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El tano que entendió al mundo

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Umberto Eco. Foto Cristóbal Manuel
Cristobal Manuel/NEWSCOM/SIPA

A tres meses de su desaparición, una relectura de su legado y sus aportes metodológicos. También una guía para sus mejores libros y todas sus novelas.

LA PARTIDA de Umberto Eco (1932-2016) dejó una sensación de orfandad. Es lógico. Durante siete décadas el intelectual italiano se preocupó por el hombre que buscaba entender el mundo, consciente de que le faltaban herramientas para comprender los signos a través de los cuales ese mundo se le manifestaba. Lo hizo apelando a una erudición vasta que incluyó a los clásicos griegos, a todo el pensamiento del medioevo, a la filosofía actual, a la música barroca o de vanguardia, el cómic, la arquitectura, la literatura o a la poesía en su más amplio sentido, o discutiendo fenómenos actuales como la comunicación en la era digital o WikiLeaks. Es decir, una visión que incluía pasado, presente y futuro. La de alguien que entendía el mundo.

Lo hizo en plan ciudadano con respeto a sus lectores, un optimismo contagioso y una lógica seductora. Le fascinaba contar sobre épocas antiguas —sobre todo el medioevo— donde el hombre sabía poco pero aun así se rodeaba de un sistema cerrado de conocimientos en base a alegorías, símbolos y significados que lo explicaban todo, recreando algo así como un mundo feliz. Siglos más tarde ese hombre pasó a vivir en una era voraz de conocimientos donde, paradójicamente, el temor al cambio también se manifestaba a través de sistemas rígidos de conocimiento. Eco sabía que lo peor de un mundo abierto es la incertidumbre y el desamparo, y que cualquier promesa de seguridad resulta atractiva, aunque encierre lo peor. Por eso operó para que el hombre pudiera navegar por aguas turbulentas.

Nunca dejó de explicar lo que sabía y confesar lo que no sabía. Durante siete décadas escribió ensayos, novelas, textos académicos, dictó conferencias, prologó obras, escribió artículos periodísticos, hizo radio, y realizó aportes clave para fundar una disciplina llamada Semiótica.

BUSCANDO EL CAOS.

Eco pateó el tablero con Obra abierta (1962), un libro iconoclasta, revulsivo, que no dejó a nadie indiferente. Allí desarrolló una suerte de módulo que llamó "obra abierta", esquema que venía exponiendo desde hacía algunos años en ponencias, artículos o polémicas. Dicho módulo revelaba toda su potencia en el análisis de determinadas obras de arte, sobre todo de vanguardia, como la novela Ulises (1922) de James Joyce, la música experimental de Pierre Boulez o Stockhausen, e incluso en las casas de Frank Lloyd Wright. Eran obras caracterizadas por su ambigüedad. Como ejemplo opuesto, de obras cerradas, Eco citaba al western o al teleteatro de televisión, cuyo argumento lineal y ciertos códigos de género hacían previsible no sólo el final sino cada paso de los protagonistas.

Eco pretendía, al analizar la estructura de estas manifestaciones de vanguardia, percibir la estructura del mundo. La actividad de esos artistas "al describir un objeto, de romper una secuencia temporal, de extender una mancha de color, puede contener tantas afirmaciones sobre nuestras concretas relaciones de vida como nunca se encontrarán en un cuadro conmemorativo o una novela de tesis" afirmó en Obra abierta. Estos artistas revelaban, entonces, "la crisis misma de nuestra visión del mundo", porque "un arte que trabaja disociando los hábitos psicológicos y culturales tiene siempre, y de cualquier modo, un valor progresivo".

Por ejemplo, la obra arquitectónica de Frank Lloyd Wright, esos magníficos chalets elegantes, horizontales, en diálogo armónico con los parques que los rodean, y tan opuestos a la verticalidad fría de los rascacielos, o no tan fría de las casas victorianas. Para muchos sólo eran (y siguen siendo) la manifestación cerrada, decadente, de un mundo que se terminaba, de casas para ricos que nunca podrían ser habitadas por trabajadores (esos que Mies van der Rohe metía, racionalmente, en sus edificios en altura). Pero Wright estaba preocupado por esos problemas y los dejaba en evidencia proponiendo esas formas ejemplares, esas casas perfectas para la sociedad perfecta del futuro "donde se le reconozca al hombre toda su estatura y la arquitectura le garantice la liberación de verse reducido a número", permitiéndole generar "una relación personal e inventiva con el medio ambiente que lo rodea". La obra de Wright es, para Eco, "verdaderamente abierta" por su capacidad de generar una dialéctica de choque que desnuda formas escleróticas y conservadoras del pensamiento.

Sin embargo el paradigma de obra abierta lo representa la producción artística de James Joyce, el escritor vanguardista irlandés, a la cual dedicó toda la segunda parte de Obra abierta (aunque en posteriores ediciones se publicaría como libro aparte, Las poéticas de Joyce). El Ulises, por ejemplo, una novela que propone una narración ambigua, admite múltiples interpretaciones y, por lo tanto, múltiples lecturas, aparece como ejemplo extremo y opuesto de aquel mundo medieval, nostálgico, donde el hombre tenía señales claras de dirección. Si una novela clásica admite una lectura lineal, la obra de Joyce admite infinitas lecturas diferentes. Por eso es una obra abierta. El Ulises esta dirigido al hombre común contemporáneo, ese que debe definir una nueva relación con el entorno, pero que bucea en un ambiente neblinoso donde todo le resulta ambiguo, difícil, poco claro. Con su dialéctica, su tensión abierta permanente, esta novela ilumina planteos falaces, arquetipos arcaicos o fobias propias, posicionando al lector con mejores herramientas para entender cómo pensamos y cómo actuamos. El viejo mundo se derrumba. El ejemplo extremo de esta operación devastadora fue la novela Finnegans Wake, también de Joyce, "el documento de inestabilidad formal y ambigüedad semántica más aterrador del que jamás se haya tenido noticia" advirtió.

Esta dialéctica entre lo viejo y lo nuevo, que buscaba "pudrir todo" como dicen hoy los adolescentes, generó entre sus contemporáneos italianos muchos enojos, defensas de posiciones, insultos e ironías. Era el comienzo de los 60, cuando los ecos de la Segunda Guerra no habían acabado, el orden antiguo con su rigidez y petulancia ya anunciaba los desórdenes estudiantiles revolucionarios del 68 (también rígidos y petulantes), y la política de la Guerra Fría se manifestaba a través de discursos bipolares. No era fácil pensar diferente. Un grupo de críticos destacó a Obra abierta porque instalaba una novedad metodológica para entender el mundo. Eugenio Montale le dedicó en el diario Corriere della Sera una reseña honesta y ambigua. Los cronistas del bando católico quedaron impresionados por la mera presencia de Joyce, "convencidos como estamos de que el Finnegans Wake es un fracaso artístico" escribió uno. Otros trataron a Obra abierta de abstrusa, que su interpretación del arte medieval remite a "viejos esquemas historiográficos marxistas", que destilaba "criptotomismo" o "criptomarxismo", o acusaban al autor de ser un "obstinado antimetafísico". Los reseñistas del comunismo italiano mostraron en general un franco interés, aunque cierta ambigüedad ante el protagonismo de las vanguardias. Un joven marxista francés, Louis Althusser, no cortó tan fino: acusó a Obra abierta de "labor reaccionaria y trampa neocapitalista". Eco ya había criticado a la izquierda italiana por estancarse en sus herramientas metodológicas.

Sin embargo hay una crítica en apariencia tonta que revela más. Es la de Carlo Levi en Rinascita titulada "San Babila, Babilonia". Destaca el espíritu "neocapitalista milanés" de la obra y se despacha con párrafos así: "Cómo te amo, Eco, mi eco milanés, con tus problemas, tú que quieres ser como todos los demás, mediocre, soberbio de lo mediocre (…) Cómo te amo, joven milanés, tu niebla, tu rascacielos, tu compromiso con el horario, tus problemas, tu alienación, tus espejos, tus ecos, tus laberintos. Has taladrado la tarjeta a esta hora, mientras yo estoy calentito en la cama".

SUPERHÉROES SOSPECHOSOS.

En los años 60 reinó la televisión entre los medios de alcance masivo. Esos medios fueron el vehículo para que los públicos amplios, las "masas", pasaran a ser protagonistas una vez más en la historia. Esas masas instalaron un lenguaje propio que se percibió como venido "de abajo", vulgar y mediocre. Pero, paradójicamente, "su modo de divertirse, de pensar, de imaginar, no viene de abajo: a través de las comunicaciones de masa, todo ello le viene en forma de mensajes formulados según el código de la clase hegemónica" relata Eco en la Introducción al libro Apocalípticos e integrados (1964).

Hoy, pasados más de cincuenta años, Apocalípticos… es el libro de Eco que más se ha instalado en el imaginario de los lectores. Allí describe dos arquetipos, dos formas de comportarse ante las crisis que provocan los medios masivos de comunicación: el apocalíptico y el integrado. El primero, pesimista por naturaleza, considera que "la cultura de masas es anticultura" y no es "signo de una aberración transitoria y limitada, sino que llega a constituir el signo de una caída irrecuperable". Pero no todo es un desastre. El apocalíptico deja entrever que existen "superhombres capaces de elevarse" por encima de la banalidad. Un superhombre típico de la cultura de masas es el Superman de las historietas ilustradas, un ser superdotado cuyas fabulosas posibilidades de acción son empleadas "para realizar un ideal de absoluta pasividad", pues Superman "nunca estacionará su coche en un lugar prohibido ni organizará una revolución". Todo es restauración del orden —ese que las masas, en apariencia, quieren "subvertir"— y lo hace para prevenir el advenimiento de un supuesto caos degenerado.

Entonces aparece el integrado. Es un ser optimista por naturaleza, y mucho menos ruidoso. Entiende que la televisión, los diarios, la radio, el cine, el cómic y las novelas populares son una oportunidad inmejorable para ampliar el campo de la cultura. Los ve como instrumentos que sirven para trasmitir mensajes valiosos, para sumar, aunque sea de a poquito. Desprecia los conceptos de "hombre masa" y "masa" que tanto le gustan al apocalíptico, los considera falsos, maníqueos (Eco los califica de fetiches, muletillas sin valor operativo). El integrado cree más en el individuo, en su capacidad de adaptarse a la nueva situación y sacar lo mejor de ella. Los integrados, a diferencia de los apocalípticos, rara vez teorizan. "Prefieren actuar, producir, emitir cotidianamente sus mensajes a todos los niveles". La crisis, para ellos, es una oportunidad.

Es lógico que la mayoría de los lectores se identifiquen con el integrado, evitando reconocer que alguna vez se comportaron como apocalípticos (aunque sea en un arrebato). El gran valor de Apocalípticos… está en las herramientas que propone para entender y convivir con estas crisis, como la que ha instalado hoy la revolución digital, 50 años más tarde, y que tiene, por supuesto, sus intérpretes apocalípticos e integrados, aunque en medio del ruido no siempre sea fácil identificarlos. No importa. El lector de Apocalípticos… siente que ganó herramientas para decodificar los significados falsos, las mentiras complejas que transitan, inimputables, en derredor.

El capítulo "El mito de Superman" es un buen ejemplo. Allí revela una sociedad donde las frustraciones y los complejos de inferioridad están a la orden del día, y que necesita de un superhéroe positivo capaz de "encarnar, además de todos los límites imaginables, las exigencias de potencia que el ciudadano vulgar alimenta y no puede satisfacer" (¿los Transformers serían su sustituto actual?). Es revelador también el análisis del simbolismo de la kriptonita. O el ejemplo de Suger, el cura francés del siglo XI que tradujo doctrina religiosa en imágenes, convirtiéndose así en el primer publicista del medioevo. Suger aprovechó las circunstancias para poblar de imágenes las iglesias, los vitrales y los libros y ampliar, ante un público mayormente analfabeto, las enseñanzas hegemónicas de la iglesia, hasta ese momento sólo al alcance de una elite alfabetizada. De Suger a la publicidad contemporánea hay sólo un paso, que Eco no desaprovecha. Así establece que los publicistas de la Madison Avenue de Manhattan, tan famosos en los años 60 (que la serie de televisión Mad Men recrea hoy de forma magistral) son la versión contemporánea de aquel cura medieval.

Tampoco tiene desperdicio el pequeño capítulo "El mundo de Charlie Brown" sobre la tira cómica Peanuts de Charles M. Schulz, esos personajes-niños que son "las monstruosas reducciones infantiles de todas las neurosis de un ciudadano moderno de la civilización industrial", "en ellos lo hallamos todo, Freud, la masificación, la cultura absorbida a través de varias Selecciones (del Readers Digest), la lucha frustrada por el éxito, la búsqueda de simpatías, la soledad, la reacción malvada, la aquiescencia pasiva y la protesta neurótica".

EL ORIGEN DE TODO.

Eco intuía que los signos, esos a través de los cuales el mundo se manifestaba, eran un territorio virgen. No era el primero en preocuparse. Décadas antes Saussure y Peirce habían dado los primeros pasos. El signo como tal se compone del significante (lo material del término mesa, por ejemplo) y el significado (las ideas que esa mesa provocaba en la mente del lector en términos de poder si era redonda o cuadrada). Eco sabía que el significado podía variar según el contexto o la cultura, ser múltiple o esquivo. Que para entenderlo hacía falta un complejo edificio analítico, herramientas para operar y clasificar, teoría para confeccionar modelos que interpreten ese mundo, que en realidad era el mundo.

No es casualidad que a poco de publicar Obra abierta apareciera su primer avance concreto en semiótica, La estructura ausente (1968). Intuía que aquellos experimentos artísticos de vanguardia, sea en música (Pierre Boulez, Stockhausen) o literatura (Joyce) estaban emparentados con la cultura que emanaba de la comunicación de masas, por ejemplo a través de medios impresos como el cómic, despreciados por "populares". En la raíz de toda esa comunicación había un misterio, pero llegar a él no sería fácil. Eco dedicaría décadas a esta tarea con libros como el Tratado de semiótica general (1975), Lector in fabula (1979), Semiótica y filosofía del lenguaje (1984) y Los límites de la interpretación (1990), entre otros.

A pesar de tratar materias muy áridas en términos conceptuales, su forma de narrar lleva al lector de la mano. Por ejemplo, con La estructura ausente. Allí estudia la estructura de los signos, es decir, el edificio con las diferentes ideas que un objeto dispara en la mente de un ser humano. Pero hace algo curioso: le habla al lector a lo largo de 500 páginas sobre estructura cuando el libro está titulado "La estructura ausente". Esto es típico de Eco: relatar como en un viaje de descubrimiento ("todo libro científico debe ser una especie de historia policial"). Por ejemplo, Eco compara al hombre con Dios. Para Dios todo es presencia, porque él está en todas partes, nada le es ajeno, todo le es cristalino, lo sabe todo. El hombre, por el contrario, es defectuoso, no lo sabe todo, y por lo tanto debe comunicar y pensar, elaborar un acercamiento progresivo a la realidad para conocerla. Por eso estudia la estructura subyacente de los signos. Entonces se le abre un mundo fascinante. El hombre cree tener el mundo en sus manos. Pero en un punto intuye que algo no cierra, la estructura no funciona. "En la raíz de toda comunicación posible no hay un código, sino la ausencia de toda clase de código". Es decir, se puede analizar y discutir y construir la disciplina más sólida jamás imaginada, definir métodos, elaborar teoría, pero llegará un punto en el cual todo eso no será más que un ejercicio de aproximación, una ficción. Entonces, como no hay herramientas para definir esa área oscura, innombrable, se la evoca "a través del uso poético del lenguaje", tema que ya había comenzado a elaborar en Obra abierta, y que para Eco se revela de forma revolucionaria en los experimentos poéticos del Ulises y del Finnegans Wake que permiten adentrarse en universos latentes, nunca antes explorados.

MÁQUINA DE PENSAR.

La amplitud y la diversidad de la producción de Eco es evidente, e inabarcable. Por ejemplo su novelística, que tanto ha dado que hablar. Todas, desde El nombre de la rosa (1980) hasta Número cero (2015) resultan viajes lúdicos sobre mundos secretos donde el lector nunca es engañado, sabe lo que está comprando. El nombre de la rosa conjura como pocas la presencia del hombre medieval en esta era. El péndulo de Foucault (1988) es una siniestra burla a todo el pensamiento conspirativo —no sólo el vulgar sino también el proveniente de las logias secretas— tan afecto a las analogías fáciles que intentan explicar el mundo pero que en un contexto abierto, crítico, no resisten el menor análisis. La isla del día de antes (1994), novela abigarrada como pocas, una vez superadas las primeras 100 páginas se convierte en un viaje de descubrimiento en pleno siglo XVII donde no se podía calcular la Longitud, es decir, si un marino hallaba una isla maravillosa en medio del océano y la exploraba era consciente que —al no poder fijar sus coordenadas en el mapa— volver a ella sería prácticamente imposible. O las aventuras del pícaro Baudolino (Baudolino, 2000), tan medieval y cercano en sus paradojas. O el viaje hacia la memoria perdida de una Italia no tan lejana en La misteriosa llama de la Reina Loana (2004, con mucho de Despertares de Oliver Sacks), o las paranoias de El Cementerio de Praga (2010) y sus climas conspirativos delirantes, con orgías y rituales satánicos incluidos, anunciando lo que serían las increíbles tragedias que definirían al siglo XX.

Si siete son sus novelas, difícil es cerrar una cifra para abarcar su ensayística, su trabajo periodístico o su aporte a la semiótica (a tal punto el conjunto de su obra es una "obra abierta"). Un repaso, que tendrá ausencias inevitables, no puede obviar el desarrollo del concepto de Lector Modelo en Lector in fabula (1978), donde el autor de cualquier texto debe prever un lector modelo, pero no un lector preexistente sino uno que el propio texto ayuda a construir. Tampoco reuniones de textos como El superhombre de masas, Retórica e ideología en la novela popular (1976) donde deslumbra el capítulo sobre las estructuras narrativas en Ian Fleming, el creador de James Bond. O De los espejos y otros ensayos (1985) que recoge entre otros el prólogo a una nueva edición de Homo Ludens (1938) del notable medievalista holandés Johan Huizinga con el que Eco reconoce una deuda (sobre todo con otro Huizinga, El otoño de la Edad Media), o el más reciente Construir el enemigo (2011), donde destaca el ensayo sobre los diferentes discursos de la historia que ayudaron a construir enemigos arquetípicos, o el artículo "Por qué nunca se encuentra una isla" sobre el eterno misterio de la insula perdita en la historia, la literatura y la poesía. O los divertidos Apostillas a El nombre de la rosa (1985) y Confesiones de un joven novelista (2011) que revelan al pensador apasionado, al tano del norte, cortés, fino y elegante, "uno de los grandes intelectuales europeos, de vasta cultura, que ya no quedan" comentó Hans Ulrich Gumbrecht, que lo conoció, en su reciente paso por Montevideo.

Lo mejor de él, sin embargo, es el candor que respiran sus herramientas, a pesar de los años. Por ejemplo, sus aportes a la semiótica, en esta revolucionaria era digital. Basta con analizar en un mismo plano a la televisión de los 60 con Internet y las redes sociales de la actualidad. Ambas llevan sus mensajes a públicos amplios, sin precedentes. Ahora, como en los 60, se simplifican los mensajes para conquistar a las grandes audiencias, generando equívocos, falacias o mentiras bien maquilladas. Entonces, una conciencia semiótica permitiría entender qué hay detrás de esos mensajes: "Cuando no es posible alterar las modalidades de la emisión o la forma de los mensajes, sigue siendo posible (como en una guerrilla semiótica ideal) cambiar las circunstancias para que los destinatarios seleccionen sus propios códigos de lectura". Algo nada inocente, como todo en Eco: la herramienta no sólo sirve para analizar, sino también para cambiar el mundo.

NOTA: La mayoría de los libros y las novelas de Eco se encuentran en ediciones de bolsillo, a bajo costo, publicadas por Penguin Random House.

Umberto Eco. Foto Cristóbal Manuel
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Umberto Eco en 1987
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Umberto Eco. Dibujo Sábat
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LEYENDO A UMBERTO ECOLászló Erdélyi

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