasgos de molestia, pero ya nadie lo mira. Él se acomoda el pelo y enfila hacia una escalera para volver a subir. Con suerte, en un rato tenga que repetir la hazaña.

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VIAJESMARÍA FERNANDA LAGO/ La Nación/GDA

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