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Pintando en la democracia pornográfica

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Álvaro Pemper, El turbante, 2001

Desde su antiguo apartamento en la Ciudad Vieja de Montevideo, que oficia también de taller, el artista habla de sus procesos íntimos a la hora de concebir la pintura, cuyo motivo predominante son las mujeres desnudas.

Para los parámetros uruguayos, es enorme. Fuma en pipa. Al pan le dice pan, y al vino vino. Suele pintar mujeres desnudas, coloridas, en planos más bien cercanos y posiciones inquietantes. Álvaro Pemper (Montevideo, 1965) vive y trabaja en un antiguo apartamento de Ciudad Vieja invadido por su arte, donde es vecino de quien fuera su pareja durante años, su colega Virginia Patrone. Entrevistado, contesta con determinación e inteligencia, mordaz e irónico, como gato entre la leña.

—¿Qué impulso, instinto o necesidad satisfacés al pintar?

—En un momento, más allá de una tendencia natural que no puedo explicar, era un afán de perfección: cuando era pendejo trataba de dibujar cada vez mejor, un gusto por sentir la conquista. Hoy día no sé. Tal vez el placer de la representación. Pero nunca ahondé en el tema, y no me interesa, no creo que me conduzca a nada la reflexión sobre la pintura. Implicaría excavar en zonas de la memoria que para mí deben quedar en un plano inaccesible. Está bueno tener una cuestión como mistérica en algún momento. Si hay una zona naturalmente mistérica en tu vida tenés que mantenerla, lo más interesante es no avanzar. Salvo que te transforme en un ser inviable.

—Claro, pero te dedicás a eso, es una cuestión que debés haberte planteado muchas veces.

—Entiendo tu pregunta, pero ya te digo, mis recuerdos conscientes son intentar dibujar cada vez mejor, en mi adolescencia, y resolver problemas. Tratar de dibujar cosas que me resultaban difíciles. Por ejemplo, yo empecé a dominar la perspectiva con métodos muy crudos. No había tenido instrucciones al respecto. Después, un día, escuché que había un punto de fuga. ¿Entendés? Estaba resolviendo la perspectiva por métodos propios. Todo fue hecho por total experimentación, y con una absoluta ambición de que me quedaran las cosas bien. Esa es la esencia de mis años primitivísimos. Después viene el tomar conciencia de que eso es lo que querés hacer de verdad, y saber que te faltan cosas, y que tenés que encontrar alguien que te enseñe, un maestro. Pero esa ya es una actitud adulta.

—¿Y qué hay detrás de todos esos cuerpos de mujer, qué dice de vos esa inquietud, esa cosa tan sexual que hay en tu obra?

—Yo creo que hay obras autorreferenciales y otras que no lo son específicamente. Y me parece que tiene que haber cierta turbidez, un poquito de velos entre el creador y su obra. No puede ser inmediata, a mí no me interesa la obra excesivamente autorreferencial. Creo que lo que me empuja a trabajar con los cuerpos de mujer y con el tema de la erótica es justamente la imposibilidad de llegar a puerto. Es el mismo impulso del principio, cuando quería llegar a dibujar bien, a perfeccionarme: bueno, ahora quiero llegar a un lugar que no sé cuál es exactamente. Porque claro, obviamente, la erótica como que no concluye, le falta ese momento definitorio. Está un instante antes de ser, antes de definir. Eso es lo que hace que sea infinitamente apetecible. Y la conjugación de eso con el dibujo hace algo interesante para mí. Porque evidentemente no es que yo esté caliente todo el día pintando mujeres que me gustan. Hay algo, un resortecito, y un momento espantosamente inquietante, que es el momento en el cual el cuadro, y la pintura en sí, tienen una razón de ser. Algo tiene que ser difícil de leer en el cuadro, difícil de aprehender. Tiene que haber una anomalía, una cosa que chirríe levemente. Un cuadro no puede ser armónico per sé. Ninguno de mis cuadros es enteramente armónico. A veces engañan. Pero siempre tiene que haber una zona donde vibre una inquietud. Yo lo que hago en este momento es luchar contra cierta inercia, contra mí, en cierto modo, contra lo que sería natural en la resolución de las cosas. Contra lo que podría ser un estilo, lo que podría ser definido. Con lo cual creo otro estilo, obviamente. Pero lucho contra lo que yo detecto como “este es el camino desbrozado, por aquí iría”. Entonces digo “no, vamos a ir paralelo a eso, y vamos a subir este montículo, y después bajo por allá”. La idea es desintoxicarse un poco, zafar de tu trazo esperable. Porque hay una cosa un poco angustiante, y es que cuando llevás tanto tiempo dibujando tu trazo empieza a producirte cierto fastidio, una molestia, un aburrimiento infinito.

—¿Previsibilidad?

—Una previsibilidad en el trazo: claro, vos sabés por dónde va, lo conocés. En una hoja hay millones de caminos, y prácticamente los recorriste todos. Entonces hay que ver si encontrás un pedacito un poco más virgen, un lugar que no haya sido frecuentado. Muchas veces intento cosas como dibujar a partir de una mancha por ejemplo, manchando e incorporando la mancha a mi propio dibujo. Cosas así. No partir de un dibujo hiper limpio, sino de un caos. Del mayor caos que pueda producir. Y si se quiere una cierta violencia previa. A veces la gente ve el cuadro y encuentra algo más calmo, pero hay una acción previa que implica descender un poquito a lo irreconducible, y de ahí encontrar algo. Y eso se llama simplemente tedio. Tedio vital, infinito fastidio. Yo a veces trabajo por series, tengo cuadernos que visitan un tema. Pero cuando se agota ese tema no vuelvo nunca más. Y eso comercialmente es muy contraproducente. Porque por lo general pasan diez años hasta que el escasísimo público consumidor te pide algo. A veces me piden cosas como las que hacía yo a fines de los 90, y no hay. Ya está, se acabaron. Y vos dirás “bueno, pero hacé un esfuercito”. No, porque lloraría de tedio, te juro. Además justamente, en esa vibración que hay en la domesticación de esa especie de caos es donde está la vibración de la propia pintura. Entonces vos lo que ves es una pintura que está luchada contra cosas. No es una ruta doméstica.

GENERACIONES EDUCADAS EN EL PORNO.

—Recién mencionaste lo “infinitamente apetecible”, y para mí tus imágenes no dejan indiferente a nadie, obligan a una segunda mirada, que puede ser hasta culposa. Uno va a un museo y ve un paisaje, o un barquito, y de golpe ve un desnudo y se hace el boludo. Incluso trata de no pasar más tiempo frente a él que ante el resto de los cuadros...

—Y después volvés. Yo lo hago.

—A todos nos pasa, los desnudos generan esa cosa inquietante, que no sé si es pudor, morbo, prejuicio, vergüenza, ¿sos consciente de que ponés en acción esos resortes, que tocás esas cuerdas?

—Sí, porque además he observado que a pesar de que estamos en una época donde la fotografía ha documentado el cuerpo hasta el hartazgo, y todo el mundo está bombardeado con imágenes de desnudos, desde publicidad a pornografía, la pintura sigue manteniendo su poder. Nunca hubo una sobreexposición tan grande como en estos años post 2000. El porno online arrasó, ya hay generaciones educadas en el porno, y no sé qué va a pasar con la sexualidad, de hecho va a ser interesante estudiarlo. Pero hay una cosa rarísima, y es que la pintura de desnudos sigue causando la misma irritación que hace 150 años. El mismo escándalo, la misma pajería. Hace poco bajaron una página de Facebook porque tenía una foto del famoso cuadro El origen del mundo, de Gustave Courbet, el de la mina despatarrada con la concha en primer plano. Facebook censuró El origen del mundo. ¡¡Buenísimo!! Claro, es la misma actitud que tenían cuando lo pintó. Sigue pasando exactamente lo mismo con el desnudo. ¿Y por qué? No sé explicarlo. Quisiera creer que en mi caso la carga producida por el trabajo y por esa domesticación violenta de la forma y del color que voy aplicando le da una cosa vibrante extra. Quiero creer que se nota el proceso, que hubo un tipo que estuvo acariciando y amasando eso. Un desnudo expuesto, y además manoseado. Creo que eso produce una incomodidad extrema. Y después están las lecturas, patéticas, de por qué hay una mirada así sobre la mujer y cosas por el estilo, berretadas a las que nunca di bola.

—Recién decías que ningún cuadro tuyo es enteramente armónico. Pero en paralelo hay una preocupación por la belleza estética, la paleta atractiva, la composición.

—Todo eso es cierto. Pero por el camino ocurren cosas, y esas tensiones tienen que verse. En la paleta siempre vas a encontrar zonas que chirrían, que ese color ahí te saca de ambiente, corre el contexto, hace que todo lo demás se relativice. “¿Por qué está ese verde ahí?”. La idea del color molesto, una herencia vieja: yo estudié con Hugo Longa, y el tipo me abrió la cabeza al color como gran herramienta no acotada. “Nunca te frenes”. Es una receta muy peligrosa: no te frenes ante un color. Si te parece que el cuadro te lo pide, o si se te antojó, ese color tiene que ir ahí, y después tú tendrás que hacer el trabajo alrededor de ese acto de arrojo que tuviste, para que ese color se justifique. Trabajamos mucho sobre esa idea de introducir el color molesto. “¿Y por qué, si hubiera quedado tan lindo con un fondo más entonado, por qué ese rosado, por Dios?”. Y eso es enteramente la justificación cromática del cuadro: el cuadro vive porque tiene esa incongruencia, esa disonancia que le da dramatismo, o curiosidad, le agrega una dosis de misterio, o deformidad.

EL ODIO AL PROPIO CUERPO.

—Tú no sólo pintás desnudos, sino que hablás mucho del tema, y algo que llama la atención es que tu propio cuerpo no es un cuerpo cualquiera: sos grandote, no pasás desapercibido, y eso tiene que haberte generado mucho trabajo intelectual, en tu infancia, tu adolescencia. ¿Cómo es tu relación con tu propio cuerpo, con tu desnudez?

—De chico por suerte tenía desarrollada mi tendencia al dibujo. En la época liceal hacía caricaturas de mis compañeros, lo que compensaba mi inhabilidad total para los deportes, hija de que tengo un cuerpo demasiado grande, y no necesariamente ágil. En el fútbol iba a la zaga, me ponían al lado del palo. Pero fuera de eso nunca tuve problemas, ni siquiera con el desborde de los quilos. Siempre fui un proto nudista, y tuve tendencia a despelotarme, básicamente en la playa

—Te lo digo porque es muy notorio que hay gente que odia su cuerpo. Otra lo ama al extremo, y otra lo tortura, quiere tener otro cuerpo y se tortura.

—Es una enfermedad nueva, un problema jodido de hoy, por la propia universalización de los modelos. La sobredifusión de imágenes de cuerpos desnudos, que se pueden conseguir en cantidades torrenciales en la web, va creando modelos muy difíciles de seguir. Yo supongo que si estás sobreexpuesto a eso nacen esas pequeñas grandes patologías. Que pueden implicar que te arruines para siempre, obviamente. No fue mi caso, yo no tuve sobreexposición a imágenes de desnudos. Cuando era chico, en los años 70, había una revista porno por clase, y generalmente no la tenía yo. Tenía un enorme deseo de ver cuerpos desnudos, y me hubiera encantado tener fuentes inagotables de imágenes como hay hoy. Lamentablemente no pasaba de pequeños flashes en el cine.

—Leí una frase tuya donde decías “no me interesa autorretratarme, Dios no lo permita, me horriza el retrato”.

—Yo trabajo mucho con la memoria, me voy deteniendo en una especie de banco mental de cuerpos, nunca totalmente cerrado. Entonces cuando trabajo van surgiendo retazos de esas cosas, se va armando una especie de monstruo de restos de cosas. Imágenes que me quedaron, detalles, pliegues, sonrisas, pequeñas cositas. Eso tiene que ir casando. La idea del retrato es “voy a sentarme hasta sacar tu cara”. Y eso me parece un acto casi circense. Después veo retratos por ahí que me cago de admiración: Tiziano, Veronés... Pero la idea del autorretrato me horroriza, yo no agarro el espejo y me hago caritas. Entiendo que hay una nobilísima tradición, capaz que me llega, de veteranos que se fueron pintando mientras se hacían mierda: Rembrandt, Bonnard... son buenísimos, los tipos van expresando su decrepitud cada vez mayor, y pintando cada vez mejor. Todo bien con eso, pero si me lo salteo bárbaro, prefiero hacer otra cosa.

—Recién dijiste que para pintar luchás contra vos. Y yo pienso que pintar todos esos desnudos te expone muchísimo como artista y como persona. Esa exposición tiene que ser gratificante y liberadora, pero asumo que también podrá ser dolorosa.

—Podría, pero hasta ahora no ha sido así. Supongo que si hubiera una sobreexposición... Lo que pasa es que hay que entender que esta es una disciplina casi secreta. El público que se interesa por ti es ínfimo, y ya sabe lo que va a ver. La mayoría de las exposiciones la consumen los mismos. Y a nivel familiar mis pobres padres ya no tienen ningún reparo que hacer. Mi madre mira un poco y dice “vos dibujás tan lindo ¿por qué hacés estas cosas?”. Pero ya es un chiste entre nosotros, una broma familiar.

—Claro, pero si estás explorando en ti mismo, en tus tripas, hay necesariamente un punto en el que te cuestionarás muchas cosas. Hay otras artes en las que esto que digo es más evidente: teatro, literatura...

—Ah claro, literatura. Describís durante 15 páginas una masturbación, y después sabés que tu madre lo va a leer, y no está bueno. Con la pintura pasa algo, y es que al trabajar en un cuadro lo estás mirando todo el tiempo, y hay un momento en que quedás tan convencido de que siempre estuvo en el mundo que no te produce ninguna relación de sorpresa o vergüenza mostrarlo. Es muy extraño: yo me paseo con mis padres por mis exposiciones, en medio de una exhibición de conchas, y casi no me afecta. Es como si les estuviera mostrando un paisaje o cualquier otra cosa común y corriente. Porque la lucha más feroz, más pasional de la construcción de un cuadro es luchar contra tu tedio, tu inapetencia de trabajar, y luchar contra los materiales. Domarlos, porque trabajás desde lo agresivo sobre la materia. Entonces estás todo el tiempo queriendo buscar una nueva manera de resolver algo. Yo todos los cuerpos los pinto distinto. Trato de crear más una idea de la piel que la piel misma. No es pintar “la” piel sino “esa” piel. Esto que puede parecer un retruécano, en realidad es así. Si ves una muestra vas a ver que el color de la piel es completamente distinto, que lo que busco es una sugerencia. Un intento de engañarte del mejor modo posible de que estás viendo una piel. En algo que no es realista en el sentido convencional del término: no hay sombras, el cuerpo tiene varias distorsiones importantes. Tenés que creértela.

—Existe un contraste entre un trabajo como el tuyo y un tiempo en el cual el acceso visual a los cuerpos femeninos desnudos se hizo tan fácil, tan a demanda, tan inmediato. Al menos para los occidentales eso es algo que no ocurría desde hace miles de años.

—No ocurrió nunca te diría. Porque antes andábamos desnudos pero veías sólo a los los 10 tipos de tu tribu. Ahora ves a las tribus de todo el mundo. Buscás porno esquimal y hay porno esquimal, con la morsa y todo. Estamos fritos, la sobreexposición es absoluta. Y aún así, un desnudo en un cuadro sigue produciendo la misma sensación de vasta incomodidad, o de fascinación. No te quepa duda. Lo vivo constantemente. Gente que viene y dice “está buenísimo, buenísimo, pero yo no puedo poner esto en mi casa”. Y sí, claro, es cierto. Si pintara crucifixiones tampoco podrías, vos un Cristo sangrando no lo vas a poner en el comedor donde todos morfan, no? Hay distintas formas de expresar la incomodidad. Creo que el poder está intacto. Y eso pese a que es una disciplina básicamente abandonada.

—Sí, pero este cambio reciente respecto a cómo eran las cosas cuando arrancaste pone a tu arte en un contexto nuevo. Más allá de que siga siendo potente, el contexto es distinto.

—Sí, el contexto es muy distinto. Yo quiero hablar con tipos nacidos en esta democracia pornográfica. Quiero ver qué piensan de mis cuadros los que ahora tienen 15 años. Me encantaría saber cómo ven un desnudo. Porque la gente que ve mis obras tiene toda más de 40. Cuando no 60, 70 u 80. La parcela consumidora de arte en este país está envejecida. Y no he tenido contacto con personas formadas en este ‘menú libre’. De todos modos tengo fe en el poder de lo pintado. Igual que los bisontes en las paredes de las cavernas, de última cumplen la misma función.

—Es interesante lo que decís, “quiero saber qué opinan los de 15”, pero me extraña que no se lo hayas preguntado todavía.

—Yo salgo poco, y no veo mucha gente de 15 años a la que pueda hacerle ese tipo de preguntas. Sí he notado que hay una enorme cantidad de veinteañeros tremendamente pudorosos y mucho más puritanos de lo que era mi generación. Una especie casi como de retracción. Y no sé a qué se debe. Tampoco es que pueda sacar conclusiones generalizables, mi muestra es pequeña, pero me llama la atención. Como que no se corresponde: la sensación es que asociado a esto tendría que venir un libertinaje total, gente prácticamente en pelotas por la calle.

LA ESTÉTICA DEL PORNO.

—Es cierto que los patrones se han mantenido. O sea, en las playas del Mediterráneo la gente se desnuda naturalmente desde hace décadas. Y acá seguimos igual.

—Seguimos igual, los patrones se han mantenido tal cual. Yo en Barcelona vivía a cuatro cuadras de la playa, bajaba a mi playa, que era nudista, y era realmente muy feliz. Pero por otra parte en esa misma playa vi cómo la estética derivada del porno se hizo universal: depilación total, piercings en zonas erógenas, anillos metálicos, y la forma más refinada de tormento, que es el blanqueo del ano, el “anal bleaching” vulgarizado por el porno. Además de que tienen que tener depilación perpetua. Es tremendo, tremendo. Prácticamente 80% de las personas que yo veía en la playa estaban depiladas a cero.

—Eso me suena a una cosa más española que europea.

—Los españoles tienen cero onda. Van a una tienda y se compran el maniquí entero de la vidriera. Entonces claro, quedan como tan pulcros, tan limpitos. Si ves a un pibe vestido con cierta onda por la calle, te arrimás un poco y habla francés. En el tema del desnudo hay una tendencia, obvia, a la emulación. En el cuerpo desnudo buscás la ratificación. Si querés estar cómodo con tu cuerpo desnudo tenés que ‘parecerte a’. Y el consenso es ese: depilación absoluta, etcétera, etcétera.

—Claro, pero otra vez, es esa cultura, porque con los nórdicos no es así.

—Claro, ves los nórdicos y ves buzardas, pelos hasta la garganta, las mujeres con las tetas por acá. Les chupa todo un huevo, te das cuenta que se sacan la ropa cómodos: no están en pose. Pero eso lo aprenden desde niños.

—Y mientras acá tenemos esa cosa de que nadie muestra nada, pero en realidad está todo el mundo mirando de costado cuando creen que no los ven: una enfermedad.

—Claro, totalmente. Es una enfermedad. Por eso digo: creo que los efectos de la sobreexposición todavía no pueden medirse, si realmente tiene un efecto en la gente, y cuál será. Porque evidentemente no va a ser una decontracción del tema. No se van a liberar. Porque justamente, en internet ves cuerpos desnudos en una situación muy particular, y no se parecen a la mayoría de los cuerpos. Entonces estamos ante un problema muchachos. Porque obviamente, si sos medio gordito, y ves todas las minas perfectas, y tipos marcados, completamente depilados, ¿qué hacés? Te ponés la polerita hasta acá y no te la sacás más, vas a la playa vestido. Por eso digo, quiero ver qué pasa con la digestión que pueden tener de un desnudo pintado.

CANALIZANDO EL INCONSCIENTE.

—¿Qué tiene que tener una imagen, real o mental, para que la quieras pintar?

—Hay una percepción, es como la sensación de quedarte sin aliento. Surge algo, en un momento, que decís “oh-oh-oh”. Es muy complejo, y es inefable, técnicamente se dice eso: algo que no se puede explicar con palabras. Es qué no es. Yo a veces hago trabajos de largo aliento, me pongo a dibujar durante muchas horas, sesiones donde produzco muchos bocetos. Y claro, la forma de dibujar va cambiando a medida que pasan las horas, y tu mano se va aflojando, y vas canalizando lo más inconsciente. Llega un momento en que empezás a navegar por aguas interesantes, al borde de lo que nunca hiciste, o más allá de lo racional. Son sesiones que pueden durar seis o siete horas. Después revisás todo, y de ahí sacás unos pocos dibujos que son los que saltan enseguida, donde se produce esa imposibilidad de definición. Ganas de seguir por ahí, con la sensación de que por ahí no estuviste nunca.

—Originalidad.

—Una especie de originalidad. Que puede ser simplemente una campana que resuena acá, pero está allá, y en realidad te gusta porque se parece a un cuadro de Veronés que viste hace 15 años, y no te acordás. Eso está siempre ahí. Me gusta ser parte de la cadena alimenticia. En el momento en que estás pintando sabés que estás haciendo lo mismo que hacían otros. De algún modo estás haciendo lo mismo que Picasso, o Tintoretto. Cuando tenés esa sensación, muy breve, es lindísima. El resultado puede ser otro, pero la cosa es la misma. Hay alimentaciones cruzadas, que te llegan, de lo que percibís de tu exterior contemporáneo y de lo que viene de atrás, de lo que viste. Y en todo eso se arma un caldero hirviente del que sacás una cucharada y te la tomás. Y cuando detectás eso podés seguir trabajando con ese dibujo hasta llegar a una pintura que te interese. ¿Pero cuál es exactamente el detonante? No lo puedo saber.

—¿Qué sentís cuando se va una obra tuya, cómo vivís el tema de desprenderte, venderla, regalarla, no verla más?

—Al principio es un poco doloroso, después te acostumbrás. Es algo que aprendimos a domesticar los que vivimos de esto: la obra tiene que partir. A veces sentís cierto dolor cuando se va una obra especial. Una a la que por algún motivo fuiste generándole una aureolita. Eso pasado el énfasis de la construcción, porque cuando terminás de pintar un cuadro no lo querés ver más, es un momento de desprendimiento. Pero dos o tres años después volvés a mirar obra, y alguna te parece que está realmente bien. Casi que la mirás con ojos de otro. Y si se va alguna de esas podés sentir una ligera tristeza.

—La distancia temporal también te permitirá mirar distinto el conjunto de tu obra, entender cosas que antes no entendías, aspectos que se hacen más evidentes.

—Claro, sí, ver hilos conductores. Podés empezar a analizar las cosas. La distancia es buena en ese sentido. Porque además fijate que nadie va a mirar tanto un cuadro como vos, ya con el solo acto de pintarlo. Porque la pintura requiere contemplación. Horas mirando el cuadro, sin hacer nada, atento a pequeñísimos detalles, que nadie vería, pero que vos querés que estén perfectos. Y claro, mirar tanto y tan concentradamente te genera un estado alterado respecto a esa obra. Tenés la percepción completamente sacada. Hay cosas que ya ni ves incluso, de tan metido en el detalle que estás. Se te escapa un poco el todo. A veces por eso sirve una exposición, porque cambiás de lugar las obras, las ves todas juntas, con otra perspectiva, en otra sala, con otra luz. Está bueno cuando pasa el tiempo y volvés a mirar, porque claro, ves otra cosa, a veces incluso hay sectores de un cuadro que te habías olvidado. Me pasa de acercarme y decir “¿pero qué hay ahí en ese ángulo?”.

—¿Y qué cosas podés entender de tu obra con la distancia y la madurez? ¿Qué cosas entendés hoy que antes eran solo intuición, impulso?

—Yo no sé si entiendo algo, la verdad. A nivel general no. Lo que encuentro es conformidad. A veces veo una cosa que está especialmente bien hecha y digo “qué bien pintaba antes”. Me pasa mucho. Me habitué a esa falsa sensación, ha ocurrido varias veces cíclicamente, “qué bien pintaba hace tres años”, “qué bien pintaba hace diez”. Una falacia, porque lo que tenés es una percepción errónea, no es que pintaras mejor, es que te olvidaste de lo que habías hecho. Es una sensación que proviene de la mirada desestresada, y de que realmente diez años después el cuadro ya no es tuyo, lo pintó otro tipo. Y encontrar esa distancia contigo mismo es interesante

—Pero hoy a los 49 años tenés una madurez, una acumulación y una experiencia que evidentemente a los 30 no tendrías, y seguramente al mirar tu obra pasada podés percibir cosas que antes eran más inconscientes, o tener otras lecturas.

—Yo desconfío un poco de la madurez. Sí funciona en lo técnico, porque obviamente es por repetición, es un ejercicio, lo vas haciendo cada vez mejor. Pero es acumulativo, casi no meritorio. Yo pienso que las grandes ideas se tienen muy temprano. Y después lo que uno hace básicamente es excavar puntos de campo arqueológico. Las grandes ideas detonan entre los 20 y los 30. Si vos ahí no construiste un buen cementerio de ideas estás frito, aunque técnicamente puedas ser bueno. En mi caso la dirección de mi obra empieza ahí, por los veintipocos. Y te digo que básicamente no ha cambiado mucho. Tiendo a pensar que debe ser algo químico, cerebral. Una especie de capacidad neuronal para la asociación relámpago. Algo que se da en el cerebro joven, y yermo. Tenés una gran osadía, derivada de la ignorancia también. Cuando ya estás sobreexpuesto a una inmensa cantidad de conocimiento no sé si tenés la capacidad de largarte con ese desparpajo conque te largás al empezar. Estás frenético, trabajás mucho más, se te ocurren ideas, las llevás a cabo. Vas más o menos paliando tus deficiencias, porque claro, sos deficiente técnicamente. Perdiste el tiempo yendo a un liceo. En lugar de enseñarte a pintar desde los 12 años, como los grandes maestros renacentistas... pero no, te enseñaban física. Ojalá me hubieran puesto en la paleta y me hubieran dado óleo para trabajar cuando tenía 12 años. Otra hubiera sido mi mano.

—Vos has dicho que te gusta pintar de la forma menos racional posible. Pero al mismo tiempo este es un arte bastante mediado en comparación a otros como la danza o el canto. Suele haber un instrumento entre tu cuerpo y la pintura, y tenés tiempo de pensar, podés parar la obra, hacer otra cosa y volver. Hay una tensión entre crear de la manera menos racional posible y las características del arte de pintar.

—El tema es que vos podés pensar en los pomos, en el pincel, en la tela. Pero eso es barro, materia. Cuando yo hablo de ausencia de racionalidad es que trato de, justamente, con lo que contaba del proceso de los bocetos, llegar a un punto en el que dejo de estar vigilante. Los dibujos que me interesan son esos, los que para mí están al margen de lo racional, o de lo apolíneo. Olvidarte de las medidas, de la proporción. A veces me gusta, después de plantear irracionalmente una pintura, hacer unas medidas para ver si la cosa cayó en una buena posición. Y cae en una buena posición. Porque tenés despierta la percepción de la proporción, y naturalmente todo cae en su sitio. Incluso hasta los aspectos irritantes. Si en un cuadro hay una zona de construcción que rechina y chirría, por algo es. Y lo que sea está ubicado en el lugar perfecto para que rechine y chirríe, no fue un accidente espantoso que te pasó porque mediste mal y te quedó un codo afuera. Cuando estás pintando hay un momento en el que la batalla es constante. No tenés tiempo de decir “paro, reflexiono un cacho, y le pongo un poco más de blanco”. Hay momentos que son ataques sobre la superficie, en los cuales querés lograr algo que no sea una cosa dócil. Todo eso es un proceso que evita ese horrible momento en el que sé lo que estoy haciendo, cuando el camino está expedito: “Esto va acá, acá va azul, acá va esto otro”. Esa aureola mistérica de la que hablé al principio, en la cual no puedo penetrar, es lo que me mantiene pintando. El día que se me acabe eso, dejo. Tengo la fea sensación de que puede haber un lugar en el cual finalmente no resulte ninguna de las artimañas para vencer la vigilancia perpetua. Uno tiende al control, ¿no?

Álvaro Pemper, El turbante, 2001
Álvaro Pemper, El turbante, 2001
La enseñanza de la electricidad, 1988
La enseñanza de la electricidad, 1988
Vampyr, 1995
Vampyr, 1995
Las lloronas, 1998
Las lloronas, 1998
Las mujeres concisas, 1998
Las mujeres concisas, 1998
La bañera, 1999
La bañera, 1999
La gallega, 2000
La gallega, 2000
La infanta II, 2001
La infanta II, 2001
La falsa, 2002
La falsa, 2002

con álvaro pemperPablo Fernández

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