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Lejos de la selva

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Clásica escena que preocupaba al crítico Horacio Quiroga (fotograma de Friends, de D.W. Griffith, 1912, con Henry B. Walthall y Mary Pickford)

Antes de sus cuentos de amor, locura y muerte, escribía desde una butaca de cine comentarios críticos sobre la cinematografía de la época. Una crítica, por cierto, fuera de lo común.

MUCHO ANTES de que el director Robert Bresson defendiera —pasada la primera mitad del siglo veinte y desde una teorización más o menos compleja y fundamentada— la independencia del cine (que él llamaba cinematógrafo) respecto al arte teatral, y el gran valor del silencio, un modesto crítico de Buenos Aires postulaba lo mismo.

El crítico era uruguayo y su tarea principal era la ficción. Horacio Quiroga, que iba a ser recordado por una vida atribulada, por sus cuentos de la selva, de amor, de locura y de muerte, y por un decálogo más mencionado que adoptado sobre el arte de escribir, fue también un espectador asiduo de las primeras décadas del cine. El nuevo medio expresivo fue abordado por Quiroga (1878-1937) a partir de estrenos puntuales, y también le sirvió de inspiración para una serie de cuentos.

NUEVA LUZ.

Con una impronta académica que no excluye la amenidad, los investigadores Gerardo Ferreira y Andrés González Estévez siguen esa trayectoria del escritor salteño en Horacio Quiroga: contexto de un crítico cinematográfico, libro compuesto casi a partes iguales por dos exhaustivos análisis y un conjunto más o menos árido de anexos documentales que incluyen relevamiento de crónicas cinematográficas de Quiroga y de otros autores, transcripción de un par de notas de Quiroga, y un artículo laudatorio sobre éste del escritor Alberto Lasplaces escrito en 1922. El conjunto echa luz sobre un autor y un período y sienta bases para futuras investigaciones de académicos y/o autodidactas.

El grueso del estudio se enfoca en dos de los medios argentinos para los que trabajó Quiroga: las revistas Caras y Caretas y Fray Mocho (mencionando otras como Atlántida, El Hogar, Mundo Argentino, etc.); y considera sus tres etapas como crítico: de 1918 a 1920, el año 1922, y de 1927 a 1931, coincidentes con una etapa de su vida familiar en la que necesitaba redondear ingresos para sustentar, en principio, a los dos hijos de su primer matrimonio y luego, hacia 1927, a la familia que formará cuando se case con María Elena Bravo. Lo medular del ensayo de Ferreira y González Estévez es el modo en que contextualizan las reseñas de Quiroga, haciéndolo dialogar con su tiempo, y extrayendo de ese diálogo marcas diferenciales importantes. Por ejemplo, un análogo trabajo de reseñista y para los mismos medios lo hacía Narciso Robledal de un modo más prolífico pero desde una mirada hegemónica, por no decir convencional. Donde Quiroga veía un medio artístico en expansión y dueño de sus propias e intransferibles técnicas, Robledal veía un arte subsidiario del teatro y la literatura. De esa técnica de contraste, la labor del uruguayo (más exigua) sale potenciada.

La dualidad en el punto de partida se extendía a las preferencias cinéfilas; era obvio que para Robledal el cine era sobre todo el europeo, cargado de resonancias culturales, en tanto el estadounidense le iba a tirar más a Quiroga, pero no sólo por el dinamismo visual y el espíritu de conquista. En ese cine podía sentir el pulso visceral y sanguíneo de sus propias historias y de su condición de hombre rudo, protector y dominador de tiernas muchachitas. En los anexos se recoge, precisamente, una crónica de Quiroga aparecida en 1919 en la revista El Hogar, en la que habla de la altura de las estrellas. La particularidad de que en el cine estadounidense (y él se refiere en especial al de Griffith) las actrices fueran notoriamente más bajas que los protagónicos masculinos, le permite todo un panegírico sentimental y bochornosamente machista respecto a cómo deberían ser las relaciones entre los sexos: "todos sabemos que el abrazo a una mujercita que debe alzar la cabeza para mirarnos, nos torna profundamente tiernos; surge sin duda del remoto fondo de los siglos, el sentimiento de protección al ser más débil". Clarito.

CUATRO CUENTOS.

La colaboración de Quiroga en Caras y Caretas—revista que había publicado varios de sus cuentos— venía auspiciada por un seudónimo llamativo, "El Esposo de D. Ph.", conocido para iniciados en la narrativa del autor en la medida en que autocitaba su relato folletinesco "Miss Dorothy Phillips, mi esposa", publicado en 1919 en La novela del día, una de las revistas de la época en Buenos Aires dedicadas a publicar novelas. El narrador y protagonista era Guillermo Grant, un empleado público y "americano del sur" reacio al matrimonio, enamorado de las bellezas del norte que prodiga la pantalla. Seducido por una de ellas —para llegar a la ficticia Dorothy Phillips Quiroga menciona a las reales Miriam Cooper, Grace Cunard, Edith Roberts y otras— viaja a Estados Unidos fingiendo ser millonario con el único propósito de casarse con ella, pese a que ya está casada. La dosis de humor burlón hacia la interna del mundo del espectáculo y de sus fans que maneja Quiroga aquí es importante, como también lo es su visión vitriólica del mundo de la pareja. El relato opta para su final por una tangente romántica (todo fue un sueño) pero que profundiza con sobrado realismo la brecha entre realidad y ficción.

El personaje de Guillermo Grant vuelve dos años después en el relato "El espectro" (1921), que también recurre a postulados románticos (un amor imposible, una muerte oportuna, traición y culpa) pero los enmarca en una narrativa diferente virada a lo fantástico. Imposible hoy, frente a la ruptura realista que se da cuando el personaje del fallecido Duncan Wyoming "mira" hacia la platea del cine donde están su viuda y su mejor amigo (Grant) y avanza hacia ellos, no pensar en La rosa púrpura de El Cairo (Woody Allen, 1985), referencia que ya señaló Pablo Rocca en "Horacio Quiroga ante la pantalla", artículo universitario publicado en 2003. Puente que se puede seguir tendiendo con el tercero de los cuentos cinéfilos de Quiroga: "El puritano" (1926) se ambienta en el corazón nocturno de una sala de cine, cuando la función ya terminó y los "actores muertos del film" se reúnen en tertulia. Una de las actrices, suicida por amor, ve cada noche al hombre casado que la rechazó en vida asistir a la exhibición de sus películas, mientras los demás actores observan y comentan la situación. También aquí un desenlace fatal restituye la ecuación AmorMuerte y el irrefrenable happy end de la ficción.

En 1927 Quiroga publica el último cuento donde aparece Grant, "El vampiro", reformulación del mito de Frankenstein a partir del intento de un personaje de dar vida a los seres de la pantalla y traerlos al mundo real. El asunto parece cerrar, luego de la travesía fantástica por los cuentos precedentes, la visión de Quiroga respecto al arte cinematográfico: un medio de aprendizaje, pero también un peligro de seducción y vampirismo como nunca antes dio el arte, frente al que la mente de algún modo debía estar atenta para no quedar del lado de la ilusión.

Con la implementación paulatina del cine sonoro a partir de 1927 la pasión de Quiroga por la pantalla fue decayendo, al igual que su propia vida. Como sea, ya había registrado el fenómeno y sus implicancias estéticas y emocionales en ese conjunto de crónicas que este volumen universitario menciona y clasifica, y en ese puñado de cuentos de factura ligera y humorística que aunque cambiaban la selva misionera por la cómoda butaca del espectador, seguían siendo en lo profundo nuevos cuentos de amor, locura y muerte.

HORACIO QUIROGA:  CONTEXTO DE UN CRÍTICO CINEMATOGRÁFICO. Diálogos con Caras y Caretas y Fray Mocho (Buenos Aires 1911-1931), de Gerardo Ferreira y Andrés González Estévez. Edición de la Biblioteca Nacional, 2014. Montevideo, 189 págs.

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