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Cuando una serie se va queda un espacio vacío

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Elenco de Mad Men. Foto: El País

Es difícil compartir el entusiasmo por una serie. Es explicar algo intransferible y demasiado personal. Escucho a mis amigos, por ejemplo, hablar con dedicación de Games of Thrones pero jamás han conseguido que lo interesante de sus charlas se transforme en ganas de verla.

Cada uno tiene sus preferidas y solo se conocen empezando a transitarlas, dándoles un par de capítulos de hándicap, sabiendo reconocer la ansiedad por volver a verla. Sí, seguir una serie es enamorarse un poco.

Es por eso que es tan difícil terminar con ellas. Uno ha acompañado a esa gente en sus idas y venidas tantos años como para no preocuparse por lo que les puede llegar a pasar, una vez que los dejamos solos en el limbo de los personajes sin series. Cómo contar lo que uno sintió cuando terminó Breaking Bad, después que vivimos tantas cosas buenas y un montón de las malas en una serie que estaba tan buena.

Pero como en el amor, uno reincide sabiendo que va a volver a sentir ese vacío. Y la semana pasada terminó Mad Men. Y el corazón se volvió a romper.

Mad Men es una de las mejores series de todos los tiempos. Creada por Matthew Weiner (que venía de trabajar en Los Sopranos una de las primeras que hizo conocer el síndrome de abstinencia en millones de espectadores) y lanzada en 2007 se convirtió en uno de los grandes hitos de la televisión estadounidense. Fue básicamente la historia del publicista Don Draper a través de la década de 1960, centrado en su pasión por las mujeres en el ambiente de la publicidad, un ecosistema machista, alcoholizado y que se mueve en ambientes con demasiado olor a tabaco.

Pero la grandeza de Mad Men está más allá de su historia de telenovela. Como pocos productos de la cultura popular, es un resumen histórico de una década prodigiosa y trascendental. A través de siete temporadas, lo que Weiner trazó es una historia social de Estados Unidos. Y ese viaje, además de la grata compañía de una patota de personajes todos con interés, estuvo buenísimo.

Mad Men fue, entonces, el retrato de un período que se inició con el regreso de los soldados de la guerra de Corea y terminó con la contracultura domesticada de comienzos de la década de 1970. Bertram Cooper, el patriarca de la agencia Sterling & Cooper en la que trabajan todos, murió el día del primer alunizaje: era el único representante de la vieja generación.

Draper —quien como casi todos es intencionalmente más un estereotipo que un personaje— es el resumen perfecto de su tiempo. Empieza la década de 1960 desde cero, con nueva identidad y aprovechando la prosperidad estadounidense. El hijo de una prostituta pobrísima del sur más analfabeto se casa con una rubia de folleto, arma una familia en los suburbios de Nueva York y trabaja en la publicidad, un rubro que le va muy bien. Pero como en una película de Douglas Sirk (un director que es una referencia en las primeras dos temporadas), ese mundo estaba corroído. Draper (interpretado por Jon Hamm con la elegancia de un Clark Gable) es un mujeriego patológico y Betty, su esposa, descubre que la utopía suburbana por la que dejó atrás sus sueños de independencia es un embole de los importantes. El sueño americano tenía fecha de caducidad.

Megan, la segunda señora Draper, representa otro Estados Unidos: el de las novelas de Philip Roth, o sea el de mediados de la década. Megan es más o menos intelectual, es franco-canadiense por lo tanto exótica y tiene un aire de existencialismo y Nouvelle Vague que le va muy bien. Pero por ella Draper pasa como ese que no conoce a nadie en una fiesta: su incomodidad es existencial. Es sólo una escala en su conocimiento personal.

Draper, encima convive en el mundo masculino de la publicidad. Es el último bastión varonil y en el que sobresalen dos mujeres (Joan y Peggy), una demasiado voluptuosa y la otra demasiado insegura para ser valoradas. Todo el proceso de esas mujeres "modernas" está contrapuesto con el de Betty. Aquellas, con todo el menosprecio que toleran y con toda masculinización de su estructura mental, logran superarse y ganarse un espacio (los finales de sus historias son felices: han conseguido su sueño de ser independiente o ser feliz); Betty es una flor que se va marchitando. Era inevitable: el suyo (el de la rubia ideal y ama de casa) es un modelo discontinuado, sin razón de ser.

El último tramo de la serie para Don Draper y (para Estados Unidos) es el de una peligrosa libertad en la que él se lanza a cumplir (explícitamente) la fantasía nacional de Jack Kerouac: Draper también necesita encontrarse a si mismo en la inmensidad de la carrertera. Pero el mundo ahí afuera es hostil.

Finalmente, el camino se cierra con la contracultura convertida en New Age. La última escena en la que Draper transforma una crisis existencial en el mejor resumen de una época (el de la publicidad hippie de Coca Cola aquella de "Te gustaría compartir") cierra el círculo personal y de su generación. Fue, así, un viaje de crecimiento y de aprovechamiento. Finalmente, Don Draper entendió todo porque se entendió a él y por eso el abrazo que le da a Leonard, un hombre cuyo mayor sufrimiento fue haber desapercibido por la vida. Leonard es una víctima de los 60, y nadie sabe más de su pesar que su victimario.

Esa capacidad para resumir en televisión una época y su crisis es lo que ha hecho tan grande a una serie como Mad Men y aunque va a haber otras (se sabe) por ahora este duelo se hace a veces insoportable.

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Elenco de Mad Men. Foto: El País

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