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Montevideo y Santa María

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Adelanto del libro El Azar y el Destino, Viajes por Latinoamérica que está llegando a Uruguay

Me despierta el silencio. Lo primero que veo en el muelle vacío es a un hombre. La escoba que sujeta en la mano parece una lanza. Es como un guardián solitario. El sol acaba de salir justo detrás de él. Unos enormes contenedores proyectan a su costado y a sus espaldas unas largas sombras. El hombre ha barrido bien. Eso le convierte, ahora que está tan quieto, en una estatua en una ciudad pródiga en estatuas. Los pasados violentos ofrecen a la posteridad esculturas heroicas. Sin revoluciones aquí no habría sucedido nunca nada. Éste será un día extraño, porque Montevideo es una ciudad extraña. Juan Carlos Onetti, uno de los escritores que más admiro, era oriundo de esta ciudad, aunque vivió muchos años en la otra orilla del gran río, en Buenos Aires y, más tarde, por razones políticas, en Madrid. No era un escritor fácil ni tampoco agradable. Era mordaz, testarudo, apenas comparable con nadie, razón por la cual ha sido elogiado por otros escritores, como hizo recientemente Vargas Llosa. Hay un tema que nadie elude: Santa María. Esa es la ciudad en la que se desarrollan algunas de las historias y novelas de Onetti, una ciudad que él inventó y describió con tal precisión que podría diseñarse un mapa callejero de Santa María con los datos que aporta, incluyendo en este mundo el puerto y el burdel, la consulta del enigmático doctor Díaz Grey y el astillero condenado a la ruina donde el personal posee fantásticos títulos pero no cobra su sueldo. La historia describe algo así como el sueño fracasado de un loco y consigue crear un suspense parecido al de la novela de Hermans, No dormir nunca más. Santa María es una ciudad inexistente que parece oscilar entre la realidad y la apariencia. Su realidad claustrofóbica no existe más que en los libros de Onetti. Cuesta creer que es una ciudad imaginaria cerca del río que hemos navegado. Santa María, una telaraña de crímenes y sospechas por cuyas calles inexistentes camina, acompañado de la muerte, el delincuente Augusto Goerdel, el protegido del padre Bergner. No, esa ciudad no es Montevideo, es demasiado grande para ello. Seguramente Onetti se inspiró en una de las localidades costeras próximas a la capital. El espíritu de la gran ciudad —los bares con mujeres y mucho alcohol, las extrañas agencias publicitarias y las redacciones (Onetti tenía que ver con las dos, tanto en Montevideo como en Buenos Aires)— es el elemento natural por el que transitan sus relatos y novelas. Así que mientras paseo por aquí me siento casi físicamente en su amargo universo. No es difícil, la ciudad proporciona suficiente materia: barrios degradados, antiguos cafés con periódicos llenos de noticias políticas y crímenes, nombres de un juego de mesa que desconozco, un cuadro de cerámica en que se representa a los héroes de la lucha por la independencia de 1825, señoras mayores sentadas bajo los plátanos de sombra, angostas calles de edificios coloniales con fachadas de pintura desconchada, y, entre esos edificios, pequeños espacios de tierra de nadie. Y luego, otra vez, frente a un banco ubicado en un pomposo edificio de poderosas columnas, veo a un hombre que busca latas vacías hurgando en las bolsas de basura acompañado de su carrito tirado por un caballo. Esta no es una ciudad para verla en un solo día, aquí hay que quedarse un tiempo. Podría escribir una extraña historia sobre tantas cosas: el Mercado del Puerto, los instrumentos antiguos, los gramófonos de otra época, las miles de tazas de mate, las pequeñas orquestas que se mueven por entre los puestos del mercado, las últimas cristalerías de la abuela, un perro de porcelana, un libro con héroes nacionales, la vida de Bolívar, y tantos otros objetos cubiertos de polvo, un polvo viejo. Veo los restos de una antigua muralla y la catedral. Luego otro de esos altos bloques de apartamentos de cristal que dan miedo y en cuya fachada sobresalen los aparatos de aire acondicionado como pústulas triangulares. (...) En una librería pregunté dónde está enterrado Onetti. "En el Cementerio Central". Podría haber caído en la cuenta de que no era cierto, porque Onetti murió en Madrid. Pero como esas cosas nunca se saben a ciencia cierta, me acerqué al cementerio y en menos de cinco minutos me vi inmerso en el siglo XIX. Había estatuas envueltas en las prendas de piedra de Balzac y Flaubert, viudos dolientes junto al cadáver de sus esposas ya también convertidas en piedra, un obispo con mitra sobre un tálamo elevado, la superficie marmórea de la tumba de Luis Batlle Berres, 1897-1964, quien debió de ser un hombre poderoso, porque yace con los pies en dirección a la verja que separa el cementerio del río. A esa tumba le pertenece una cripta. La muerte por esos lares requiere los servicios de un buen gestor, porque interviene una ingente cantidad de propiedad inmobiliaria: capillas, palacetes, criptas. Durante un buen rato me quedo observando el ancho río. Quizá aún consiga encontrar en su orilla la imaginaria ciudad de Onetti con todas sus intrigas y sus crueles secretos.

El autor.

Cees Nooteboom (n. 1933) es escritor y poeta holandés, varias veces candidato firme al Premio Nobel, y colaborador de El País Cultural. El texto adjunto pertenece a su último libro traducido al español, El Azar y el Destino, Viajes por Latinoamérica (Siruela/Gussi) elaborado a partir de experiencias vividas entre el 2005 y el 2009. Fue traducido por Isabel-Clara Lorda Vidal.

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