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Migrantes de ayer y de hoy

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Foto Georgios Giannopoulos
Georgios Giannopoulos

Extracto de su nuevo libro La muerte del prójimo.

HUBO UN tiempo en el cual el viajero golpeado por el destino, el náufrago aferrado a los restos de su embarcación, suscitaba piedad, curiosidad, casi un estremecimiento erótico. Formaba parte de los huéspedes, que a su vez eran sagrados y estaban protegidos por los dioses. Una vez más es Nausicaa quien nos informa: "No hay ni habrá nunca un mortal terrible que venga a hostilizar la tierra de los feacios, pues a estos los quieren mucho los inmortales. Vivimos separadamente y nos circunda el mar alborotado; somos los últimos de los hombres y ningún otro mortal tiene comercio con nosotros" (Odisea, VI). Cuando Ulises, cubierto de sal, termina extenuado a sus pies, la hija del rey de los feacios no le pregunta quién es ni de dónde viene. Un huésped se encuentra próximo, tiene necesidades concretas: darle una mano quiere decir, literalmente, mover las manos para ayudarlo. Por lo tanto, Nausicaa les ordena a las doncellas que le entreguen vestidos limpios, que lo bañen en el río y unjan su cuerpo con aceite. Ulises, que no se arredra ante las lanzas de los enemigos, ni ante el Cíclope, no soporta la visión de esas jóvenes manos sobre su piel desnuda y llagada por la sal. La proximidad es inesperada y excesiva, el náufrago se retrae: agradeciendo, dice que se las arreglará solo (Odisea, VI).

El viajero llegaba desde lejos, pero podía transformarse en prójimo: un prodigio que ya no ocurre. No solo era recibido: se convertía a menudo en alguien superior al ciudadano común. En una sociedad casi privada de medios de comunicación, era el mensajero de otro mundo y tenía siempre algo que revelar. La oferta de princesas locales al extranjero inesperado no es un frívolo adorno posterior, sino precisamente el reconocimiento simbólico de su rango. Nausicaa se ofrece a Ulises y Lavinia es ofrecida a Eneas por el rey Latino, su padre. Así como la princesa Malintzin fue ofrecida a Cortés, muchos viajeros occidentales recibieron durante mucho tiempo regalos y mujeres, a pesar de que su llegada daba inicio a una conquista.

Naturalmente, se presentaban otras situaciones. Los desplazamientos de poblaciones numerosas podían dar lugar a trágicos conflictos. Pero, en general, una cierta cantidad de nómades se consideraba normal en todas partes, y no hubiera podido ser de otro modo, ya que era la forma de vida que prevaleció hasta la difusión de la agricultura, es decir, hasta hace unos pocos miles de años atrás. En mayor o menor medida, tanto los cazadores como los agricultores tienden a defender su territorio, pero, como la densidad de la población era escasa, los conflictos no resultaban inevitables.

Por lo demás, hasta hace poco Italia, un país sin una tradición inmigratoria, recibía a los extranjeros como visitantes más que como inmigrantes. La diversidad, al no ser frecuente, revelaba algo nuevo. Encontrarse con un chino o con un hindú evocaba grandes y antiquísimas civilizaciones: su distinta forma de pensar más que desconfianza despertaba curiosidad. Una actitud que formaba parte de la cultura nacional, casi incontaminada por el breve colonialismo italiano y el aún más breve racismo fascista.

El náufrago era un caso extremo de viajero golpeado por el destino. En la tradición europea, la guerra en el mar era cruel como todas las guerras, pero los capitanes de las naves victoriosas no solían encarnizarse con los náufragos, y si era posible los ayudaban. Este histórico patrimonio de humanidad dentro de la inhumanidad ha desaparecido hace poco. En la Segunda Guerra Mundial, la nave que lograba hundir a la nave enemiga, si podía se detenía para verificar si quedaban sobrevivientes, pero no para recogerlos, sino para ametrallarlos.

Hoy en día, los inmigrantes llegan desde el mar en embarcaciones que son prácticamente desechos. No obstante, cada vez se los reconoce menos como viajeros y se los considera más como invasores. Con la nueva inmigración, Occidente, que temía caer en la apatía luego del fin de las ideologías y de la desaparición del muro de Berlín, descubre el centro emocional de una nueva política y una razón para edificar nuevas murallas. Cada vez con mayor frecuencia, por otra parte, los inmigrantes no son como Ulises, que se avergüenza y dice que se las arreglará solo: plantean exigencias desde el momento de su desembarco.

El autor.

LUIGI ZOJA (n. 1943) es psicoanalista y escritor italiano. De su extensa obra publicada en Italia se ha traducido al español Paranoia. La locura que hace la historia (FCE, 2013) y La muerte del prójimo (FCE, 2015) del que se tomó el texto adjunto. Este libro trata sobre una paradoja: cómo la actual revolución en las comunicaciones, que favoreció la solidaridad a distancia, convirtió el amor por el prójimo en una abstracción, tendencia que se ve reflejada en la indiferencia que sentimos por quienes están cerca, a quienes percibimos como extraños.

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texto de luigi zojaLuigi Zoja

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