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Sordidez y locura uruguaya

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Agustín Acevedo Kanopa

Textos que se sumergen en esa oscuridad que los uruguayos rara vez se animan a nombrar.

EN LOS relatos de Agustín Acevedo Kanopa (Montevideo, 1985) la realidad es percibida a través de imágenes que sobrecogen al narrador. Seguir esas imágenes y abrirlas para ver su interior, como con una lente de aumento, es su forma de intentar entender la realidad. También es la forma que tiene el autor de narrar, con una escritura que no se atiene a un eje, que avanza a la deriva por los senderos más inesperados de la historia. Como en una investigación policial donde las pistas las constituyen, justamente, las imágenes. Los personajes bucean dentro de ellas como dentro de un sueño. O de una película que transita a través de lo que esas imágenes nos dicen. Porque somos nosotros, los lectores, quienes leemos su sentido.

Los ojos del narrador son como una cámara de cine que enfoca la escena y hace a veces un zoom sobre un detalle. Como cuando nos cuenta que de niño es llevado a vivir con un primo que pasa muchas horas sobre una azotea observando el tráfico de 18 de Julio y ve a un mosquito que se posa sobre uno de sus párpados: "No pestañeó ni le tembló la vista. Vi de cerca cómo la panza del mosquito se oscurecía y aumentaba de tamaño, como si fuese un barco recogiendo petróleo a la orilla de un lago (y el lago eran aquellos ojos azules, aquellos ojos calmos y misteriosos como un lago). El mosquito terminó de beber toda la sangre que podía y volvió a emprender vuelo, pero Isma siguió mirando hacia abajo." ("18 y Tacuarembó").

Como en el libro anterior del autor, Eucaliptus, a menudo esos enfoques cinematográficos sobre ciertos objetos o escenarios le descubren al lector la presencia ominosa de otra realidad. En su plasticidad, el sentido que irradian las imágenes es más abierto y más complejo que el de las palabras. Diáfanas y precisas, ellas impregnan la mente del lector y quedan destilando una larga onda de sentidos o revelaciones que se precipitan más allá del texto. En eso estriba buena parte del placer que causa la lectura de los cinco relatos que componen Historia de nuestros perros.

CERCA DE FELISBERTO.

El primer relato de la colección, "Todos los pájaros", tiene la densidad de una novela. No solo por su longitud, sino por contener varias líneas temáticas y motivos que se desarrollan como en una sinfonía, dándole carácter mítico y hasta metaliterario. Escrito en primera persona, el narrador es un hombre de negocios que rememora la relación que tuvo en la infancia con un padre adicto al juego, además de su propia experiencia como jugador, su formación, su fracaso sentimental y sus éxitos comerciales.

Cuando el personaje reflexiona acerca de lo que él llama "metáforas" y "máquinas", dos construcciones de su fantasía con las que experimenta mentalmente la realidad, su reflexión es también la del escritor sobre la particular forma visual de su escritura: "(...) con el tiempo he ido logrando aislar la metáfora que viene en esas imágenes y ver cómo funciona, cómo atrapar un par de serpientes y meterlas en una cámara con esos vidrios con agujeros, para tirarle cada tanto un ratoncito de alimento. La metáfora llega y comienzo a procesarla, sé que está ahí, que tiene algo material, pero he logrado construir esa pared que me impide perderme en ella. La puedo ver de izquierda a derecha, pero aíslo los movimientos y pequeños detalles, pudiendo encontrar pequeños anclajes, algunas conexiones que no solo la hacen funcionar por sí sola, sino que a veces la mezclan con otras metáforas, otras máquinas que se van encastrando entre sí y que van formando una larga caravana que circula muy lenta, como empujada por elefantes".

Ciertos objetos y rituales aparecen de forma recurrente en la vida de los protagonistas, lo que lleva a pensar a veces en los cuentos de Felisberto Hernández. Pero lo que en Felisberto constituyen motivos misteriosos y obsesivos alrededor de los cuales la narración se teje, en Acevedo Kanopa es parte del discurso interior del narrador o de los personajes. Patricia, la terapeuta de "Acapulco", recuerda un período de su infancia en que al salir de la escuela debía esperar a su madre en la casa de una vecina. La mujer, que sufría de jaquecas y se encerraba a oscuras en su dormitorio, aparecía cada tanto a los gritos y la acusaba de hacer ruido aunque ella no hubiera hecho nada. Durante las tres horas en que debía permanecer en la sala recargada de los más diversos adornos de la vecina, Patricia había inventado un ritual que llamaba "El picnic". Consistía en sacar el mantel de una mesa, extenderlo sobre el piso y sentarse en su centro, en completo silencio, rodeada de algunos de aquellos objetos. La niña, que no podía tocar ni jugar con los adornos, permanecía observándolos durante horas con las piernas cruzadas. Al otro día los ordenaba de otra manera sobre el mantel y observaba los nuevos detalles que los cambios de posición le revelaban, pero también las distintas secuencias que se formaban entre ellos como si fueran el lenguaje de historias estáticas. Cuando se acercaba la hora en que vendría su madre, volvía a colocar las cosas en su lugar y se sentaba a esperarla.

El foco de la narración está puesto en el juego, pero el ritual del juego es como la cima de un iceberg. El narrador se extiende en la descripción del ritual y apenas nos brinda información sobre el contexto. Sin embargo, lo que convierte al ritual en algo cargado de sentido es la presión de ese contexto bajo la superficie.

También en "Acapulco" hay una descripción de Ciudad de la Costa ("una ciudad armada a retazos, a la medida de los sueños de cada uno de sus habitantes") que configura una alegoría, no solamente de la construcción física llamada Uruguay, sino también del ser nacional. El nombre del relato corresponde a una casa de salud en donde un hijo ha instalado a su padre que padece un tipo de demencia. Como en un juego de círculos concéntricos, un nombre glamoroso (en la imaginería popular) enclavado en un sitio de nombres glamorosos y realidades rotas, algo que prefigura el caótico deseo de luz y redención de personajes maniatados en su propia oscuridad.

LA MIRADA OTRA.

Hay una sorprendente paradoja en la escritura de Acevedo Kanopa. Al mismo tiempo que es capaz de crear imágenes de una soberbia definición poética, por momentos su relación con el lenguaje escrito se parece a una caótica pelea callejera en donde las palabras son pateadas y arañadas sin ninguna elegancia. Pero —cabe pensar por un instante en lo que escribía Piglia sobre Roberto Arlt— la suya es una escritura que aprieta la garganta a la vez que fascina, por la lucidez de sus revelaciones. Lo que en ella nos seduce no es lo más luminoso sino lo más oscuro: historias que fluyen a lo largo de los túneles de una sordidez y una locura que los uruguayos rara vez nombramos porque es la que compone e infecta de forma cotidiana nuestras vidas, la otra cara criolla de nuestra humanidad. Que la materia del relato sea esa y no su objeto le produce al lector una suerte de deslizamiento por un terreno conocido, lubricado por aquello que ha impregnado de manera insidiosa, y por costumbre, la intimidad de su comunidad. Pero lo que lo agarra de la médula espinal y lo mantiene atado a estos relatos es la mirada otra, la cámara que enfoca desde afuera, palmo a palmo, a través de la escritura, la conocida oscuridad bajo una luz desconocida.

HISTORIA DE NUESTROS PERROS, de Agustín Acevedo Kanopa. Estuario, 2016. Montevideo, 180 págs.

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