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El fin de una modernidad

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Enzo Traverso

A partir del siglo XVIII la identidad judía vivió entre la secularización y la dependencia de la observancia de la religión. Un ensayo jugado.

EL FINAL DE LA MODERNIDAD JUDÍA, de Enzo Traverso. Fondo de Cultura Económica, 2014. Buenos Aires, 238 págs. Distribuye Gussi.

A MEDIADOS del siglo XVIII comenzó para los judíos de Europa centrooccidental un doble proceso: la asimilación legal al resto de la población de los países en que residían y, con esta "salida del gueto", la secularización, de modo que la identidad judía ya no dependía de la observancia de la religión ancestral.

Cosmopolitas y nómadas, ciudadanos de sus patrias pero ante todo europeos, su condición de parias ilustrados, no aceptados nunca en plena igualdad —el antisemitismo persistía y culminó en el Holocausto de la Segunda Guerra Mundial— los puso en un lugar privilegiado para la creación artística y el análisis crítico de la realidad política y cultural. Heine, Marx, Freud, Kafka, Walter Benjamin y Einstein son apenas unos pocos ejemplos de este aporte intelectual.

Todo cambió, según Traverso, tras el Holocausto. Hay aún bolsones de judeofobia, y el pueblo judío ha pasado a ser una minoría aceptada. La memoria del genocidio nazi se ha vuelto una especie de religión civil, pero basada en la mala conciencia: las ceremonias y monumentos conmemorativos permiten a Europa —en especial a Alemania— expiar la vieja culpa, pero no le impiden marginar a otras minorías (Traverso es duro crítico de la islamofobia, sin por ello justificar el terrorismo islámico fundamentalista). El fin de la persecución, y el establecimiento del Estado de Israel como una especie de reparación del Holocausto, han influido para que muchos intelectuales judíos hayan sido, en las últimas décadas, no críticos sino pilares del establishment.

Al inicio del libro el autor ilustra el proceso con un ejemplo: en diciembre de 1917 los dirigentes bolcheviques judíos León Trotski y Karl Radek llegan a Brest-Litovsk para hacer la paz con el Imperio Alemán, y bajan del tren repartiendo panfletos revolucionarios a las tropas para escándalo de generales y diplomáticos presentes; en la otra punta del proceso, en 1973, en París, quien pacta representando a los EE. UU. para negociar el fin de la Guerra de Vietnam es otro intelectual judío, huido de la Alemania Nazi: Henry Kissinger, cuyo conservadurismo extremo está fuera de duda.

Traverso asocia estos cambios a un movimiento demográfico. Antes del nazismo el grueso de estos intelectuales judíos estaba en Europa central, región multiétnica para cuya cohesión cultural fueron determinantes, al adoptar la lengua y la cultura alemanas. A partir de la década del 30 comenzaron a trasladarse al otro lado del Atlántico. Este cambio, junto con el surgimiento de Israel más el apoyo que recibe de Estados Unidos, estarían en la raíz de este giro cultural y actitudinal.

No ignora el autor que hay aún intelectuales judíos contestatarios, pero entiende que no son tantos ni tan radicales como en el período que se abrió con la Ilustración y terminó con el inicio de la Guerra Fría. Traverso es por momentos demasiado esquemático; el lector no debe olvidar que se refiere a tendencias generales, no a las habituales totalizaciones ("todos los judíos son…") tan del gusto de los antisemitas.

Es de especial interés el deslinde entre judeofobia, antisemitismo y anti sionismo, esto es, la oposición a la existencia de un Estado judío, que no implica estar en contra de los judíos como tales. Traverso estudia el ejemplo de Hannah Arendt, intelectual judía que supo anticipar muchos de los problemas políticos y éticos que trajo la convivencia entre la población judía y palestina. 

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