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Una Sinfonía bajo las bombas

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El asedio de Leningrado por los nazis y la música que se negaba a morir, alcanzan estatura épica gracias al historiador Brian Moynahan y al novelista Julian Barnes. En el medio destaca la figura polémica del compositor soviético Dmitri Shostakóvich.

LA MÚSICA y el poder dibujaron en el compositor ruso Dmitri Shostakóvich una intriga moral que acerca los problemas del arte bajo los regímenes totalitarios. ¿Fue Shostakóvich un hombre de Stalin o un disidente solapado? ¿Salvó su obra con astucia o la sometió? Dos libros de autores ingleses vuelven a indagar su vida: la investigación de Brian Moynahan sobre la Séptima Sinfonía y el sitio de Leningrado durante la Segunda Guerra, y el retrato novelado de la vida del músico en el último libro de Julian Barnes.

ARTE Y PODER

Músico precoz, nacido en una familia intelectual de Leningrado, en 1906, Dmitri Shostakóvich tuvo una carrera sinuosa que lo condujo a brillar como uno de los grandes genios de la música del siglo XX mientras padecía penalizaciones bajo el régimen soviético, finalmente superadas al asumir cargos de representación, ingresar al Partido Comunista en 1960 y convertirse en miembro del Soviet Supremo con honores que lo acompañaron hasta su muerte, el 9 de agosto de 1975. Si su caso regresa como problema es por la opacidad con que eludió la suerte de miles de artistas y ciudadanos soviéticos en los campos de concentración y los paredones de fusilamiento, pese a haber sido declarado enemigo del pueblo y algunas de sus obras prohibidas hasta la llegada al poder de Leonid Brézhnev. ¿Supo mentir?, ¿y a qué precio? El tema se discute desde hace décadas, especialmente a partir de un libro de Solomon Volkov publicado en Estados Unidos en 1979 bajo el título Testimonio: Las memorias de Dmitri Shostakóvich, que supuestamente le dictó el compositor en sus últimos años y lo revela como un disidente oculto. El libro no demoró en ser denunciado por fraude —uno de los reparos es que si se protegió de las amenazas del poder durante toda su vida, difícilmente se haya confesado con un periodista que apenas conocía—, y desde entonces los especialistas debaten la ubicación de Shostakóvich frente al estalinismo.

Brian Moynahan centra su trama en la invasión nazi a la URSS, con una portentosa investigación que sin abandonar los tonos del ensayo alcanza una notable intensidad épica alrededor de la Séptima Sinfonía de Shostakóvich, compuesta en homenaje a Leningrado mientras la ciudad conocía la devastación. El escenario bélico y político gana protagonismo en este retrato descarnado del padecimiento ruso y del valor de la música cuando todos los demás recursos se han convertido en escombros.

La vieja San Petersburgo, fundada por el zar Pedro el Grande, con sus palacios imperiales, teatros y salas de concierto, y una población de más de tres millones de habitantes, resistió durante más de dos años el asedio de los nazis que la bombardearon a diario por aire y tierra, y prácticamente la aislaron del resto de la Unión Soviética. A poco de iniciada la invasión, en junio de 1941, el cerco diseñado por los alemanes apenas permitió a los soviéticos abastecerla a cuentagotas por el inmenso Lago Ladoga, en barcazas durante el verano y en camiones sobre las aguas congeladas del invierno, bajo los continuos bombardeos de la Luftwaffe. Hitler ya había declarado que Leningrado "debía desaparecer de la faz de la tierra. Y Moscú también". Pero a la guerra de exterminio se sumaba la policía secreta de Stalin, que no dejaba de cobrarse la vida de supuestos disidentes y hasta la de los pesimistas, de modo que un doble nudo agobiaba a la población.

Poco después de iniciado el sitio, las tarjetas de racionamiento con una cuota preferente para los soldados, seguida en cantidades descendentes para los trabajadores en las fábricas, los ciudadanos y los niños, se volvieron exiguas, y miles de civiles comenzaron a morir. Gran parte del esfuerzo de la ciudad se volcó a sostener el orgullo y la moral entre las bombas cotidianas. Conectada a los parlantes en las calles, la radio transmitía programas de música, bandas improvisadas llevaban canciones al frente de lucha para alentar a los soldados y a mediados de setiembre Shostakóvich dio el primer concierto bajo el sitio en la Sala Filarmónica de Leningrado, entre dos bombardeos. Estaba integrado al cuerpo de bomberos, de modo que cubría turnos en los techos de la ciudad para combatir los incendios mientras también en las alturas un grupo de gimnastas camuflaba las cúpulas de los palacios y los monumentos principales para evitar que los aviones los identificaran.

Dmitri Shostakóvich tenía entonces treinta y cinco años, una esposa y dos hijos, y había hecho una brillante carrera como compositor, no exenta de problemas con el régimen, desde que Stalin —aficionado a la música— asistió a la representación de su ópera Lady Macbeth de Mtsensk y la detestó, lo que motivó una crítica condenatoria en Pravda. Por carente de optimismo socialista, acusaron de decadente y formalista su Cuarta Sinfonía, y le negaron su estreno. Más tarde Shostakóvich recuperó la confianza oficial con una Quinta Sinfonía que retomaba danzas folclóricas y cumplía con el gusto del partido. La consigna entonces era que el arte no pertenecía al arte sino al pueblo, y Shostakóvich adoptó una actitud de reserva y opacidad que dio origen a las discusiones sobre su adhesión ideológica. Brian Moynahan sospecha que el libro de Solomon Volkov falsea la confesión, pero sobre actitudes verosímiles, y su retrato es el de un hombre que eligió sobrevivir, desinteresado en otra cosa que su música. En plena guerra, no era sencillo, y cuando la situación se hizo insostenible, Shostakóvich fue evacuado con su mujer y sus dos hijos rumbo a Kúibyshev, en la Siberia. Había demostrado un fuerte compromiso con la defensa y las autoridades lo protegieron, cuando ya anunciaba que trabajaba en una Séptima Sinfonía destinada a enaltecer el espíritu de Leningrado. Mientras trabajaba en los dos últimos movimientos, la situación en la ciudad no hizo más que empeorar bajo uno de los inviernos más crudos de los que se recordaban, con temperaturas de 35 grados bajo cero. La falta de calefacción y electricidad, y sobre todo de alimentos, llevó a los habitantes de Leningrado a una hambruna masiva que provocó la muerte de cientos de miles de personas y en los meses más duros superó los cien mil cadáveres al mes, sin contar a los soldados masacrados en las trincheras sobre el río Nevá, entre los que se salvó, gravemente herido, el padre de Vladímir Putin.

Los que pudieron cambiaron porcelanas y joyas en el mercado negro, proliferaron los robos en los almacenes, las denuncias intencionadas para quedarse con las tarjetas de racionamiento de los "derrotistas" o "colaboradores con los nazis". La gente cazaba ratas y se las comía, y cuando las ratas se desplazaron a las trincheras, destazaron los libros y arrancaron los empapelados de las paredes para comerse los pegamentos, consumieron caseína y el aceite de linaza, rico en ácidos grasos, de los estudios de los pintores, buscaron calorías en la glicerina de los jabones, las pastas dentífricas, las cremas, los jarabes, y finalmente comieron carne humana. La gente se desmayaba en las calles y quedaba congelada mientras en los parlantes sonaba la letanía del compás de tiempo que emitía la radio, ya sin personal para organizar una programación, con el propósito de imitar el bombeo del corazón y mostrar que la ciudad seguía viva. Pero morían miles cada día y cuando llegó el deshielo se comprobó que muchos cadáveres habían sido seccionados. La policía perseguía a los antropófagos, entre los que se identificó a una mayoría significativa de mujeres. Una anciana fue detenida en un cementerio con una bolsa llena de carne de niños y cuenta Moynahan el caso de una mujer que dio a comer a sus hijos la carne de su marido muerto el día anterior.

El régimen prohibía hablar del hambre. Se instituyó el genérico de distrofia alimenticia para nombrar las causas de los desmayos, las muertes y la inanición. Y aun así, los teatros se colmaban de público cada vez que conseguían reunir una orquesta con músicos que no se desmayaran. Tocaban sin iluminación, con gorros y guantes cortados en cada dedo de las manos para evitar que se les congelaran, y nada que pueda decirse sobre el sentido de la música o su necesidad es más categórico que la concentración de esos hambrientos alrededor de unos músicos famélicos con un resto de fuerzas para hacer sonar a Tchaikovski, el otrora denigrado Tchaikovski pero entonces jerarquizado por el patético sonido de las bombas que les caían alrededor.

LA SINFONÍA

Apartado de su madre, su hermana, familiares y amigos que permanecieron en Leningrado, finalmente Shostakóvich terminó su Séptima Sinfonía y la dedicó "a nuestra lucha contra el fascismo. A nuestra inminente victoria sobre el enemigo. A Leningrado, mi ciudad natal". La estrenó con 109 músicos en la ciudad de Kúibyshev el 5 de marzo de 1942 y fue retransmitida por la radio en toda Rusia. Los 80 minutos de la sinfonía, divididos en cuatro movimientos —Allegretto, Moderato (poco allegretto), Adagio y Allegro non troppo—, alternaban secuencias melancólicas y marciales con claras alusiones a la invasión, ya subrayadas por los subtítulos: "Guerra", "Memorias", "Los grandes espacios de mi patria" y "Victoria". La apoteosis de los aplausos detrás de los estridentes compases del último movimiento se prolongó el 29 de marzo, cuando fue interpretada en Moscú en medio de una alarma de bombardeo que no movió a los espectadores de sus asientos. De inmediato fue asociada a la Obertura 1812 de Tchaikovski, solo que la Obertura había sido escrita setenta años después de la invasión de Napoleón, en 1880, y la sinfonía de Shostakóvich en medio de la guerra para anunciar un triunfo no consumado sobre los nazis.

La leyenda de la sinfonía no tardó en llegar a Londres y Estados Unidos. Se hicieron copias microfilmadas de la partitura en película de 35 mm que viajó en avión a Teherán, de allí en un camión británico hasta Iraq y El Cairo, luego en avión a Gibraltar y de ahí a Cornwall, Inglaterra. Se estrenó con gran éxito en Londres y muchas ciudades de los Estados Unidos, con grandes elogios a la resistencia de los soviéticos. La épica sinfónica borraba las acusaciones que pesaban sobre Stalin y las fotos de Shostakóvich vestido de bombero en los techos de Leningrado ocuparon las más prestigiosas revistas, pero la ciudad seguía sin acceder a una copia de la partitura que le estaba dedicada y sólo había podido oírla por las precarias ondas hertzianas. Cuando finalmente la partitura llegó a Leningrado, el director de la Orquesta del Comité de la Radio, Karl Eliasberg, creyó que nunca podrían tocarla. Había perdido a la mitad de su orquesta y él mismo se mantenía vivo gracias a que le habían concedido raciones especiales de comida. Pero el partido comenzó a juntar a los músicos que quedaban en la ciudad y en las trincheras, y a trasladarlos a un hotel para alimentarlos con raciones de comida. El percusionista fue rescatado de un depósito de cadáveres cuando alguien advirtió que todavía movía una mano, el primer trompetista provenía de una banda de jazz y fue reclutado en las trincheras; muchos se desmayaban en medio de los ensayos. Rechazaban una composición que les exigía una destreza superior a sus fuerzas, pero los liberaron del trabajo en los huertos, les prohibieron salir de la ciudad, y finalmente Eliasberg pudo anunciar el estreno de la sinfonía para el 9 de agosto de 1942.

El regreso de la electricidad había permitido que volvieran a operar los tranvías, pero las bombas de la artillería alemana buscaban especialmente las paradas de transporte. Se dispuso que los cañones rusos mantuvieran un feroz fuego de contrabatería sobre las líneas alemanas para evitar los bombardeos durante la interpretación en la Sala Filarmónica de la ciudad, y a las seis de la tarde Eliasberg se presentó en el escenario frente a un público que abarrotaba la sala y se prolongaba por las puertas abiertas hacia la multitud reunida en la plaza. "Camaradas —dijo—, este es un gran acontecimiento en la vida cultural de nuestra ciudad… La interpretación de la Séptima en la propia ciudad sitiada es el resultado del invencible espíritu patriótico de los leningradenses. De su fuerza, su fe en la victoria, su voluntad de luchar hasta la última gota de su sangre, y de lograr la victoria sobre los enemigos. Escuchad, camaradas".

Los intérpretes y el público compartían la piel apergaminada y los pómulos prominentes de una agonía terminal. La interpretación no fue más brillante que la de Moscú, Londres o Nueva York, bajo una luz tenue y el eco de los cañones rusos. Cuando la sinfonía se acercaba al final varios músicos empezaron a desfallecer y los que permanecían sentados se pusieron de pie para darles ánimo. Al terminar, después de un breve silencio, comenzó una larga ovación que se adueñó de la plaza en medio de los llantos. Empezaron a caer bombas alemanas, pero la gente no se movió. Podría creerse que todavía sigue reunida para que la historia los recuerde cuando se hable del sentido de la música.

EL VALOR DE LA COBARDÍA

Presentada como una novela, El ruido del tiempo de Julian Barnes es en realidad un retrato biográfico que se toma libertades imaginativas para recrear distintos episodios en la vida de Shostakóvich, basado en dos fuentes principales: la biografía de Elizabeth Wilson, Shostakóvich: A Life Remembered (1994), y el mencionado libro de Volkov. No es la primera vez que Barnes muestra inclinación por la música —dos relatos de La mesa limón (2004) se vinculan al género, "Vigencia" y "El silencio"—, y sin duda ha encontrado en Shostakóvich una nueva oportunidad para rechazar las brutalidades cometidas por el estalinismo contra el arte y las libertades individuales. Su retrato se estructura en tres momentos esenciales: en 1936, cuando el compositor aguardaba por las noches en el rellano de la escalera que la policía lo fuese a detener, luego de que Stalin repudiara la ópera Lady Macbeth de Mtsensk; en 1949, al regreso de un viaje a Nueva York como parte de la delegación soviética al Congreso Cultural y Científico para la Paz Mundial, y en 1960, cuando lo forzaron a asumir la presidencia de la Unión de Compositores de la Federación Rusa y a afiliarse formalmente al Partido Comunista. Pero Barnes utiliza esos cortes como disparadores hacia otras etapas del compositor, episodios de su niñez y de su juventud, sus tres matrimonios, con especial énfasis en el tormento por no acompañar la muerte o el destierro de sus colegas. Curiosamente, apenas dedica una alusión pasajera al sitio de Leningrado y la Séptima Sinfonía, y nunca menciona su protagonismo en los techos de la ciudad durante los bombardeos. Prefiere resaltar la figura de un hombre que ha querido esconderse del poder ejerciendo representaciones públicas con indiferencia, al extremo de leer los discursos que le ponían en las manos y repudiaban lo que amaba. En la versión más patética, el rechazo público a Stravinski, exiliado en Estados Unidos desde 1939, cuando lo admiraba desde su juventud.

El tema de Barnes es la cobardía, que legitima por la necesidad de sobrevivir en una época oprobiosa con giros retóricos que buscan dotarla de cierta dignidad, sus reclamos de conciencia, sus acusaciones y disculpas frente a un poder omnímodo que amputaba las libertades. Son los dos pivotes de un texto de reducida eficacia narrativa que apenas salva los límites del comentario y la condena ideológica con recreaciones del asedio a Shostakóvich en interrogatorios y conversaciones tendientes a presionarlo. El acercamiento de Barnes es mayormente descriptivo y finalmente ajeno al vigor de la novela para ofrecer la ilusión de la vida y sus emociones. Lo curioso es que delante de la materia viva, no entre en ella, renuncie a los recursos de la ficción y se limite a glosar profesionalmente la información que ha leído.

EL VALOR DE LA PALABRA

El caso Shostakóvich ha vuelto a traer el impiadoso recuerdo de la guerra y el Gulag, y el dilema ético que todo creador asume frente al poder despótico, pero también un retrato de la maquinaria de la represión y sus misteriosos procedimientos. Estos dos libros se suman a la prolífica bibliografía que desde la apertura de los archivos de la KGB en los años 90 exhibe la insistencia de los interrogadores en arrancar confesiones falsas mediante torturas. Una demanda de otro orden que la eficacia, dado que las víctimas ya estaban condenadas a morir. Reclamaban la palabra, la constancia de que la conspiración o el crimen había sido cometido, si no por los hechos, por su declaración.

Si el terror nazi fue de exterminio, el soviético fue burocrático. Dónde se asentaba esa pretensión, qué la motivaba, por qué el poder que disponía a su capricho de las personas y sus cuerpos necesitaba que las víctimas afirmaran lo que no habían hecho, son preguntas que colocan el valor de la palabra en el más oscuro de sus estatutos. Refleja la violencia de una época, pero también una frontera humana. Mientras no se esclarece, la imagen de Shostakóvich leyendo condenas en las que no creía, supuestamente para salvar su vida y su obra, dibuja una paradoja. En la superficie pública, la negación de la palabra, y en la intimidad de los centros de tortura, su más ominosa jerarquía.

LENINGRADO. Asedio y sinfonía, de Brian Moynahan. Galaxia Gutenberg, 2015. Barcelona. 540 págs. Distribuye Pomaire.

EL RUIDO DEL TIEMPO, de Julian Barnes. Anagrama, 2016. Barcelona, 199 págs. Distribuye Gussi.

Dmitri Shostakóvich y Josef Stalin. Dibujo de Ombú
Dmitri Shostakóvich y Josef Stalin. Dibujo de Ombú
Los compositores Serguéi Prokófiev, Dmitri Shostakóvich y Aram Jachaturián.
Los compositores Serguéi Prokófiev, Dmitri Shostakóvich y Aram Jachaturián.
Shostakóvich como bombero en Leningrado durante el asedio Nazi.
Shostakóvich como bombero en Leningrado durante el asedio Nazi.

EL MISTERIO SHOSTAKÓVICHCarlos María Domínguez

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