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Álvaro y Marito

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CABEZA DE TURCO

Mi amigo me contó esta historia la semana pasada en un asado que tuvimos. 

Sucede que me reúno con esa barra eterna (de esas en las que no hay nada más que veneración a la amistad de otras décadas sostenida en el presente por un culto militante en lo emocional) y desde ese tiempo surgen anécdotas y relatos del ayer.

A veces tengo la impresión de que siempre nos estamos contando las mismas historias y esa liturgia creo, en el fondo, es la que nos une. En realidad siempre estamos hablando de las mismas cosas, eso somos los amigos, eso nos conecta como seres humanos. Y por eso la vida sin amigos en serio no es vida, es solo un acto de egoísmo poco recomendable.

Mi entrañable amigo Álvaro nos contó que cuando era pequeño, su casa era tan grande que tenía un fondo donde habitaban todo tipo de animales. Perros, gatos, pollos, gallinas, en fin, de todo. En aquella época era muy común semejante cosa. Siempre se ha dicho que en el domicilio del embajador inglés —en ese jardín precioso de su casa privada en el parque Batlle y Ordóñez— hubo una época en que había una vaca allí para que alguno pudiera beber la leche recién ordeñada. Cuando he estado en ese lugar no puedo evitar imaginar esa situación. Así era Montevideo hace no tanto tiempo. Yo eso no lo conocí.

En lo de mi abuela, donde yo viví algunos años de mi niñez, había también algunos animales. No era tan grande como la casa de Álvaro, pero había algún perro que siempre andaba por la vuelta hasta que por la enfermedad de mi abuelo hubo que irlos retirando del lugar porque le afectaba su presencia. Todavía tengo el recuerdo de la partida de un ovejero alemán de aquel lugar. Juro que el perro parecía que entendía lo que estaba sucediendo; la mirada del último segundo que estuvo con nosotros fue casi una mirada humana de despedida. Le faltó llorar. Los perros nos siguen entendiendo mejor que nadie hace catorce mil años.

Me acuerdo de mi abuela cuando le regalaban alguna gallina viva y ella misma se ocupaba del asesinato de la misma y del consiguiente desplume. Mi abuela era la persona más buena del mundo, en serio lo digo, pero se ve que tenía una fuerza especial para esos asuntos. Y como cocinaba como los dioses, ese don solo podía ser real si tenía con qué, y como mi abuelo era el médico de la zona, los vecinos no pudientes, a veces, a manera de agradecimiento le regalaban animales. Era un mundo básico.

La cuestión es que Álvaro, mi amigo, dentro de los animales que tenía en su casa, contaba con unos pollos medio domesticados a los que había denominado con nombres propios: Lito, Ricardito, Aurelio y Marito. Todos tenían colores diferentes y carácter distintos y mi amigo junto a siete hermanos jugaban con ellos, los correteaban todo el día. Lito era apacible, sencillo y aburrido. Ricardito agitado, nervioso y líder. Aurelio era el más viejo, gordo y divertido porque corría moviendo la cabeza de un lado para el otro. Marito era especial, era un pollo dulce, casi afectivo y hasta compañero. Por alguna razón mi amigo y Marito empezaron a tejer un vínculo propio e intenso. Me creerán o no pero Marito lo seguía a mi amigo Álvaro a todos lados, jugaba con él, eran lo que se diría "compinches". En aquel patio ver a mi amigo Álvaro era solo posible si estaba Marito a su lado.

Pasaron unos días y Marito desapareció. Punto. Mi amigo se estresó un poco pero suponía que quizás anduviera escondido en el patio en algún lugar. Pasaba eso.

Ese jueves se producía el almuerzo y todos se sentaron duritos atento al protocolo de la época, donde esas instancias eran integradoras y de respeto hacia los mayores. Los almuerzos eran el momento donde los adultos impartían valores, dictaban alguna cátedra y donde se aprendía alguna lección de vida. La comida venía llegando y el menú era pollo con puré. En ese momento mi amigo sin conectar la evidencia con los hechos —algo que nos sucede a los humanos cuando no queremos ver lo obvio delante de nuestros ojos— preguntó: "Hace unos días que no veo a Marito, ¿alguien lo vio?". Naturalmente todos miraron a Álvaro y el silencio fue espectral. Comieron en silencio.

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