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Volar y estrellarse

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Julian Barnes

El gran escritor inglés produjo otra notable novela, autobiográfica en parte y universal en toda su dimensión.

PATRICIA Olive Kavanagh nació en Durban (Sudáfrica) en 1940, y fue conocida como "Pat" Kavanagh, una agente literaria inglesa que representó a numerosos escritores mundialmente conocidos como Ruth Rendell, William Trevor o John Irving, dentro de una larga lista en la que, sin embargo, destacan otros tres y no sólo por razones literarias.

En 1979 Pat se casa con su cliente Julian Barnes; a comienzos de los ochentas lo deja brevemente para vivir un romance con la joven escritora Jeanette Winterson (relación que ésta documentaría en su novela La pasión, 1987); y en 1995 su representado durante dos décadas y amigo personal, Martin Amis, rompe la unión laboral y amistosa depositando su carrera en manos del agente literario estadounidense Andrew Wylie, apodado "El Chacal" por las maneras aguerridas e inescrupulosas con que protege a sus autores.

El matrimonio de Kavanagh perduró hasta que ella muere el 20 de octubre de 2008 víctima de un tumor cerebral descubierto treinta y siete días antes. En el entierro, Julian Barnes (n. 1946) leyó pasajes de una singular novela que había publicado en 1984, El loro de Flaubert, y aunque no había sido la primera fue la que lo reveló como un autor a tener en cuenta. El protagonista era Geoffrey Braithwaite, un médico, fan absoluto de Gustave Flaubert (sobre quien versa gran parte del libro) y esposo devoto, que ante la muerte de su mujer daba cuenta de lo difícil que era seguir moviéndose en el mundo, aceptar que no encontraba las palabras para expresar el dolor, que la soledad no tenía la grandeza que se había imaginado, que conversar con la muerta era posible y que al cabo del tiempo se supera, pero es una superación incompleta y ruinosa. Barnes recurrió a sus propias palabras anticipatorias, pero luego guardó silencio por muchos años, o al menos no encaró literariamente la pérdida de su mujer. Hasta 2013, cuando se desprendió con Niveles de vida, una magistral obra elegíaca que tiene el rostro híbrido de un ensayo novelesco en sus dos primeras partes y de autobiografía en la última, y que sin embargo proclama desde su estructura la fluidez inevitable, implícita, de una gran novela.

Niveles de vida es un descenso a los infiernos órficos para ir a buscar lo que se sabe perdido para siempre. Y para ser un descenso en toda regla tiene que comenzar, por supuesto, desde muy alto.

ASCENSIÓN.

En el comienzo no se percibe con claridad la impresionante estructura que levanta Barnes en este libro, parece incluso errático. La pretensión de volar, lo que Barnes llama en el primer capítulo (o nivel) "el pecado de la altura", tiene por protagonistas a tres personajes del siglo XIX cuyas historias conectan entre sí alrededor de un denominador común: el globo aerostático, la forma primigenia por la que el hombre consiguió volar por medios mecánicos. Uno es Garpard-Félix Tournachon, más conocido como el gran fotógrafo francés Nadar, que viajó en globo varias veces y fotografió la tierra desde arriba. Otra es la actriz Sarah Bernhardt, a quien Nadar tomó fotos tan sencillas como formidables, y que viajó en globo hacia 1878, acompañada de uno de sus tantos amantes. Y por último el coronel Fred Burnaby, enamorado perdidamente de la Bernhardt y sólo correspondido durante unos meses, y que también viajó en globo en 1882. Nos enteramos del gran amor de Nadar por su esposa y de que muere poco después que ella (bien que ya tenía casi noventa años); de la frontalidad y volubilidad sentimental de Bernhardt, que obligada por la vida tiene incluso su época de "cortesana"; y del corazón vulnerable de Burnaby, que se casó con otra pero nunca pudo olvidarla.

Hay diversas maneras de volar y también de estrellarse, cuenta Barnes: "Vivimos a ras del suelo, en lo llano, y sin embargo aspiramos a elevarnos. Terrestres, a veces ascendemos tan alto como los dioses. Algunos se elevan por medio del arte, otros con la religión; la mayoría, con el amor. Pero al elevarnos también podemos caer en picado. (…) Cada historia de amor es en potencia una historia de aflicción. Si no al principio, más tarde. Si no para uno, para el otro. A veces para ambos". Sabemos que las historias parciales de Nadar, Bernhardt y Burnaby están al servicio de una historia subjetiva y mayor (o menor todavía, en tanto que sujeta al hoy y al cercano ayer), que es la del propio Barnes, que se va acercando a ella como descendiendo lentamente desde las alturas del globo a las simas de la aflicción, tornándola en el verdadero "lugar" de este libro, su destino manifiesto. Es decir: la caída, el sueño de Ícaro hecho trizas, el pecado de hybris castigado.

UN RELATO PURO.

Cuando Niveles de vida deja los aires y desciende es que alcanza paradójica y naturalmente su altura mayor, cuando se despoja de la habilidad de contar, de la ingeniosidad de contar (algo que caracteriza al dream team británico del que Barnes forma parte), y atraviesa lo que él mismo llama "el trópico del duelo" dejando fluir la rabia, el dolor, el egoísmo, la impotencia, la profunda tristeza, y el amor.

La tentación de los escritores de novelar o ficcionalizar o escribir sobre el dolor personal por la muerte de un ser querido es tan válida como cualquiera y ha dado páginas de distinto calibre, intensidad y honestidad (las famosas "Coplas por la muerte de su padre" de Jorge Manrique; las elegías de Lorca y Miguel Hernández a sus respectivos amigos Ignacio Sánchez Mejías y Ramón Sijé; las novelas de Isabel Allende a propósito de la muerte de su hija; las de Joan Didion en El año del pensamiento mágico y Blue Nights a raíz de la muerte de su esposo e hija; la breve y conmovedora Mi madre, in memoriam, de Richard Ford, etc. ). En ese sentido Niveles de vida es también una herida expuesta, pero abordada con la distancia del pudor. No hay golpes bajos aunque recorra tópicos: la tentación del suicidio para el que queda vivo; los viejos aniversarios compartidos (cumpleaños, fechas especiales) y los nuevos (enfermedad, muerte, entierro); el recuerdo y el recuento de las "últimas cosas". Tiene momentos de humor fino, como cuando Burnaby se cuestiona las dificultades de su relación con Bernhardt: "Es una mujer. Es francesa. Es actriz. ¿Es sincera?". O cuando Barnes cuenta que una amiga norteamericana de su esposa le aseguró que quienes fueron felices en el matrimonio y enviudan, se casan antes que los que no lo fueron, y él apunta que eso "quizá sólo es aplicable a Estados Unidos, donde el optimismo emocional es un deber constitucional".

El hallazgo de Barnes aquí, juntando —como anuncia en cada inicio de capítulo— dos cosas que nunca se habían juntado (y a veces funciona y a veces no, y a veces se trata de dos personas) trasciende lo personal ampliamente, sitúa la literatura en un nivel salvador a la manera flaubertiana, resignifica lo subjetivo al mirarlo de lejos y objetivarlo. Ahí está la pertinencia de la imagen del globo (queda anecdótica al lado de esta la novela Amor perdurable de Ian McEwan, que usaba la misma imagen allá por 1997), y por si quedaran dudas la parangona al vuelo espacial del Apolo 8, donde por primera vez el hombre vio la esfera terrestre desde fuera de ella. Eso hace Barnes elaborando la tragedia incomunicable de perder a quien amó, y es todo un gesto de humildad y grandeza que no diga su nombre ni una sola vez. Pat sólo aparece nombrada en el paratexto de la dedicatoria, igual que apareció cuando estaba viva en casi todos y después de su muerte en todos los libros de Julian Barnes, que no son pocos.

NIVELES DE VIDA, de Julian Barnes. Anagrama, 2014. Barcelona, 143 págs. Trad. de Jaime Zulaika. Distribuye Gussi.

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