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"Pude ser pobre sin cargo de conciencia"

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Fernando Cabrera. Dibujo de Ombú

Tras afirmar haber dado 5.700 entrevistas en 40 años, aceptó dar la No. 5.701 ante un cronista que, como un sabueso intransigente, hincó el diente en varios de los mitos que lo rodean.

HA RECORRIDO un largo camino. A fuerza de pasar años y años componiendo canciones con honestidad y trabajo, Fernando Cabrera (Montevideo, 1956) logró un reconocimiento sólido, capaz de atravesar épocas, modas y generaciones. Y él lo sabe. No es que presuma de ello, es más bien el convencimiento del que conoce todo lo que costó: habla con la tranquilidad y la contundencia del que tiene algo para decir.

—Uno ve a la distancia y entiende cosas que antes no entendía. ¿Qué captás hoy de tu obra que antes era solo intuición, o impulso?

—En ese aspecto no cambió nada. Lo que hago hoy sigue siendo fruto del impulso, es muy poco racional. Las canciones que puedo componer hoy surgen del mismo lugar que la primera que compuse a los 16 años. Cambia la canción, pero la fuente de donde vienen los procesos —que son muy difíciles de describir— es la misma que cuando era aficionado. Y ni siquiera soñaba con ser músico profesional, subir a un escenario o grabar discos. Era un muchacho adolescente que escuchaba música y tocaba la guitarra, con sus amigos, en un campamento, en los cumpleaños. Esa persona es la misma. No me modificó el profesionalismo, ni los avatares a lo largo de 40 años.

—Pero más allá de eso podés mirar para atrás, con perspectiva y experiencia, y entender mejor qué es lo que sacaste para afueraen tu primer disco hace tantos años.

—Lo que pasa es que yo veo mi primer disco y veo canciones que haría hoy, sólo que no las puedo hacer porque ya las hice. No veo algo remoto, de alguien que ya no soy yo. Me asombra, porque pienso 'caramba, a los 17 o 18 años, por alguna misteriosa causa que desconozco, ya era el mismo compositor que soy hoy'. O sea, no me modifiqué. A pesar de la experiencia, de la práctica, del estudio, de todo lo que pasó después. Si pudiera, hoy haría mis tres o cuatro primeras canciones, que son una que se llama “Vidalita fea”, otra que se llama “Paso Molino”, “Agua”, “María Elena”, “El loco”. Si no las hubiera hecho en aquel entonces, en el año 76, 77, las haría hoy.

—Hay toda una galería de personajes bien tuyos en esas canciones: niños, adolescentes de barrio, vecinos, perdedores, tipos eufóricos porque conquistaron un amor. ¿Qué tan cerca estás de tus personajes?

—Te agradezco que percibas los personajes de mis canciones. Porque en las 5.700 entrevistas que me hicieron en cuarenta años la pregunta siempre es al revés: 'Ah, vos en tus canciones le escribís al barrio, a la ciudad'. Como si fueran postales pintoresquistas. Nunca nadie percibe lo que acabás de decir, que mis canciones tienen personajes, cuentan historias, están ubicadas en una esquina, una calle o una plaza. Como algo escenográfico. Mis canciones hablan de niños, de muchachos, de adultos que perdieron, de adultos que ganaron. Hablan de nuestra historia, de nuestra sociedad. En muchos de esos personajes —no siempre— hay una parte mía, biográfica, como cualquier creador. También hay una porción que es invención de mi ingenio, del ánimo que tengo desde que hice mi primera canción, a los 13 o 14 años. El que escribe saca de adentro suyo experiencias, cosas que le pasaron, exorciza, se cura. Pero también inventa personajes que hasta ese momento no existían. Esa es la función de un narrador, o de un autor de canciones. No tengamos, al analizar o consumir una pieza de lo que sea, esa actitud tan literal. Todos jugamos un poco al psicoanalista berreta. Todo el mundo te psicoanaliza con las canciones, como si viniera desde lo más profundo de tu ser. Algunas sí, y otras no. Es una mezcla, de la que nace un personaje ambiguo, que no existe. Una de tus principales herramientas, o insumos, es la observación de los demás. Con esa antena sos capaz de ver lo que le pasa a otro, a un vecino, un familiar, un amigo que te contó una historia, y traducirla, y ponerla en una obra artística.

—Sí, pero en ese proceso de editar lo que te cuenta otra gente, estás haciendo un recorte que tiene que ver contigo, con tus tripas, con lo que te conmueve.

—Por supuesto. Con tu cultura y con tus opciones, tus preferencias, tus obsesiones. Pero admití que a veces también hay invención. Hay canciones mías en las que lo que se manifiesta no es lo que yo pienso.

MUCHAS MADRES.

—¿Qué tipo de niño fuiste?

—Un niño no uniforme, no describible en pocos rasgos. Siempre, hasta hoy, he sido una persona diversa, no lineal. Ya de niño era así, más allá de que en la infancia uno todavía no ha desarrollado completamente su personalidad. Era de distintas maneras, dentro de lo que tu cultura, o tu familia, o tus hábitos te permiten. Dentro de esas limitantes lógicas creo haber sido un niño diverso. Varios niños.

—¿Pero eras un pibe del Paso Molino que jugaba con la barra de la esquina, o tenías intereses distintos a los de la generalidad, y ya te atraía la introspección?

—Mucha introspección, mucha vida interior. Asombro también por el comportamiento de los demás niños. Pero también era integrado, no era para nada el marginado. Pese a que tenía un mundo interior muy propio. Coexistían en mí distintas características. Podía ser introvertido, o tímido, y por momentos también extrovertido, y corajudo. Sucedió toda mi vida, me cuesta explicarlo. Para empezar tuve muchas madres.

—¿Cómo es eso?

—De pique tuve dos madres, porque vivíamos en la casa de mis abuelos maternos, en una especie de apartamentito al frente. Entonces nos criamos con mi madre y mi abuela. Ya en ese aspecto tuvimos dos madres. Mi abuela falleció cuando yo tenía 17 años, y fue muy doloroso, como la pérdida de una madre. Después, enfrente vivían mis primos, o sea que mi tía vivía cruzando la calle, Molinos de Raffo. Lo cual implica otra figura próxima a lo maternal. Además, a los 5 años, en vez de mandarme a jardinera, mi madre me mandó a lo de una íntima amiga suya que era maestra y daba clases en su casa. Me enseñó a leer y escribir. Al año siguiente, cuando entré a primero de escuela, empecé a estudiar guitarra con una argentina, también de la edad de mi madre, que se había mudado al barrio y daba clases de guitarra, piano, acordeón, solfeo. Estuve toda mi infancia con ella, dos veces por semana. O sea que hubo muchas figuras maternales en mi infancia y adolescencia.

—¿Esas idas a clase de guitarra eran a pedido tuyo?

—No, mis padres me mandaban, y yo iba con más o con menos ganas. Había una parte de disfrute, tanto en lo musical como en lo social. Pero también tenía un costado duro, arduo. A qué niño de 6 años le puede gustar estudiar solfeo, y los ejercicios de guitarra, y a fin de año dar examen en un conservatorio inmenso, lleno de viejos con moñita.

—Pero no te rebelaste.

—No. Tardé en rebelarme como hasta los 12 años. Ahí dejé la guitarra. La guardé, yo. Me decreté a mí mismo que había abandonado la música. Pero al año siguiente, a los 13, me picó el bichito. Sentí una gran vocación, sentí que la música era algo importante, que me arrastraba. Con el beneficio de ya haber estudiado, de no tener que empezar a los 13 de cero. Esa fue la ventaja que tuve por haber sido obediente. No como mis hermanos, que zafaron de las clases de guitarra. Yo me quedé. Porque era obediente.

—- Eras el mayor.

—Era el mayor. Y era el preferido de la profesora. Me llevaba a tocar a quermeses, a fiestas de fin de año de escuelas, a programas de televisión infantiles que había en los años 60. Ahí se dio algo que me hizo muy bien para el resto de mi vida, que fue naturalizar el actuar en público. Nunca experimenté lo que siempre se dice que es el pánico escénico, los nervios, todo eso. Yo desde que tengo 7 años toco en cualquier lado, con un microfonito colgando, así, en un lugar con viento, en un canal de televisión, en un teatro, en una plaza, o en un cine de barrio.

—Es llamativo que aún con esa naturalización, cómo se impone algo que podríamos definir como una suerte de "austeridad" que te aflora en el escenario.

—Sí, concentración.

—Que podría pasar por timidez.

—No, no es timidez. Al principio es concentración, cuando todavía manejo la situación y la conciencia establece ciertas pautas. Y después paso a un segundo estado, que es de trance. Para mí la música no es un pasatiempo, yo no me estoy divirtiendo ni pasando el rato arriba del escenario. Es una cosa muy sagrada, algo que —creo— experimenta la mayoría de los músicos de verdad, o los actores de teatro. No estás haciendo algo banal ahí arriba. Te va la vida en eso. Y entre la concentración que siempre necesité —ese estar centrado en el instrumento, en la voz— y luego ese pasaje misterioso al trance, obvio que debo dar una imagen de persona abstraída. No podría estar saltando, arengando, o pidiendo 'bueno, la mitad de acá que cante tal cosa, y la otra mitad tal otra'. Eso está fuera de mis posibilidades. Para mí es muy litúrgico un recital. Otros tienen una labor más de entretenimiento. Completamente legítima. Pero no es lo que yo vendo. La razón por la que estoy en la música es para provocar un estado de profunda emoción en el que me acompaña en ese viaje. Si querés diversión andá a ver a un humorista, o una película de Jerry Lewis.

EL PROBLEMA DE LOS ESTEREOTIPOS.

—¿Qué lugar ocupa la melancolía en tu vida?

—Para empezar melancolía es una palabra que rechazo, no me gusta. Me lleva a una cuestión psiquiátrica, patológica, no sé cómo definirla. Corresponde a una persona que tiene una dependencia muy grande, enfermiza, con el pasado.

—Dije melancolía pero podría haber dicho nostalgia.

—Tampoco. Porque también refiere a vivir en el pasado. A valorar por encima del presente y del futuro las cosas que sucedieron hace tiempo. Que se perdieron, ya no están. Te reconozco que en mi repertorio hay canciones que recuerdan el pasado con dolor, o con cierta sensación de pérdida. Más que nada las que hablan del amor perdido. Pero tampoco son todas, capaz que no pasan del diez por ciento.

—Pero hay muchas canciones que refieren a una niñez que ya no existe.

—Pero no es nostalgia. No dicen 'qué horrible, perdí la niñez, ese paraíso ya no está'. Es otra cosa. Son canciones en las que el que relata es un niño. Eso no es nostalgioso, es simplemente un ejercicio, ponerse en el lugar de otro, como también me he puesto en el lugar de un loco.

—Aun así percibo una sensibilidad con algo de blues. Incluso en canciones de temática y tono más alegre. Por ejemplo en "El viento en la cara", una canción alegre, ¿no?

—Y bueno, ta. Si vos experimentás eso no te lo voy a discutir. Yo creo que ahí hice una canción que festeja el deporte amateur, de ningún tiempo en particular. Eso es lo que quise homenajear. Habla de carreras de bicicleta, en un tiempo contemporáneo a cuando la escribí, o un poquito anterior, de mi adolescencia, mi infancia. No la veo como una canción nostálgica. Habla de la gente en la calle, viendo pasar la carrera, de la actitud del deportista, el esfuerzo, los avatares...

—Pero las cosas que uno percibe no son tan racionales, y no tienen necesariamente que ver con la letra. Puede ser la melodía, o la actitud al cantar.

—Yo creo que se ha desarrollado un estereotipo conmigo, y vos sos un ejemplo. La gente no analiza todo mi repertorio, se queda con algunas canciones sintomáticas: "El tiempo está después", o "La casa de al lado". Pero no escuchan "Viva la patria", o "El viento en la cara", o "Sucedió", u otras que no responden a ese estereotipo. Tal vez se da porque algunas de las canciones más famosas y más recordadas por la gente —y eso está fuera de mi control— hablan del amor perdido. Pero yo no creo que esa característica de mi repertorio sea la única. En mi último disco podés encontrar una variedad de temáticas, canciones que le hablan a los artistas callejeros, otras muy fantasiosas, la propia "Viva la patria", donde se entreveran los tiempos. Hay un ejercicio muy libre ahí, parecido al cine, de ir para atrás y para adelante en el tiempo, o que un personaje tenga varias personalidades en la misma canción. No recuerdo que en ese último disco haya canciones nostálgicas, que le canten a lo perdido. En el disco anterior tampoco.

—Recién decías que desde tus primeras canciones ya eras vos. Que no ves en tu primer disco algo que no volverías a firmar.

—Sí. Una especie de fatalismo. Que de algún modo una persona nace para hacer algo. Entonces luego puede haber matices relacionados con el cambio de épocas, tu crecimiento, tu adultez, tu vejez. Pero hay una impronta dada desde que empezás.

SER DESPIADADAMENTE FRANCO.

—Parece que sigues una línea insobornable. Pasan las épocas y las modas, y da la sensación de que Fernando Cabrera es siempre el mismo, aunque no lo sea. El mismo corte de pelo, la misma mirada, la actitud, la austeridad, la misma poesía. Hay como un patrón, y eso debe decir mucho de ti.

—Esa descripción que hacés ya viene desde el niño. Solo que el niño todavía no componía. Yo creo en eso que acabás de decir, que hay una línea, una dirección, una cosa que vos tenés que hacer. Que naciste destinado a hacerla. Es tu voz. Tu voz poética. Lo que tenés para decir, el color que venís a traer. Es ese.

—Sí, pero también es cierto que hay artistas más camaleónicos, o que pasan por épocas muy distinguibles en lo estético. Me resulta llamativa tu unicidad. Pienso en el Cabrera de los 80, y hoy serás distinto pero no se ve mucho cambio.

—Mirá que yo no veo que los artistas cambien mucho, ¿eh? Eso corre tanto para Ricky Martin como para Paul McCartney, Buñuel, Chaplin o Da Vinci. La personalidad artística es una. Después hay pequeños matices, cambios, épocas, modas. Pero son detalles, apenas. En todo caso si hay alguno muy camaleónico, bueno, esa es su personalidad: ser camaleónico. Y habría que rascar un poquito más a ver qué tan camaleónico es. Si no será superficial ese supuesto permanente cambio.

—¿Qué tan obsesivo sos?

—Creo que muy poco. Habría que preguntarle a allegados, a alguien que me conozca de toda la vida. Yo no me veo obsesivo. Me considero más bien adaptable, sin dificultades para modificar el rumbo.

—La pregunta correspondía por alguna faceta tuya, o algún comentario, como que podés corregir un texto durante años.

—Bueno, eso no sé si responde a ser obsesivo. Es más bien una especie de vergüenza, o prurito artístico, de no dar a conocer algo hasta que considero que está como debe ser. Y claro, a veces no le encuentro solución a algo en el momento. Entonces lo guardo en una carpeta, lo vuelvo a agarrar al año siguiente, lo miro un rato, le hago una pequeña corrección, lo vuelvo a guardar. Y capaz que cuando eso finalmente se convierte en canción pasaron varios años. Pero no es que estuve siete años todos los días ocho horas con eso en la mano. Es un método. La experiencia y el oficio te enseñan que cuando no le encontrás solución a algo, en vez de, justamente, obsesionarte, es mejor guardarlo. Y agarrarlo con otra cabeza un año después.

—Tú te exponés mucho en tus letras, y en las entrevistas. Decís cosas íntimas. Además tu laburo implica mostrarse, subir a cantar. Eso tiene que ser muy liberador, pero tendrá un lado doloroso. ¿Hay un límite, una línea más o menos trazada, hasta acá muestro? ¿Qué guardás para vos?

—Es un tema que me cuesta. La franqueza me domina muchas veces. Me cuesta la diplomacia, el fingir, se me escapa. Ni siquiera lo veo como un valor. Se me va, no tengo más remedio que ser franco. Eso también se refleja en mi labor cancionística. Soy franco también ahí, no mido mucho. Soy consciente de que muchas veces me he desnudado. Con el correr de los años entendí que no siempre es bueno ser despiadadamente sincero. No es del todo civilizada la franqueza absoluta, o la sinceridad desnuda. A veces es buena la diplomacia. Pero esa es una conclusión a la que llego después de vivir 60 años.

—Es como el que va al hospital a conocer a un bebé recién nacido, peludo, con la cabeza deformada, y le dice a la mamá "pa, qué feo que es". Hay que tener ciertos filtros.

—A eso me refiero con ser civilizado. Tener ese filtro necesario. Porque para qué ofender a esa madre que acaba de parir. ¿Qué ganás diciéndole 'qué bebé más horrible'? Como cuando te encontrás a una amiga por la calle, y está un poco desarreglada y le decís 'qué fea que estás'. Ya no creo que la sinceridad total sea tan imprescindible. Que el otro se entere estrictamente de lo que pienso ya no me parece tan importante. Además, en qué nos convertiríamos si cada uno dijera exactamente lo que piensa del otro. Andaríamos todos a las puñaladas.

—Te escuché decir que una de las cosas que dejaste de lado para ser músico fue la paternidad. ¿Es tan lineal eso, uno decide no tener hijos?

—No, claro, hay matices. Esa no es la única razón por la cual no tuve hijos. También juega el azar, o capaz que soy estéril, andá a saber. No es que decidí no tener hijos: fueron pasando los años y se dio. Sí he pensado que quizá, si hubiera tenido hijos a una edad temprana, no hubiera podido seguir dedicado a la música. Hubiera tenido que salir a buscar un sustento para esa familia en ciernes. Yo de algún modo pude insistir y seguir desarrollándome como artista porque el hecho de ser soltero no implica tantas obligaciones de supervivencia, y pude ser pobre, sin cargo de conciencia.

—Otra variable que juega es la personalidad de uno, además. Tú has contado que siempre fuiste bastante tardío en tus procesos. Por ejemplo en tu primer beso.

—Sí, tal cual. Mirá, yo tuve unas cuantas parejas. Pero si me pongo a pensar, si intento ponerme en la cabeza de ellas, y de su entorno familiar, de sus amistades, en muchos casos dudo que me hayan visto como el padre ideal para sus hijos. Puesto en el lugar de una mujer, no sé si vería a un muchacho músico, sin plata, como el ideal. Es evidente, yo no era el macho alfa. Y capaz que eso también tuvo incidencia en el hecho de no tener hijos. Quién te dice que no existieron reticencias inconscientes. De hecho mis parejas generalmente duraban poco. Y hay algo que muchas veces me pregunté: ¿Yo hubiera sido buen padre? ¿Hubiera sido un padre presente?

—¿Y?

—Y no sé la respuesta. Porque quizá haya también como una vertebración de mi vida, en el hecho de que siempre tuve a la música como prioridad. Quizá haya cierto egoísmo. Un entender temprano, tal vez a nivel inconsciente, que iba a necesitar la soltería, la no-paternidad, para poder hacer música. Porque soy una persona bastante responsable. Seguramente hubiera intentado ser el mejor padre posible, y hubiera dejado todo de lado por mis hijos. Y quizá eso hubiera implicado dejar la música. Capaz que ahí ganó el egoísmo. O la sensación de que lo mío era ser músico, y no padre. Seguramente eso lo voy a sufrir en la vejez. Porque los hijos también son un patrimonio, un seguro para los momentos en que el hombre ya no se vale por sí mismo. Yo no voy a tener ese seguro.

SONORIDAD INCONSCIENTE.

—Uno ve tus letras, y son tan letras de canción como poemas o pequeños relatos. El asunto es que para que un texto sea canción la sonoridad es importante.

—Totalmente de acuerdo. La sonoridad es importante en todo escrito. Sea una canción, un poema, una novela o un artículo. Porque también una nota periodística puede tener una enorme musicalidad, y facilitar la lectura, según su flujo, su rítmica, su métrica, su puntuación. Pero claro, uno la canción la canta. No es para leer. La sonoridad de las palabras, cada consonante, cada vocal, cómo explota una P, cómo funciona una F, cómo se abre una A. La rítmica del verso, todo influye. Hay una gran musicalidad en la palabra.

—Sí, pero en prosa si la frase está bien construida la sonoridad surge sola, porque el idioma bien escrito es lindo. En cambio un autor de canciones tiene que hacer un ejercicio consciente de elegir ciertas palabras no exactamente en función de lo que significan sino de cómo suenan.

—Las dos cosas. No privilegiar una sobre la otra es lo difícil de ésto, lo más desafiante: que una palabra tenga a la vez lo musical y el contenido. Llegar a esa palabra mágica, que vibre, que tenga las dos cosas. Esa es la palabra ideal. Te diré que hay un porcentaje de eso que sale solo. El otro porcentaje vos lo trabajás, lo insistís, pulís. Pero hay algo que viene solo, y yo soy el primer asombrado. Muchas veces —cuando estoy inspirado escribiendo un texto, una letra de canción— me aparecen de la nada cuatro, cinco, seis palabras seguidas, una frase. Y yo mismo me asombro, porque no la busqué, no la elaboré con la conciencia, te viene del inconsciente, y ya trae una musicalidad, o una cosa aliterada, o que combina las T de una palabra con las T de otra, y rima... ¡Y cayó sola!

—Vos has dicho que al cantar tratás que la canción salga de la garganta sin pasar por el cerebro, de forma inconsciente.

—Es una experiencia reciente en mi vida, de los últimos años. Busco no pensar que estoy cantando. No decir: 'ahora voy a afinar este do, ahora viene el mi, ahora subo, ahora aaaaa... ahora oooo'. No. Tratar —y me llevó 40 años llegar a eso— de cantar como hablo. Porque cuando uno habla es sin reflexión. No pensás 'ahora voy a poner un énfasis en esta sílaba porque así el interlocutor lo recibe de tal forma, y después voy a elevar la voz para que suene más agresivo'. ¡No! Sale así, ¿no es cierto? Bueno, yo lo que busqué es dejar de conceptualizar el canto, y que un día, a la hora de cantar, cantara como hablando, sin pensar. Que fuera algo que sale de adentro

—¿Y ese es el trance del que hablabas al principio?

—Sí

—O sea que lo estás logrando.

—Sí, con gran felicidad. No importa si te gusta como canto, ese es otro tema. Te digo lo que experimento yo. Eso no quiere decir que cante mejor. Es un lugar que descubrí, donde prescindís de la conciencia. Cantar como quien anda en bicicleta, que no piensa. ¿Vos pensás cada paso cuando vas caminando? Bueno, es lo mismo. En mis comienzos yo pensaba, estaba atento, era más racional el ejercicio de cantar. Y me fui liberando de eso con el tiempo.

—Hay un diálogo con Jorge Drexler en el documental Jamás leí a Onetti, donde él te invita a quedarte un tiempo en Madrid y vos le decís "no, yo no puedo alejarme mucho tiempo de allá abajo". ¿Qué tiene Montevideo que no querés o no podés abandonar?

—No es que sea Montevideo, es el lugar donde uno nació. Le pasa a todos: traes a un boliviano seis meses para acá y se muere de extrañeza, de nostalgia. Y lo mismo le pasa a un suizo, o al que nació en un pueblito de 20 habitantes, que vive rodeado de limitaciones, y está ahí con sus gallinas. Si le preguntás si quisiera vivir en otro lado te dice 'yo de acá no me voy, este es mi lugar.

—Pero no todo el mundo es así. Hay gente que se va. Jorge Drexler...

—Por supuesto. Hay aventureros, hay viajantes. Jorge Drexler tiene una cultura de inmigración. Su padre nació en Alemania, se tuvo que rajar por la guerra y terminó acá. Eso lo trae en la sangre. ¿Qué escuchó Jorge Drexler desde niñito? Las historias de su padre, el viaje, la inmigración, salir de un lado, afincarse en otro. Es su cultura, lo mamó. Pero yo estoy acá desde 1724, ¿entendés? Yo soy de acá. Fijate que viajé bastante, la música me dio la oportunidad de conocer varios países. Viví en Bolivia en el 87 y 88. Pero nunca me sentí cómodo del todo en ninguna parte.

—¿Qué valor le das a tu país?

—Todo. El clima, el aire, la humedad, el viento, la geografía, el campo, el pasto, los arroyos. Hasta el modo de interrelación con tus compatriotas. Las lógicas de convivencia, los dichos, el habla, las costumbres. Es todo un cúmulo de cosas inmenso. Si yo me voy a Suiza o Canadá, capaz que los mejores países del mundo, a los tres meses no puedo más. Para empezar odio la nieve. Mirá qué pequeño detalle.

—Claro, pero muchos uruguayos eligen vivir acá, como tú, y eso no les impide irse una temporada cada tanto. Insisto: ¿qué cosas tuyas hacen que ya no puedas vivir un tiempo en otro lado?

—Todo eso. Y después también la cultura. Yo adoro nuestra música criolla, adoro a Borges, adoro a Onetti, me encanta nuestro folclore, me encanta el tango. Me gustan nuestros dichos, los dichos que vengo escuchando desde mi abuelo, que vienen del siglo XIX, me gusta nuestra lengua, me gusta esta ciudad. Si me voy a Canadá, ¿con quién hablo de El astillero, de Piazzolla, o de Yupanqui? ¿Con quién tomo mate?

—Pero de hecho el mundo está cada vez más globalizado. En los supermercados de Andorra venden yerba Canarias.

—Bueno, ves, yo pasé tres meses en Andorra. Una belleza. Agarré la primavera, cuando se deshiela todo, y bajan los arroyuelos desde los Pirineos. Ves esas antiguas capillas románicas. Me encantó. Pero yo no puedo vivir ahí. Fui porque en Bolivia era guitarrista de una cantante. Le surgió una gira por Europa y me contrató para que la acompañara. También estuvimos en Brujas, en Barcelona, en Londres. Siete meses en total. No fue demasiado exitoso artísticamente ni nada. Pero me permitió conocer ciudades hermosas, como un cuento de hadas. Puedo estar quince días, ir de turista. Pero vivir no. Yo tengo que estar acá, leyendo el Martín Fierro, tomando mate, escuchando radio Clarín de mañana. Mi vida es eso. Ya no tengo curiosidad por viajar. Esa cosa que tiene la gente, 'ah, viajar'. Se creen que van a ser más cultos porque vieron el Coliseo, o la Tour Eiffel. Yo no tengo ese fetiche.

—Pero esa es una parte muy estereotipada del viaje. Conocer otras maneras de vivir y de pensar te hace crecer.

—Es cierto. Para mí fue muy bueno vivir en Bolivia. Más distinto a nosotros no puede haber. Eso sí que es útil. Modifica tus estructuras mentales, tu escala de valores. Y vivir en países muy civilizados como los europeos también. Te hace relativizar. El uruguayo que no salió de acá tiene un gran defecto, que es creer que Uruguay es lo mejor que hay. Un error muy grave.

—Hay un reclamo que tú has expresado sobre Uruguay: que a la gente le llevó mucho tiempo gustarle tu música.

—Eso fue fruto de algún pasajero ánimo revanchista, por el hecho de que quizá, es cierto, pasó mucho tiempo antes de que yo lograra una adecuada recepción, y poder vivir de esto. Pero nadie es responsable de eso, mucho menos la sociedad. El único responsable soy yo. O sea, lo que yo elaboré y presenté en la vidriera no era adecuado para que le gustara a todo el mundo. Yo quise hacer eso, nadie me obligó, y si eso no coincide con el gusto de la mayoría no es culpa de la gente. Ese comentario hoy ya no lo suscribo. Querer llegar a la mayor cantidad de personas es legítimo, pero si no llegás no busques las culpas en otro lado. Porque es fácil decir 'ah, los medios'. 'Ah, el Estado'. 'Ah, no me pasan por la radio'. Bueno, por algo será. Se ve que no le embocaste al gusto general.

—¿Y qué pensás que estás dejando, o cómo crees que vas a ser recordado?

—Creo que integro un conjunto de artistas de la canción uruguaya de los últimos 50 años que le dieron personalidad musical a este país. Logré una linda meta, un sueño que tenía de adolescente, 'ojalá un día forme parte de ese colectivo'. Si algo queda de mí creo que hay algunas canciones —no muchas, capaz que tres, u ocho— que son decentes. Que se pueden escuchar hoy, o quizá en 300 años, y no van a caducar. O no me van a hacer pasar vergüenza. No hace falta tampoco insistir mucho. Para qué voy a hacer 300 canciones más si voy a ser recordado por "Agua", "La casa de al lado", "Dulzura distante", dos o tres más y ta. A mí esas canciones me dan una satisfacción, un mínimo orgullo de haberlas hecho. Ya está.

Fernando Cabrera. Dibujo de Ombú
Fernando Cabrera. Dibujo de Ombú
"La banda de Fernando Cabrera" en Ratatouille, 1986. Con Carlos Cotelo, Gustavo Echenique, Andrés Recagno y Jorge Galemire. Foto Archivo El País
"La banda de Fernando Cabrera" en Ratatouille, 1986. Con Carlos Cotelo, Gustavo Echenique, Andrés Recagno y Jorge Galemire. Foto Archivo El País
Con Eduardo Mateo. Foto Archivo El País
Con Eduardo Mateo. Foto Archivo El País

CON FERNANDO CABRERAPablo Fernández

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