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Ojo bovino

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Le Diable probablement (dir.: Robert Bresson, 1977)

Su cine atenta contra la espectacularidad, el glamour y el facilismo. Por eso sus enseñanzas cayeron en saco roto, incluso entre sus admiradores.

CASI TODAS las enseñanzas de Robert Bresson cayeron en saco roto para la mayoría de los cineastas, incluso los que lo admiraban. Y es que su magisterio en materia de cine no es fácil de seguir; atenta contra la espectacularidad, el glamour y el facilismo caro que el arte cinematográfico persigue y fomenta. ¿A quién se le ocurre —pudiendo no hacerlo— prescindir de actores profesionales? ¿Por qué huir de las imágenes bellas y ocultar los movimientos de cámara (sobre todo si son aparatosos o sorprendentes)? ¿Por qué eliminar la música a menos que se esté ejecutando en escena? Bresson (1901-1999) fue implementando esas renuncias a lo largo de un corto y trece largometrajes. Poca producción para cuarenta años de carrera. Pero lógica considerando que no había mucho productor convencido de financiarla.

Después de cada uno de sus estrenos la prensa buscaba desentrañar las singularidades de Bresson, los porqué de su obsesión con manos, rostros y objetos, de su ritmo moroso y su auto posicionarse en la periferia del tablero artístico. El libro que acaba de publicar El cuenco de plata, Bresson por Bresson, es una recopilación —hecha por su esposa, Mylène— de ese contarse a sí mismo del cineasta francés a lo largo de cuatro décadas en medios como Cahiers du cinéma, Arts, L'Express, Le masque et la plume y otros. Sorprende ver la coherencia, la fijación de sus principios en lo que algunos denominaron "teoría" mientras que él prefería llamarlo "método", el empecinamiento en ir contra la corriente, y también las explicaciones que da de alguna que otra abdicación.

UNA ESCRITURA.

Bresson no se definía como realizador ni a la manera francesa —metteur en scène— ni a la anglosajona —director—; detestaba la primera por su filiación teatral. Prefería ser un metteur en ordre, el que pone orden. Tampoco llamaba "cine" a sus obras. Cine era lo que hacían los demás, el espectáculo que consistía en filmar a actores haciendo "teatro". Para lo suyo reservaba el nombre de "cinematógrafo": un arte. Por lo demás, apenas si veía los filmes de otros y menos vertía opiniones positivas. Hablaba de teatro filmado, cine con estética de tarjeta postal y afán por filmar acciones en vez de sentimientos, cine empeñado en exhibir, en mostrar; cuando lo artístico verdadero sería no mostrar y dejar que el interior mande y que el silencio hable.

Dicho así puede sonar y suena pretencioso, un ego impartiendo desde su púlpito, creyendo descubrir la pólvora. Hay algo de eso, pero es innegable que Bresson hizo de su filosofía material concreto y dio a la pantalla un estilo propio, y supo cómo hacerlo. Con un solo objetivo de 50mm, en blanco y negro (tarde utilizaría el color), casi sin música de apoyo y sin "vedettes" —su denominación un poco graciosa para las estrellas del star system—, sus filmes supusieron un virtuosismo con textura, alejado de lo satinado y vacío. Prefirió las anécdotas mínimas —seguir las peripecias de un burro, las de un carterista, o un condenado a muerte—, pero también supo adaptar a autores consagrados como Diderot, Dostoievski, Tolstoi y Bernanos (si bien, inteligentemente, en obras menores), o llevar a la pantalla dramas históricos tan potentes como el de Juana de Arco.

Tanto al filmar la vida del burro Baltasar como el final de Juana de Arco o el envilecimiento de un joven por culpa de un billete falso, Bresson es fiel a una estética purista que consiste, básicamente, en relacionar imágenes. Se podrá decir que en eso consiste todo el cine, pero una cosa es yuxtaponer imágenes y otra lograr que de ese ensamble surja un elemento diferente a la simple suma. Le gustaba comparar el cinematógrafo con la poesía, por esa capacidad de extraer una realidad nueva y fijarla emotivamente en los espectadores. Hablaba de una escritura hecha a dos tintas: imagen y sonido; y fue un pionero en lo de augurar hacia fines de los años sesentas la tendencia hoy consumada hacia un arte "audiovisual".

SIN ESTRELLAS.

Naturalmente se paga un precio por no seguir al rebaño, pero Bresson no pareció muy afectado por su propia erogación: pocos filmes, poco dinero, y la pleitesía relativa que se le rinde a un outsider de calidad. En ocasiones se quejaba de la falta de financiación, de no poder filmar más a menudo de lo que deseaba, o de la caída de algunos proyectos como el de rodar el Génesis con la chequera de Dino de Laurentiis. Otros aspectos parecían traerle sin cuidado, como la indiferencia de Cannes, al que definió como un "festival enemigo" en 1966 y que incluso fue peor cuando dejó de serlo: en 1983 un desatento Orson Welles entregó ex aequo el premio de dirección a Bresson y a Andrei Tarkovski, y en el caso del primero los abucheos del público superaron a los aplausos.

Una de las inquietudes de la prensa de su época tuvo que ver con su decisión de no contratar actores profesionales. La carga de manías, tics, técnicas y fórmulas aprendidas del actor profesional hacía imposible extraer de ellos lo que él pretendía: algo cercano a la autenticidad y definitivamente lejano del talento. Según Bresson, en el empeño profesional por ser ese otro que es el personaje, el actor pierde parte de su propia esencia y la cámara —el ojo bovino, según Cocteau— registra esa hibridez. Con un amateur sólo debía preocuparse por elegirlo bien y lo demás era simplemente que el individuo fuera él mismo (nada decía de lo que puede provocar en un amateur esa observancia bovina de la cámara, claro, o de lo que signifique ser uno mismo). Por supuesto, también en este caso le gustaba rebautizar y no hablaba de actores ni de intérpretes sino de "modelos". Lo de elegirlos bien fue una consigna que, al menos en teoría, cambió con el tiempo. Al comienzo los buscaba de acuerdo a sus parecidos morales con los personajes, y en sus últimos filmes decía que el procedimiento era más intuitivo y rápido: si la voz y el físico lo convencían ya estaba.

En perspectiva, la religión del arte que propuso Bresson no logró muchos acólitos. En su momento tuvo palabras de aliento para los jóvenes de la Nouvelle Vague y algunos reconocieron su aporte (Jean-Luc Godard llegó a entrevistarlo para Cahiers du cinéma), pero la parte práctica de sus postulados —volcada en aquella biblia cinéfila que fueron sus Notas sobre el cinematógrafo, 1975— no la siguieron. Tuvieron que pasar décadas para que unos jóvenes daneses encabezados por Lars von Trier y Thomas Vinterberg fundaran el movimiento Dogma 95 con propuestas inspiradas en Bresson. Buscaban purificar el cine, simplificarlo y hacerlo auténtico. Igual que él, no le temían al aburrimiento, por tanto no trataban de rellenar la pantalla con imágenes bellas ni de llenar los silencios con música. ¿Llegó a algún lado todo eso o se agotó en sí mismo? Probablemente esto último. El cine sigue siendo espectáculo, dinero y estrellas. Y cada tanto, también sigue siendo artistas que intentan dar un volantazo y salirse de la ruta. Teóricos cada vez menos, eso sí.

Pero ya dijo Bresson en una de estas entrevistas que el cine es inmenso y no se ha hecho nada aún.

BRESSON POR BRESSON. Entrevistas (1943-1983), compilado por Mylène Bresson. El cuenco de plata, 2014. Buenos Aires, 309 págs. Traducción de Margarita Martínez. Distribuye Gussi.

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