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¿Qué chancho?

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Heladería Coppelia, La Habana

El reconocido traductor de literatura latinoamericana Nick Caistor recuerda sus épocas de corresponsal de la BBC en Cuba cuando un periodista siempre era sospechoso.

LA PRIMERA vez que me arrestó la policía cubana fue hace casi 30 años. Estaba en la prisión Los Cocos, a media hora en auto de La Habana, hablando a través de una pared con pacientes de Sida encerrados por las autoridades. En aquel momento a los cubanos les hacían el examen de Sida en el trabajo, y aquellos que mostraban síntomas eran encerrados en esta prisión-hospital, sin visitas de amigos o familiares.

Los soldados que retornaban de las campañas en Angola y Etiopía eran culpados por ese brote de Sida en Cuba. Pocos días antes de mi intento de entrevistar a los pacientes de Los Cocos, estuve en un desfile en las afueras de La Habana donde el comandante en jefe Fidel Castro daba la bienvenida a las mujeres y hombres combatientes y otorgaba medallas. Fue lo más cerca que estuve de El Comandante. Él y su entorno pasaron junto a mí camino a los soldados, y puedo jurar que la energía que irradiaba el gran hombre (era grande y fuerte, hijo de un inmigrante de Galicia) estaba destinada solo a mí. Y otra vez, mis intentos por entrevistar a algunos soldados fueron frenados; me alejaron.

Yo había vivido y trabajado en muchos países latinoamericanos antes de esto. En Argentina sufrí la dictadura militar luego de marzo 1976. Fui testigo directo de las crueles guerras civiles de El Salvador y Guatemala, y los intentos por consolidar un gobierno revolucionario de izquierda en Nicaragua. Pero la sensación que tuve en la Cuba de Castro fue muy diferente. En otros países los opresores eran obvios: las fuerzas de seguridad cometían atrocidades en nombre del Estado que la mayoría de la población rechazaba. Pero en Cuba de la segunda mitad de los 80, el sistema, su represión y sus logros estaban por completo arraigados en la población. Sin escape aparente: algunos apoyaban con el corazón a Fidel mientras culpaban a otros por la escasez, falta de vivienda y las restricciones en su vida diaria. Otros lo sobrellevaban malhumorados lo mejor que podían, o simplemente mentían porque era la única forma de seguir.

En esa visita, en los edificios casi abandonados del centro de La Habana, una vez sentí clarito el chillido de un chancho que venía de una de las casas en ruinas. Le pregunté al dueño, que estaba parado en la puerta, que hacía allí un chancho. "¿Chancho? ¿Qué chancho? No hay ningún chancho". Había por supuesto regulaciones del gobierno que impedían tener animales de granja en los edificios de la ciudad. Ese "¿Chancho?, ¿qué chancho?" se convirtió, a partir de allí, en un latiguillo siempre presente en mi cabeza cada vez que entrevistaba cubanos como periodista de la BBC. Todos juraban que la versión que estaban dando era la completa verdad, sin importar la evidencia que mis ojos u oídos recogían.

Ese día yo iba camino a conversar con un obispo en La Habana, porque había cierto deshielo en las relaciones entre el gobierno de Castro y la Iglesia Católica dentro de la isla. Lo que me dijo fue por supuesto cauto y diplomático (¿qué chancho?), pero quedé impactado cuando contó que en las recientes conversaciones con el gobierno, los miembros de la delegación gubernamental habían ido todos a colegios jesuitas (como Fidel y su hermano Raúl, que de hecho fue expulsado de uno), mientras que los representantes del clero habían crecido todos bajo el régimen comunista.

Hasta qué punto el comunismo borró creencias, sobre todo en latinoamérica, se me reveló en una conversación con una joven pareja que disfrutaba de un helado en la famosa heladería al aire libre Coppelia, en el centro de La Habana. Mostraron sincera curiosidad ante mí, un extranjero, pues sabían muy poco de lo que ocurría fuera de Cuba. Era diciembre, y cuando les pregunté qué pasaba en Navidad en Cuba, quedaron en blanco. Nunca habían escuchado de la celebración, ni tenían idea de qué significaba. En el transcurso de una generación las tradiciones católicas habían sido borradas.

Los escritores que entrevisté también tenían esa mirada limitada. Para publicar debían pertenecer a la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba. Su trabajo era muy revisado por este cuerpo y por el Ministerio de Cultura. El gran error que los editores del Estado cometieron fue pagarle a los escritores por el número de palabras que escribían. Un escritor de thrillers me contó que tenía una gran idea: su detective se trasladaría a Nueva York tras la pista de un asesino, y luego de buscar en toda la guía telefónica impresa descubriría que el apellido del asesino era Zwycki.

Muchos de los más talentosos escritores ya abandonaron la isla, y la gran novela de la revolución aún no ha sido escrita. Fue memorable Guillermo Cabrera Infante escribiendo sobre los años antes de Castro en la novela Tres tristes tigres (1988). La confusión de la inmediata pos-revolución fue gráficamente ilustrada en el film Memorias del subdesarrollo (dir. Tomás Gutiérrez Alea, 1968) sobre novela de Edmundo Desnoes. A su vez Reinaldo Arenas escribió un relato desgarrador del trato a los homosexuales en Antes que anochezca (1992), pero hay poca evidencia de humor negro y sátira en la literatura que se produce en Cuba como sí se filtró desde los países europeos del Este.

Luego del retiro de Fidel Castro en 2006 poco pareció cambiar, aunque más personas fueron autorizadas a trabajar de forma independiente en varios rubros. En otro viaje periodístico que hice al oeste de la isla me sorprendió una pequeña choza de madera en lo alto de una colina. De cerca descubrí que era una peluquería atendida por un hombre. Una pizarra colgando decía: cortes a 4 pesos para hombres, 3 para niños. El peluquero parecía lleno de clientes; pensé que podía ser una buena persona para entrevistar. Para cuando quedó libre y se disponía a hablar, apareció un auto de la policía. Me llevaron a la estación local, mientras mi historia y acreditación eran verificados. El único cambio que noté fue que los tres o cuatro aburridos policías estaban mirando un partido del Arsenal en un parpadeante televisor color.

Un par de años antes, mientras entrevistaba escritores cubanos a pedido del Pen Club International, pude al final visitar la Feria del Libro de La Habana. Este es el momento del año en que los cubanos tienen oportunidad de comprar libros. Por eso está siempre llena, y en una de las aglomeraciones le robaron el bolso a mi esposa. Fuimos a dar el parte a la policía de la feria. Nos explicaron que no podían asumir la responsabilidad, pero nos llevaron a la estación local. Allí tampoco parecían contentos de vernos, y nos enviaron a una estación más grande en las afueras. Hicimos la declaración, estuvimos sentados por horas, tipearon a máquina los informes de manera laboriosa, sellaron y nos dieron copia.

El primer policía que nos llevó nos devolvió a la feria. Liberado de responsabilidades se mostró más amigable. No tengan muchas expectativas respecto al robo, nos confió; los robos a extranjeros no se persiguen, para no estropear las estadísticas sobre el crimen.

¿Chancho?, ¿qué chancho?

NOTA:Nick Caistor es traductor y periodista. Tradujo al inglés a Onetti, Aira, Fogwill, Napoleón Baccino, Arlt y Carlos María Domínguez, entre otros, lo que le mereció prestigiosos premios. El artículo fue publicado en el suplemento literario del Times de Londres, el TLS. Traducido por László Erdélyi con autorización del autor y del TLS.

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