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Nuestra Señora de la Luz

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Carlos Rehermann

La novela Tesoro de Carlos Rehermann, gran premio del Concurso Narradores de la Banda Oriental, es una búsqueda personal en varios planos y también la reconstrucción de un preciso momento de la historia uruguaya. Va como extracto el capítulo 11.

No sé cómo conseguí el libro de Milton Schinca donde estaba el relato del naufragio del Nuestra Señora de la Luz, cuya versión radial me había engañado una tarde en casa de Daniel. Al parecer el barco estaba cargado de oro y plata, y durante muchos años, hacia fines del siglo XVIII y durante el primer tercio del siglo XIX, hubo buzos que se encargaron de recuperar casi todo el cargamento. El barco había quedado a cinco o seis metros de profundidad, cerca de un arrecife costero que se llama Las pipas, frente a la playa de Carrasco. Al parecer la playa del Buceo lleva ese nombre porque desde allí salían los botes que trasladaban a los buzos. Primero fue llamada “Playa del buceo de Nuestra Señora de la Luz”, luego “Playa del buceo de la luz” y finalmente, como hasta hoy, “Playa del buceo”.

La playa estaba justo al final del camino que rodeaba los terrenos comunes de la ciudad colonial, llamado camino de los Propios.

El naufragio había ocurrido a mitad del siglo XVIII. Fue a fines de ese siglo que se empezaron a usar los primeros trajes de buceo. Los buzos que recuperaron el tesoro del Nuestra Señora de la Luz simplemente se zambulleron y aguantaron el aire, mientras palpaban el fondo lodoso en medio de las aguas marrones del Río de la Plata. Quizá algún día tuvieron algo de visibilidad, y seguramente fueron marcando con cabos y boyas los distintos pecios. El pecio estaba a unas cuatro millas en línea recta hacia el Este.

Schinca había tomado las historias de su libro sobre Montevideo antiguo de numerosas fuentes. Acerca del naufragio mencionaba un libro de Juan Alejandro Apolant, un genealogista que en los años sesenta había dedicado un libro al primer naufragio ocurrido desde la fundación de Montevideo.

El libro de Apolant es enormemente aburrido y obsesivamente minucioso, pero lo devoré en una sola sentada en la Biblioteca Nacional. El mero hecho de trasladarme a la Biblioteca Nacional a investigar documentos antiguos (el libro de Apolant) para preparar el rescate de un tesoro, me trasladaba a una vida distinta a la penuria cotidiana que suponía soportar los atropellos del gobierno y las dificultades económicas. En la biblioteca también encontré, probablemente a partir de la bibliografía del libro de Apolant, documentos sobre el barco y su gemelo, ya que se habían construido dos idénticos, al servicio de la corona portuguesa. Curiosamente Nuestra Señora de la Luz estaba arrendado a los españoles, a pesar de la rivalidad entre ambos reinos. Apolant habla del origen del barco, consigna el cargamento que llevaba, y explica que además de las monedas y los lingotes declarados había un contrabando muy importante de oro que los buzos de la época nunca supieron que existía.

Cuando se recuperó lo que se suponía que era la casi totalidad del tesoro, apenas quedaron dos buzos, que vivieron casi veinte años de las monedas encontradas en cada inmersión, pero nunca dieron con el contrabando, del que nada sabían. Nadie supo de ese cargamento clandestino hasta que, muchos años después del naufragio, quien fuera capellán del barco, en su lecho de muerte lo confesó. Está comprobado, mis confidentes y únicos amigos: los curas siempre ocultan alguna cosa.

Yo tenía dieciséis años; desde los catorce practicaba buceo regularmente y entrenaba tres veces por semana en el club Neptuno. Acababa de obtener mi Brevet de Buzo de Apnea, luego de un examen que consistía en una prueba física de nado de dos mil metros en superficie en menos de cierto tiempo —no lo recuerdo, pero era muy fácilmente superable—, de inmediato un cruce de cincuenta metros inmerso en apnea, luego una zambullida en la parte honda de la pileta (unos cinco metros), para recuperar el equipo, colocárselo, quitar el agua de la máscara bajo el agua, y luego flotar un minuto con un cinturón de plomo de diez kilos y las manos en alto. A continuación, rescate de un compañero hundido y transporte durante cincuenta metros, extracción de la piscina y resucitación cardiopulmonar, que habíamos aprendido con una muñeca alemana que emitía ruidos para señalar errores de nuestras manipulaciones.

Estaba listo para emprender una expedición a donde fuera a rescatar el tesoro que me haría rico. Según los cálculos de Apolant, y actualizando el dólar a los precios de aquellos días, el contrabando valía millones de dólares. Claro, habían pasado dos siglos. Los restos estarían dispersos, pero si encontraba apenas un uno por ciento del tesoro sería suficiente para mí. ¿Y qué necesitaba? ¡Nada! Un bote con motor fuera de borda, unos tanques de aire comprimido. Nada. ¿No había hecho eso mismo Robert Sténuit, mi héroe belga del buceo de tesoros? Su equipo inicial consistía en un Zodiac de cuatro metros, un compresor, cuatro tanques de aire comprimido y dos reguladores Gagnan.

La playa justo frente a Las pipas se llama Miramar. Empecé a ir en bicicleta desde mi casa, que estaba a unos veinte kilómetros a través de la ciudad. Una vez allí examinaba con detenimiento la espuma que se formaba muy lejos. Según una carta marina que pude consultar en la biblioteca, el arrecife estaba a unos dos mil quinientos metros de la playa. Poco más de media hora de nado tranquilo. Decidí ir hasta el arrecife para sentir el ambiente. Cuando llegó el verano empecé a ir con las patas de rana, y me hice amigo del salvavidas, que me dijo que un día podríamos ir nadando juntos hasta Las pipas, que él lo había hecho varias veces. Empecé a prepararme. Entrené un mes nadando dos mil metros a diario, y seis mil cada tres días. No es mucho, si uno nada con aletas y esnórquel.

Decidí hacerlo el día de mi cumpleaños, el dos de febrero. El salvavidas parecía un poco reacio ahora que se acercaba el momento de hacerlo.

—Durante el horario de trabajo no puedo. Eso lleva como una hora y pico. Y después de un día entero de trabajo no sé. Una, que estoy cansado, y otra que ya es tarde, se viene la noche.

¿Cansado? Prácticamente no iba gente a esa playa. Pasaba el día tirado a la sombra de su garita, leyendo revistas de automovilismo. Y su horario de trabajo terminaba a las siete de la tarde. Es cierto que a las nueve ya se había puesto el sol, pero hasta las diez había claridad.

—¿Y tu día libre?

—¡No, no voy a venir a nadar en mi día libre!

El dos de febrero fui de mañana. Viajé en ómnibus para no llegar tan cansado. Me senté cerca del puesto del salvavidas a comer nueces y pasas de uva para acumular energía. Mi cuerpo vitruviano no contenía nada de grasa, de manera que sufría enormemente el frío, y había comprobado que las nueces y las pasas me daban una suficiente cantidad de calorías como para compensar la pérdida de calor que me provocaba el agua helada del Rio de la Plata. En ese momento yo tenía una máscara modelo Pinocchio de la marca Cressi, un poco más dura que la Aquagom pero mucho más chica, de manera que hacía menos resistencia en el agua. Era de goma negra (todavía no habían llegado las de silicona) con la abrazadera de plástico rojo, sostenida por el alambre de acero que atraviesa el cristal. El modelo Pinocchio fue el primero con nariz externa, aunque aún tenía un solo cristal. Las aletas eran mis viejas Aquagom, bastante duras, es decir muy rendidoras para quien tuviera buenas piernas, que era mi caso. El esnórquel era un Aquagom recto de veinte milímetros, clásico, eficaz y cómodo. Fui a dejar mi ropa al salvavidas. Apareció en la puerta de su casilla, serio.

—No irás a intentar ir a Las pipas.

—Justamente, venía a pedirte que me cuidaras la ropa.

—No te puedo dejar ir.

—¿Qué estás diciendo? ¡Me vengo preparando desde hace un mes!

—Sí, pero no se puede ir a Las pipas.

—¿Por qué no se puede? ¡No jodas!

—No se te ocurra ir— me gritó mientras yo me iba, ofuscado, a dejar la ropa con una señora que siempre venía a la zona.

Cuando estaba ya con el agua por la cintura, es decir, a unos cincuenta metros de la orilla, y me disponía a calzarme las aletas, un silbato comenzó a sonar histéricamente en la playa. Miré. Un marinero me hacía señas para que saliera del agua, mientras hacía sonar el silbato.

Un marinero. La policía de la playa. La marina. Dictadura. Pero no hice caso. ¡A mí, en el agua, un esbirro de la dictadura! ¡Ja! Me coloqué las aletas y me lancé hacia el horizonte. El agua estaba bastante clara, lo que significa, en la costa de Montevideo, que parecía un caldo de verdura espeso: cuando uno abre los ojos debajo de la superficie percibe un resplandor, y si acerca una mano al vidrio de la máscara cuando está a cinco centímetros, la ve, fantasmal y ominosa.

Nadé tranquilo pero con buena potencia durante unos veinte minutos. Controlaba el paso del tiempo con mi Citizen de esfera verde y cristal facetado. Mantenía la dirección sacando la cabeza del agua cada veinte o treinta brazadas, para constatar que la espuma de Las pipas estuviera adelante. Llegué en veinticinco minutos a las primeras rocas. Eran más grandes de lo que había imaginado. Unas largas rocas redondeadas, con las crestas blanqueadas por el guano de las gaviotas. A lo lejos una de las rocas más grandes tenía unas crestas puntiagudas que me costó identificar como lobos marinos. Había por lo menos treinta lobos distribuidos entre todas las rocas.

No esperaba que hubiera animales. No sabía si eran agresivos. Elegí una roca no muy grande para salir del agua a descansar y examinar el lugar. La costa parecía muy cercana. El agua estaba muy turbia. No entendía cómo los buzos del siglo XVIII habían encontrado algo ahí abajo. Estuve una media hora tomando sol, y volví a la costa. Llegué muy cansado, cuarenta minutos después.

No había rastros del marinero. El salvavidas estaba ofuscado, y no me dirigió la palabra. Yo estaba muy desanimado. No tenía nada de dinero para comprar un bote y un equipo de buceo, pero lo peor era que no se veía nada. Opté por colocar la recuperación del tesoro del Nuestra Señora de la Luz en el mismo lugar que mi vuelta al mundo en una moto Guzzi o el viaje a España en el Augustus, tocando la batería cada noche. Un lugar parecido al de las historias de los libros, es decir, en un espacio y un tiempo otros.

En ese tiempo yo leía principalmente dos tipos de libros: por un lado, tratados de biología marina y ecología, libros de exploradores de mentira como Cousteau (aunque en ese tiempo a mí me parecían verdaderos exploradores) o de auténticos aventureros como Sténuit, manuales y guías de buceo con escafandra y cartas marinas. Por otro lado, leía las pocas novelas de Verne que no estaban en casa, y que descubría en mesas de saldos en librerías o supermercados.

En una mesa de supermercado, justamente, Aquiles me recomendó que comprara tres libros con el título genérico de Las aventuras de Dick Turpin, un bandolero al estilo Robin Hood pero del siglo XVII o posterior. También allí encontré un libro de Gerald Kersh, La canción de la pulga, que me permitió entender mi primera novela, que es un plagio de la idea de Kersh. Como diría un miembro del OuLiPo, la novela de Kersh es un plant, un plagio por anticipación. Pero como Kersh pasó de moda y sus novelas, que fueron populares en los años cuarenta y cincuenta, ya no se publican, nadie se enteró del parentesco con mi propio libro. En ese tiempo empecé a leer las novelas y las obras de teatro de Aquiles, de las que no me hice ninguna opinión. Me parecía natural leer sus reflexiones, que yo conocía muy bien, en forma de novela o de diálogos de teatro.

Cuando, por ese tiempo, leí Demian y El lobo estepario, empecé a llevar un cuaderno en el que copiaba citas de Novalis. Con frecuencia me quedaba despierto buena parte de la noche, cuando la casa se ponía tranquila (como ustedes saben, mis fieles y únicos amigos, yo dormía en una cama en el living, de manera que había que esperar a que Olga y Aquiles se acostaran para estar solo). Entonces extendía sobre la mesa las cartas marinas de la zona de Las pipas, los libros de buceo que pedía prestados en la biblioteca de la Alianza Francesa o de la Casa de Cultura, mis cuadernos de apuntes, y a veces también colocaba las aletas y la máscara al lado de los libros, como si estuviera preparando el equipaje para una expedición. Sabía de memoria la estructura y distribución de espacios de Nuestra Señora de la Luz, y trataba de no pensar en la turbidez del agua del Río de la Plata. Acumulé una enorme cantidad de información que muchas personas consideraban completamente inútil. Todavía me sigue entristeciendo ver un adolescente que, como la mayor parte de mis compañeros, considera que es inútil saber que un cachalote puede sumergirse hasta a mil quinientos metros de profundidad y permanecer en apnea durante una hora y media, y en cambio le parece relevante recordar la alineación de Peñarol de 1966. Bueno, no fue estudiando los cachalotes, pero sí sabiendo algo de ellos, que los apneístas llegan a nadar casi trescientos metros bajo el agua, o sumergirse a más de doscientos metros de profundidad. Mis noches de estudio de cartas marinas y técnicas de buceo se combinaban con la práctica en la piscina. Por ese entonces el récord de apnea estática, es decir, quedarse quieto bajo el agua, era de siete u ocho minutos. Tiempo después llegó a los once minutos, y en todos los casos gracias a que los apneístas tenían en mente a los cachalotes. Claro, se puede decir que estudiar a los cachalotes es útil para estar más tiempo sin respirar o nadar más lejos bajo el agua, pero ¿para qué sirve estar once minutos sin respirar? Desde niño me había impresionado mucho la historia de Alfonsina Storni, una poeta argentina que se suicidó ahogándose en el mar o en un río. Hay una canción que cuenta esa historia. Siempre pensé que la gente que, como yo, se siente muy cómoda en el agua, tiene impedida esa forma de suicidio.

Es inútil intentar responder la pregunta sobre la utilidad de la apnea, porque el problema no está en la respuesta sino en la mentalidad a la que se le ocurre que se trata de una pregunta relevante. Yo trataba de llegar a los cien metros de apnea en piscina, y alcanzar los cuatro minutos y medio de apnea estática, imaginando que si no lograba organizar una expedición para recuperar el tesoro del Nuestra Señora de la Luz, al menos podría llegar a ser el mejor apneísta del país.

Lo cual no era una meta muy razonable, ya que no había competencias nacionales de esa disciplina.

El autor.

CARLOS REHERMANN (Montevideo, 1961) es novelista, dramaturgo, docente y periodista. Entre sus novelas destacan Los días de la luz deshilachada (Signos, 1990), El robo del cero Wharton (Trilce, 1995), y Dodecamerón (HUM, 2008). Ha publicado numerosos textos para teatro que fueron llevados a escena en Uruguay, Brasil, Chile, Argentina, España y Estados Unidos. Recibió el Premio Nacional de Letras y el Premio Florencio. Publica habitualmente textos ensayísticos y crítica en Henciclopedia y El País Cultural. Ha dirigido y conducido programas en radio y televisión. En el mes de junio de 2016 el jurado del XXIII Premio Nacional de Narrativa “Narradores de la Banda Oriental” decidió otorgarle el Gran Premio a su novela Tesoro (ahora publicada por Banda Oriental, agosto 2016, 140 págs.), por ser “una novela de aprendizaje que con delicadeza recorre tiempos y espacios montevideanos. El protagonista realiza una búsqueda y va fabulando tesoros hasta encontrar uno posible en el legado de su padre”, explica el fallo.

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