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"Los uruguayos vamos a desaparecer"

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Benjamín Nahum. Dibujo de Ombú

Historiador de referencia, tras seis décadas de trabajo realiza advertencias duras pensando en las nuevas generaciones, sobre todo en las que no levantan la mirada del celular.

SE GANÓ el derecho de mirar el Uruguay en el largo plazo, algo que pocos pueden reclamar. Es, junto a José Pedro Barrán (1934-2009), un referente indiscutido de la Historia uruguaya contemporánea. Transitó un camino de riesgo, el de la escuela de los Annales francesa, esa que evita los hitos, las batallas y el bronce de los viejos relatos y propone una Historia más ciudadana en torno a la economía, la sociedad, la cultura y la educación. Tras seis décadas de trabajo produjo numerosos libros. Junto a Barrán publicó colecciones inolvidables como Historia rural del Uruguay moderno (7 volúmenes entre 1967 y 1978), o Batlle, los estancieros y el Imperio Británico (8 vols. entre 1979 y 1987).

Benjamín Nahum, que recibió el Premio Bartolomé Hidalgo a la Trayectoria (ed. 2016), acaba de publicar un nuevo libro, Encuentro con la historia. La estancia alambrada y otros artículos. Entrevistas (Banda Oriental, 2016), en realidad una iniciativa "de ayudantes mías" aclara. "Quisieron averiguar un poco más de la vida del historiador, porque la obra la conocían. En la primera parte recogieron artículos que no habían estado nunca en libro. Y yo le digo a la gente, 'no lean la primera parte, es un plomo, vayan a la segunda que es más humana'" dice riendo sobre los reportajes que cierran el volumen.

Nos recibió en el salón comunal del edificio donde reside en la calle Cebollatí, sobre la rambla de Montevideo.

LOS JÓVENES Y EL CELULAR.

—Usted describe su último libro como un texto más. Sin embargo no es un libro inocente.

—¿¡Qué quiere decir con que no es inocente!?

—Allí replantea alguna de sus tesis más conocidas, las actualiza, y lo hace para jóvenes que apenas lo conocen. Y se ha quejado, dice sentirse distanciado de esta nueva generación.

—Y si... yo voy a cumplir 80 años, y los chicos a quienes les di clase el año pasado tienen 20, 22... Están siempre con el celular en la mano. No te dan piola. Cruzan la calle mirando el celular, la avenida Gonzalo Ramírez, y es un suicidio. Nos llevó cinco años lograr que pusieran un semáforo allí, donde cruzan miles de jóvenes. Lo pedimos sin decir, claro, el verdadero motivo: que cruzaban sin mirar. Siempre cito una frase del escritor sueco Henning Mankell, en realidad sobre su personaje, el inspector Wallander. Lo ve envejecer y dice: 'Veía crecer a su alrededor una sociedad que le resultaba ajena'. Nunca imaginé que en Suecia pudiera pasar exactamente lo mismo que en Uruguay. En Facultad, por ejemplo, los jóvenes se entienden mejor con mis ayudantes, que son de 30, 40. Cuando quieren hacer una sinvergüenzada y toman textos de la computadora, yo no me doy cuenta pero mis ayudantes sí. 'Esto lo sacó de tal lado, o de tal otro'. No es que yo me aleje, es el medio el que me aleja.

—Una de las cosas más terribles que le puede ocurrir a una comunidad es que la comunicación intergeneracional se rompa. ¿No vale la pena intentarlo?

—Pero corremos en desventaja. Yo pegué una frase de Einstein en la cartelera estudiantil que decía: 'El día que se sustituya la interacción humana por la tecnología seremos una generación de idiotas'. Creo que nos acercamos a eso. Se ve en el ómnibus, en la calle. En clase no permiten el celular prendido, y eso nos va salvando, por ahora. Pero sí permiten el mate, y hay una fila esperando el mate, y si yo le pregunto a alguno que está esperando ese mate sobre lo que estamos hablando en clase, difícilmente me sepan contestar. Pero bien, pensando por las buenas, de pronto no tuvieron tiempo de desayunar y fue lo único que pudieron preparar para venir a clase.

—Es llamativo cómo esta nueva generación rechaza la política. ¿Es algo coyuntural, o está más vinculado al fracaso del batllismo como proyecto político que usted ha señalado en sus libros?

—Yo creo que hay demasiados elementos negativos en el presente de estos jóvenes como para que puedan manifestar interés por la política. Y no, no creo que vaya tan lejos su rechazo. A José Batlle y Ordóñez se lo criticó porque no patrocinó una democracia política, una vigencia abierta y clara del sufragio obligatorio, de la representación proporcional, de la vigencia de ciertos principios básicos para un proceso claramente democrático. Lo que sucede es que Batlle hizo tanto en el plano social y económico, y sobre todo en el plano humano, que yo le disculparía lo otro. Algo que los blancos no le perdonan. El Partido Nacional reclamó de forma clara la vigencia de una plena democracia política, para llegar al poder por la vía legítima. Algo que venía del siglo XIX, una larga pelea entre quienes están en el poder y no quieren irse, y quienes quieren acceder al poder sin llegar. Se dieron revoluciones, revoluciones, revoluciones... hasta que se implantan esos elementos básicos de la democracia y la cosa se tranquiliza.

—Recuerdo la idea del colegiado, que siempre tuvo buena prensa. Sin embargo, visto desde la actualidad, no era un mecanismo que ampliara ciudadanía.

Creo que era más para evitar la posibilidad de dictaduras. Fue una forma de empujar juntos, blancos y colorados, por el país modelo que quería Batlle. Sin embargo duró poco, se reveló bastante inefectivo. No es lo mismo uno decidiendo, que nueve. Washington Beltrán hizo una muy buena descripción del segundo colegiado que integró el Partido Nacional. Eran tantas las reuniones y acuerdos previos para conjuntar voluntades, que marchaban con pies de plomo. No caminaba. Eso no era un Poder Ejecutivo. A veces las decisiones deben tomarse de forma rápida, porque los problemas crecen, se agravan. En fin, siempre me pareció que era una aspiración para llegar a un gobierno más autónomo, menos personalista.

EL INMIGRANTE SORPRENDIDO.

—Volvamos a Mankell. Una de las razones de su éxito editorial es su forma impiadosa de retratar la decadencia de un Estado de Bienestar modélico como fue el sueco. Usted ha señalado en Batlle, los estancieros y el Imperio Británico que en Uruguay tenemos una democracia social que no cristalizó. Esa parálisis, ¿comenzó a principios del siglo XX?

—No creo que nazca allí. Incluso la dictadura de Terra fue vista como fuera del tono tradicional de la política uruguaya. Terra fue denostado, a pesar de haber hecho algunas obras importantes. Lo que sucede es que hasta la Segunda Guerra Mundial todo —excepto algunos períodos— fue bonanza, pues producíamos las materias primas que los países en guerra precisaban. Compraban sin preguntar el precio. Uruguay no terminó de entender eso, y se quedó mirando cómo compraban hasta la última vaca.

—Plata en caja, sin previsiones.

—Y era una forma de fortalecer al país, y también a una clase media que se fue haciendo algo conservadora, que deseaba conservar algunos factores que veía como naturales en un país como Uruguay. Me refiero a los inmigrantes. Mi padre era inmigrante, y como él miles. Venían de Italia, España, Turquía, donde se rompían el alma sin conseguir nada. Yo no tengo claro si él, de haberse quedado en Turquía, hubiese podido ir a la escuela. Cuando una cultura está basada en preceptos religiosos tan fuertes, hay que aceptarlos o irse.

—¿De dónde era él?

—De Magnesia, que es un nombre griego, pues era una de las colonias que los griegos fundaron en Asia Menor. El inmigrante que escapaba de esa situación, llegaba acá y quedaba sorprendido. La educación era gratis.

—Además le decían que tenía derecho al tiempo libre.

—Más que eso. Uno de los editoriales de Batlle defendiendo la ley de 8 horas estaba dirigido a los obreros, para convencerlos. Ellos venían de sus países donde trabajaban 16, 20 horas por día. ¿Cómo que iban trabajar sólo 8 horas? Les iba a llevar el doble de tiempo alcanzar las metas que se habían fijado. No sólo los empresarios no querían esa ley, también una parte importante de los trabajadores. En un editorial Batlle dice: "Ocho horas para trabajar, ocho horas para descansar, y ocho horas para acariciar a los hijos". Eso me dio la pauta de que era un tipo de político no habitual en el Uruguay.

—Un humanista.

—Porque yo me pregunto —algo que molesta a los blancos— por qué si Batlle se dio cuenta de la miseria urbana y buscó eliminarla, ¿acaso Saravia no veía que la gente que iba con él a morir en batalla no era también miserable? No se lo reprocho. Sólo quiero dejar en claro una diferencia de visión. Saravia peleaba por el voto, por la representación proporcional. Fenómeno. Pero no vio al desgraciado que tenía al lado, que no tenía dónde caerse muerto. Batlle intentó por unos cuantos medios moderar o limitar esa miseria. Por ejemplo un tipo de 65 años que no puede comer todos los días. Sucede que cuando tenía 20 años no trabajó, y bueno, entonces que se jorobe. El Estado batllista dice no, hay que darle de comer con una pensión a la vejez. Y eso trasládelo a otras cosas, a las escuelas para los niños, a los hospitales aunque les haya sacado el crucifijo, al divorcio por la sola voluntad de la mujer. ¿Qué? ¿Acaso se dio cuenta de lo que sufrían las mujeres? Tuvo el coraje de juntarse con una mujer y tener con ella tres hijos ilegítimos, según la sociedad. No se podía casar con ella, pues estaba casada con otro hombre que tardó en morir.

—Pero usted ha señalado que estos hitos no cayeron del cielo, que son parte de un proceso. Por ejemplo el voto femenino.

—Es probable. Él estuvo en Europa, donde percibió esa tendencia.

—Aunque en Europa tardó más.

—Claro, por supuesto. Él lo traía de antes, esa tendencia a compensar a los sectores más débiles, los viejos, las mujeres, los niños. Es parte de su formación en términos filosóficos, y de su personalidad.

SUBITE A UN UBER.

—De todas formas una de las principales críticas al igualitarismo es que tiende a matar la iniciativa individual. Cuando en realidad, la idea detrás del igualitarismo tal como la entendían los antiguos atenienses consistía también en igualar el acceso a las oportunidades para el desarrollo individual. Por ejemplo el caso de Uber, en el Uruguay de hoy. Aún con el problema del pago de impuestos, que está por resolverse y no es menor, uno ve a muchos jóvenes entusiasmadísimos trabajando en Uber, haciéndose cargo de sus riesgos, alquilando un auto o poniendo el propio. Pero muchos lo ven mal. Los condenan. Esos jóvenes defienden su derecho a la igualdad de oportunidades.

—Pienso que en ese sentido hemos ido decayendo. No sé bien por qué causas. Por eso Mujica dijo "los uruguayos somos medios haraganes". Yo lo comparto totalmente. Veo trabajar al obrero acá y me doy cuenta que este país está liquidado. Porque al ritmo que trabaja ese obrero no trabaja ningún obrero en Estados Unidos, en Europa, ni hablar en el Lejano Oriente. En el mundo un obrero calificado produce cien; acá produce treinta. Así no competimos con nadie. Absolutamente. La única que puede mantener la competencia es la vaca. Pero el hombre... no creo que tengamos futuro en ese sentido. Realmente no. El mundo se ha tecnificado mucho, y si no nos tecnificamos y elevamos la producción de lo que sea, no tenemos chance alguna. Afuera la gente se tecnifica, y además le mete esfuerzo en la producción. Acá no lo veo. Me preocupa el futuro del país.

—La cultura uruguaya parece castigar la iniciativa individual. Y si esa iniciativa resulta exitosa, peor. Por ejemplo se ve claro en los discursos de ciertas corporaciones.

—A mí los discursos no me preocupan demasiado. Sí me preocupa que no se perciba, o si se percibe se calla, que la dirigencia de ciertos sectores de la clase obrera está jugando con fuego. Yo siempre pongo el caso de ADEOM, el sindicato de los funcionarios municipales de Montevideo. Es una lacra del movimiento obrero. Creo que el movimiento sindical se compromete al tener a ADEOM en su seno, pues lo que ese sindicato busca es simplemente no trabajar y ganar cada vez más. El otro día un trabajador tuvo un ataque al corazón trabajando —algo lamentable— e hicieron un paro de cuatro días. Perciben el trabajo público como una dádiva que han recibido no se sabe bien cómo, y al menor costo de trabajo posible. Basta ver la basura de Montevideo. Siempre tienen un pretexto, no hay camiones, se rompen los camiones. ¿Se rompen solos?

—¿Esta no es una forma de suicidio colectivo?

—Por supuesto. Yo siempre digo una cosa que es medio grosera, y la digo medio en broma: yo estoy de salida, pero me preocupan mis nietos. No sé qué va a pasar con ellos cuando tengan 20, 30 o 40 años. Y me preocupa porque este país ha tenido muchos méritos en muchos campos, y sería una lástima que por esa desidia, por esa negligencia, por esa auto atribución de derechos que no tienen —porque el derecho que va contra el otro no es un derecho, es una agresión— se comprometa el futuro del país. Un índice grave, preocupante, es el descenso de los nacimientos. Los nacimientos no cubren la tasa de mortalidad de la población uruguaya. ¿Eso qué quiere decir? Que se puede hacer la cuenta matemática para saber cuándo los uruguayos vamos a desaparecer (ver proyecciones del INE o CEPAL, N. de R.). No es por capricho de una o dos personas. La gente prefiere tener pocos hijos, o no tener.

—O emigrar e irse.

—Muchas veces no lo tomamos en cuenta. Hay medio millón de uruguayos afuera. ¿Por qué?

—Por falta de oportunidades.

—Y también por motivos políticos, se dio una gran expulsión en ese sentido. Pero hay gente que ha querido volver para radicarse, y se terminaron volviendo a donde estaban. No encontraron ninguna motivación real para quedarse, a pesar de que es su país y lo extrañan.

LA IDENTIDAD PRODUCTIVA.

—¿Podemos decir que el declive del Uruguay comienza en 1916?

—Del batllismo sí.

—¿Del Uruguay no?

—No, porque contra lo que piensan los historiadores económicos, que si el PBI les baja un poco dicen "¡es una crisis bárbara!", a mí que soy historiador me gusta más el testimonio de la gente que está viviendo el proceso. Cuando la Primera Guerra Mundial vendieron hasta la última vaca, y no puedo decir que el país estuvo en una crisis, no señor. El Uruguay es un conjunto de sectores sociales, algunos tuvieron graves problemas, los obreros de Montevideo, por ejemplo, por la poca importación de productos. Como había guerra, había poca importación, y entraba muy poco dinero en la aduana. Pero a los ganaderos les fue estupendamente bien. El historiador económico no ve eso. ¡Ah!, bajó el producto bruto interno y se les produjo un descenso en no se qué cálculo logarítmico. No miran los testimonios de los ganaderos. Lo mismo pasó en la Segunda Guerra Mundial. Y también con la Guerra de Corea, del 50 al 53, donde el Uruguay se fue otra vez para arriba. Después de eso empezó el descenso. Yo creo que falló el plan de Luis Batlle para la industrialización. Éramos un país chico que no tenía la técnica ni los mercados exteriores suficientes. Entonces atendían el "mercadito" uruguayo con una industria que si no era subsidiada por el Estado, no caminaba.

—Y llegamos al día de hoy, con un Uruguay que sigue buscando su identidad productiva, pues no se conforma con ser solo ganadero. Un país donde las cosas importantes se discuten poco. En realidad... no se discute nada. Hay un escritor mexicano, Fabio Morábito, que evoca el término "trópico uruguayo". Habla de "el país triste e intelectual" que quiso ser trópico, pero no llegó.

—Penetrante el mexicano.

—De origen italiano. Lo dice en su libro También Berlín se olvida. Entonces seguimos buscando esa identidad pero sin demasiada euforia, a ritmo uruguayo. Un amigo oceanógrafo se me quejaba de su elección vocacional, decía que en este país su carrera no tenía sentido. "Un país que tuvo la proteína libre vagando por el campo no necesitó mirar al mar para conseguir el sustento".

—Claro, tiene toda la razón. Teníamos la proteína libre vagando por el campo. Entonces, ¿para qué iba a trabajar el gaucho? Le bastaba enlazar una vaca por ahí, y se acabó. Ahora, pasó mucho tiempo de eso. ¿Por qué no pudimos vencer ese concepto de la facilidad asociada al poco trabajo? Pasó un siglo y medio, y no pudimos dejar de creer que con poco trabajo igual se conseguía alimentación.

LA HORA DEL ALAMBRE.

—Hablando del gaucho, usted ha trabajado mucho sobre el alambramiento de los campos ocurrido en el siglo XIX. Un proceso paradójico que buscó proteger la propiedad mientras expulsó a la miseria a un montón de gente.

—Por la velocidad con que se hizo, se buscó antes que nada asegurar la propiedad, no mejorar la producción, ni hacer potreros o praderas. Ocurrió entre 1872 y 1882.

—Aunque había productores innovadores. ¿Qué pasó?

—Sí, sobre todo entre los estancieros extranjeros, hacendados ingleses, escoceses, o algún francés en el litoral. Fueron los que importaron animales finos para mejorar el ganado criollo, que solo daba un cuero grueso y sebo. Ellos sí empezaron a cambiar. Habían visto en Europa lo que rendía el ganado mejorado. Además Europa no aceptaba el tasajo. Entonces cuando llegan los estancieros ingleses —los Young, los Jackson, los Mac Entyre— comenzaron a producir un ganado más al gusto de lo que consumían los europeos. Pero los del litoral Este y Norte, brasileros en su mayoría, alambraron para cuidar sus tierras. En Artigas, Tacuarembó y Rivera buscaban que no les entrara más nadie, pero siguieron con la misma vaca. No tenían interés en mejorar el ganado. Para qué, si lo vendían igual.

—Es paradójico. Por un lado los estancieros ingleses, afincados aquí, lideraban la innovación. Por otro lado el capital inglés fue uno de los grandes frenos al reformismo batllista, como usted lo dejó claro junto a Barrán en Batlle, los estancieros y el Imperio Británico.

—Claro, pero eso fue responsabilidad del Estado, por la colocación de la deuda externa. Hay un par de artículos en mi último libro, Encuentro con la historia, que lo explican. No ponían grandes impuestos, los terratenientes no aceptaban una imposición fuerte sobre sus campos, y entonces, ¿qué era lo que podían gravar? La importación de artículos que consumía la clase media urbana, y también la clase obrera. Generaban ingresos importantes, pero los pagaban los sectores menos pudientes de la sociedad. Ocurría que esos ingresos por impuestos muchas veces no cubrían los gastos del Estado. No hay que olvidar que dos por tres había una revolución y tenían que hacerle frente con ejército, armas, animales. Entonces salen al exterior a buscar plata. De una dependencia solo económica pasamos a una dependencia económica y financiera. Con Barrán hicimos una cuenta: de cada cinco zafras laneras, una era para pagar al intermediario que se llevaba la lana a Europa y la vendía allá a cualquier precio. Si de cada cinco perdíamos una... era bravo para un país y para su Estado decir "tengo plata suficiente" y más cuando cada tanto se levantaba en armas fulano o zutano.

—¿De cuándo es ese cálculo de las cinco zafras?

—De fines del siglo XIX. Lo pudimos calcular porque había empresarios que hacían números, de ahí lo tomamos. Como no sabíamos nada de balances, fuimos a hablar con Faroppa, sin saber que era un gran personaje intelectual y gran persona. Le preguntamos si nos podía hacer el balance. "Sí muchachos, yo se los hago". Los publicamos en Historia rural del Uruguay moderno hablando del ganadero que solo tenía ganado criollo, o del que empezó a darse cuenta que la oveja no competía con el vacuno, porque comía otro tipo de pasto, y la trajo pensando que "por lo menos da lana". Al combinar la explotación ovina y vacuna dio un paso adelante. Y varios factores del exterior ayudaron a la expansión de la oveja. Cuando en Estados Unidos la Guerra de la Secesión liquidó la producción de algodón en 1860, 65, algodón que alimentaba la industria textil europea, entonces esas fábricas de Europa salieron al mundo a buscar una alternativa al algodón, un textil que les permitiera seguir trabajando. Lo encontraron en el Río de la Plata, en Australia y en Nueva Zelanda. Esa lana ayudó a mantener la vigencia de la explotación ganadera.

—Al mismo tiempo que la Guerra de Secesión, Uruguay participaba de la Guerra de la Triple Alianza contra Paraguay, un conflicto gigantesco, de escala similar al norteamericano. Trabajando sobre el tema el año pasado, de pronto me sorprendió un dato: que Uruguay exportaba la mitad de lo que exportaba toda la Argentina. Hoy la diferencia es mucho mayor. ¿Acaso esto no habla del fracaso de nuestro modelo productivo, y del éxito del centralismo porteño? Algo muy difícil de contestar.

—De entender y de contestar. Sí, es cierto. Lo que pasa es que Argentina es un país riquísimo, deslumbrante, que puede producir y alimentar a una cuarta parte del mundo, por lo menos.

—Creo que ellos tienen, incluso, otra cabeza, otro lugar en el mundo a la hora de producir.

—Sí, pero es un fenómeno reciente. Volviendo a lo que usted mencionó, cuando aquí vino el Presidente Roca de visita, en 1899, se quedó asombrado de la velocidad con que el Uruguay había alambrado, en diez años, las dos terceras partes de su territorio. A la Argentina eso le costó mucho más tiempo. Sí, los argentinos en aquella época corrían de atrás.

CONCIENCIA DE NACIÓN.

—Volvamos a la ausencia de identidad productiva que tiene el Uruguay.

—Más que ausencia, poca preocupación por tenerla. Ahora la cosa está cambiando un poco. El hecho de que hayan venido tantos productores de soja argentinos ha generado una transformación del agro uruguayo. Pero es algo que viene desde afuera del país. Esa revolución originada en la soja no la hicieron los estancieros uruguayos. El que lo hizo imitó a los extranjeros.

—Sabe que en los últimos años varios intelectuales extranjeros de peso, por ejemplo Cees Nooteboom, o el historiador norteamericano Thomas Whigham, me han planteado a bocajarro la siguiente pregunta: "¿Qué hacen, de qué viven, qué es el Uruguay?"

—Es una pregunta que debemos hacernos los uruguayos.

—Y que no hacemos.

—No. Dígame usted si ve alguna reacción ante el hecho que le mencioné, lo de las cifras de nacimientos y fallecimientos. ¿Alguien dijo algo? Yo no lo veo. Claro, es un problema que se va a plantear dentro de 30, 40, 50 años. Pero si somos conscientes de que ese problema está y se va a agravar, ¿por qué no hacemos nada? ¿No se puede hacer algo para superarlo? Es llamativo que eso ocurra en un país conformado, con una conciencia, que la tiene. Una conciencia de nación, orgullosa.

—En varios reportajes que le han hecho usted reitera una preocupación: "uno de mis temores es que la gente pierda la esperanza".

—Sí, porque objetivamente el surgimiento del Frente Amplio en los 70 trajo una gran ilusión de cambio con un tinte social muy marcado. Y en estos años de gobierno del Frente Amplio sucedió algo que los historiadores sabíamos: que una cosa es un programa y otra cosa es aplicarlo. Le pasó a Batlle y Ordóñez. No es fácil superar la multitud de obstáculos que se presentan, incluso sociales. Son tantas las dificultades y los asuntos pendientes que hay gente que los votó que hoy está desilusionada. Hay buenas ideas, pero enfrentadas a graves problemas. Por ejemplo en la Educación, algo de extrema importancia para el presente y para el futuro. Han hecho congresos, miles de reuniones, y no se ha producido un cambio favorable importante. Estamos hablando de la educación de las generaciones futuras. Si los preparamos mal, hipotecamos el país. Y no los preparamos para el mundo tecnificado del futuro. Súper tecnificado, además, como va a ser dentro de 20, 30 años. No digo que no haya esfuerzos valederos, pero no se ven bien los frutos. Que pruebas PISA sí, que PISA no, que estamos mejor, que estamos peor.

—Sin preguntarnos cuál es nuestro lugar en el mundo.

—El lugar en el mundo lo va a dar la gente joven que va a dirigir el país en 20 años. Esa es otra cosa ante la cual deberíamos reaccionar. El Frente Amplio debería reaccionar. Un hombre de setenta y pico de años, por más brillante y capaz que sea, no puede dirigir un país. Por la energía que hace falta, hay que romperse el alma. No lo digo tanto por Tabaré Vázquez, lo digo por Mujica que no se murió de casualidad, cada gira que hacía era una tortura.

—A veces tengo la sensación de que, atrincherados detrás de varios discursos —gobierno versus oposición, progresistas versus conservadores, izquierda versus derecha, o blancos contra frentistas contra colorados— los uruguayos nos alejamos del otro. Le colgamos el estereotipo, y comenzamos un diálogo de sordos. Es una pena, porque no creo que falte inteligencia.

—Ni inteligencia ni buenas intenciones.

—¿Coraje?

—Realmente no lo sé. Me deja muy preocupado el futuro de mis nietos. Dónde van a trabajar, a dónde irán a perfeccionarse, o si estarán a la altura del resto del mundo, algo inevitable. ¿Por qué en Shanghai sacan los mejores puntajes en las pruebas de matemática? ¿Los de acá no saben multiplicar, restar, calcular? Hace cuarenta, cincuenta años, lo sabían. Está el tema del uso de la calculadora, y eso de que saber las tablas de multiplicar es cosa de viejos... no digo que no la usen, pero es importante que sepan que el futuro no pasa por el elemento mecánico, el futuro está en la cabeza. Creo que hay una cosa muy importante que está fallando en la Educación: falta vocación. La educación nunca dio dinero. El muchacho que entra al IPA o a magisterio, si busca plata, le erró. Se hubiera hecho abogado, escribano...

—La famosa frase de Reyes Abadie: "La enseñanza en el Uruguay no es gratuita, la pagamos los profesores".

—Exacto. Un gran profesor, porque tenía vocación. Eso hoy no lo veo. Cae un chaparrón, y paro. En mi época, a no ser que uno estuviera muerto, tenía que ir a dar clase. Lo dictaba la propia conciencia. Usted sabía que a las ocho de la mañana habían ido treinta chiquilines a escuchar su clase, a aprender, a saber cómo desenvolverse en el mundo, a tomar iniciativas propias. Es decir, era una siembra. Pero para sentirlo así hace falta vocación.

—Vocación y pasión.

—Claro. Pero yo remarco la vocación porque creo que el verdadero docente es aquél que ayuda al otro a crecer, a descubrir un mundo de conocimientos, provocar su interés en ese mundo que lo va a satisfacer, lo va a formar. Pero olvídense de la plata. En la época de Varela al maestro rural le pagaban con dos gallinas por mes, siempre que existiera algún pobre peón rural al cual se le ocurriera mandar al nene a la escuela, que eran muy pocos. Pero eso era lo que pagaban. Si usted mira a lo largo del siglo XIX los presupuestos uruguayos, puede que le sobrara para la educación el 1%, o el 2% apenas. Claro, tenían que pagar la deuda externa y los costosos ejércitos. En eso se les iba el 50 o 60% del presupuesto. Poco quedaba para salud o para la educación.

—¿No ve posibilidades de cambio?

—Yo me encuentro medio pesimista. Veo gente haciendo mucho esfuerzo, pero está trabada por el corporativismo. Yo dije una vez, un poco en broma, que Marx nunca pensó que iba a existir un país donde la lucha de clases sería sustituida por la lucha de las corporaciones. Realmente lo veo, y me da lástima. Veo a los muchachos que dan clases hoy, y no los considero docentes. No es que no tengan derecho a vivir mejor y a tener un sueldo más digno. Claro que tienen derecho. Pero no a costa de sacrificar días y días en paros que al primero que perjudican es al chico. Pues esos días no los recupera más. O peor, dan el mal ejemplo, pues los chicos ven que pueden faltar al trabajo como si fuera cosa de apilar ladrillos, algo que se puede hacer hoy, mañana, pasado, da lo mismo.

—Como si esos chicos no fueran también sus hijos, los hijos de todos, el futuro.

—Eso habría que darse cuenta.

Benjamín Nahum. Dibujo de Ombú
Benjamín Nahum. Dibujo de Ombú
Benjamín Nahum. Foto Darwin Borrelli.
Benjamín Nahum. Foto Darwin Borrelli.
Aparicio Saravia. Foto Archivo El País.
Aparicio Saravia. Foto Archivo El País.
José Batlle y Ordóñez. Foto Archivo El País.
José Batlle y Ordóñez. Foto Archivo El País.
José Mujica. Foto Archivo El País.
José Mujica. Foto Archivo El País.

CON BENJAMÍN NAHUM& & László Erdélyi

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