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La lección de Carson

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Mercedes Estramil

Tomado de su nuevo libro Iris Play, que recopila piezas publicadas en revista Bla y otras inéditas, va esta mirada dolorosamente uruguaya a través de los ojos de la protagonista, una chica provocadora llamada Iris Play.

Ya con varios meses de crítica literaria en mi currículo, he podido extraer algunas enseñanzas. Más enseñanzas que dinero, eso seguro. Desde ya les digo que si quieren ser vilipendiados, pobres y ególatras, se dediquen a esto. Lo primero es constatar que hay demasiados escritores que no saben escribir, incluida yo misma, que por pura vanidad he ido a mirar mi primera novelita y salí espantada de las miserias que puse y expuse ahí: los lugares comunes, la adjetivación innecesaria, la frase redundante, los personajes planos, el derroche de banal ingenio, la sensiblería, la pose, el no tener qué decir. Pero me perdono, a fin de cuentas, se trata de mí. Lo segundo es constatar que –salvando honrosas excepciones- los hombres escriben mejor que las mujeres. Las oigo. Las oigo, feministas, adalides de la lucha de géneros, amazonas de la literatura. Pero es así. No me pregunten por qué: es una cuestión de olfato, de radar interno, de intuición “femenina”. Creo que tiene que ver con que la mayoría de las mujeres escritoras desea hacer sentir en la escritura que es Mujer, que tiene un cuarto propio y todas esas cuestiones, en lugar de preocuparse por escribir algo de verdad interesante y que no se caiga de las manos a la segunda página. Puedo estar siendo un poco dura, pero la vida me enseñó que del rigor siempre se saca algo, aunque más no sea, dolor.

La tercera enseñanza, y quizá la más importante, es que la escritura no salva. No crean que escribir los eximirá del alcohol, la droga, el suicidio, un cáncer, la pobreza o un divorcio. Muy por el contrario; lo más probable es que los conduzca a algo de eso rapidito y con mano firme. No voy a repetir la lista de los escritores que sucumbieron a esos destinos porque me insumiría todo el espacio. En mi caso, por ejemplo, bastó la merecida fama de mi debut literario para darle a mi esposo la causal de divorcio que estaba precisando. No me atrevo a hablar de envidia porque para envidiar hay que admirar y para admirar algo hay que saber, y este señor sabe menos que los ex esposos juntos de Corín Tellado, J.K. Rowling, Toni Morrison y Pearl S. Buck. Tan poco sabían que dejaron ir a dos futuras millonarias y dos Premio Nobel. Espero que mi ex corra la misma suerte, o, en su defecto, reconozca el garrafal error que está cometiendo y regrese. ¿Acaso no reincidió con el mismo sujeto la sureña Carson McCullers, autora de uno de los mejores títulos de novela que se han escrito jamás? Cierto que lo esperó poniéndole unos cuántos cuernos lésbicos, pero eso es un detalle que a Reeves McCullers, al parecer, no le quitó el sueño.

Lo que la literatura sí hace, y usted estará de acuerdo conmigo, es llenar el vacío y, en la medida en que se teje con las hebras del dolor, proporcionar un cierto alivio. A ver: ¿qué es su desgracia o la mía, comparada con las del Jean Valjean de Victor Hugo o el Gregorio Samsa de Kafka? Frente a esas historias, casi da vergüenza llorar por un abandono amoroso. Tentada ya de compararme con la Anna Karénina de Tolstoi o la Bovary de Flaubert, adúlteras consumadas, advierto que esas pertinaces heroínas no acabaron muy bien pese a lo dispuestas que estaban al amor. Ni qué decir de la pobre creación de Edgard Allan Poe llamada Berenice, criatura desgraciada si las hay, en cuyo favor apenas puede decirse que tenía una dentadura completa. No, no voy a releer esos casos en procura de una dudosa solidaridad de género. Necesito ver sufrir a un hombre. Preferentemente a un espécimen ganador, de ésos que creen que se llevan el mundo por delante. Necesito una historia de desesperación e impotencia (no necesariamente literal). Me vienen al recuerdo dos relatos maestros, porque la desesperación y la impotencia propias también son poderosos estimulantes mnemotécnicos.

El primero es “A la deriva” del vernáculo y feúcho Horacio Quiroga, que entre los accidentes y suicidios que vio y provocó, y el ostracismo selvático y los consistorios literarios y su dolencia prostática y los malogrados amores hacia jovencitas que no me explico qué le veían, tuvo tiempo de escribir lo suyo. El comienzo es como me gustan a mí los comienzos, directo y sin vueltas: “El hombre pisó algo blanduzco, y enseguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante y, al volverse, con un juramento vio una yararacusú que, arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque”. Incluso para alguien que no sepa nada de víboras el asunto no se muestra fácil, y el misionero Quiroga pronto da una magistral clase sobre cómo se llega, en un santiamén, a comprar un destino fatal. Lo primero que hace Paulino –el mordido- es algo ya completamente inútil pero necesario para la autoestima: matar a su agresor. Lo siguiente tratar de llegar a su casa. Y llega. Y en la casa está la esposa, Dorotea. Imagínense la situación: llegar con la pierna mordida por una serpiente venenosa a donde nos espera nuestra media naranja. Momento ideal para pedir ayuda de buenas maneras, pedir perdón por los males que hayamos ocasionado, reconfirmar los votos amorosos y dar consejos para la viudez. Pero Paulino pide caña, y de malos modos. Se cansan los críticos de hablar de la indefensión del hombre frente a la naturaleza, pero lo más amargo de ese cuento es ese trozo patético de vida conyugal que ni a las puertas de la muerte obsequia un gramo de ternura. Por supuesto, los últimos pensamientos de Paulino tampoco son para Dorotea, qué va, sino para un ex patrón de apellido inglés. Un homenaje desde aquí a todas las yararás.

El segundo relato que recuerdo es del apuesto yanqui Jack London, a quien su supuesto padre –el astrólogo William Chaney- no reconoció como hijo, asegurando que cuando convivió con su madre era impotente. Todo un comienzo. Al toque London dejó de buscar papá y se fue a buscar oro al Klondike, como si fuera un asunto de coser y cantar. A tiempo descubrió que si seguía allí perdería algo más que los dientes –que los perdió, por escorbuto- y se dedicó a hacer dinero con la literatura, cosa que en el Norte era y es posible. De esa experiencia surge un espléndido ejercicio de resiliencia fallida: “El fuego de la hoguera”, donde un hombre atraviesa el helado Klondike hacia un campamento donde esperan sus compañeros. No sabemos qué hace el hombre, pero sí que ha dado un rodeo por asuntos de negocios, y que desoyendo consejos ha decidido ir solo, apenas acompañado por un perro al que utiliza sin ningún prurito para averiguar si el hielo quiebra bajo sus patas. El frío recrudece, el hombre es el que mete la pata en un charco helado, sus manos agarrotadas no son capaces de prender una hoguera, y ese es el comienzo del fin. Y uno podría pensar: bueno, ahora sí este individuo va a pensar en la vida, en su pasado, en algún ser querido, etc. Qué va. Piensa en matar al perro y refocilarse en sus entrañas para desentumecerse las manos. Y piensa en su gran error al no seguir el consejo de no viajar solo (porque en general el remordimiento del ser humano nace de la derrota). Debo agradecerle a London que salve al perro y mate al hombre, cuyo corazón es más invernal que todo el Klondike.

Quizá la lectura también salva un poco. Fuertes, autosuficientes, solitarios, machos alfa; los protagonistas tanto de Quiroga como de London fracasan ante la naturaleza y ante la vida, e Iris Play está considerando incluir en el reparto conyugal de bienes una crucera o un pasaje a Groenlandia. Seguro que el muy tonto los aceptaría, de arriba un rayo. Pero no. Iris Play, es decir, yo, va a llorar en abundancia y va a escribir una historia de amor (se venderá como pan caliente), y sin ninguna vergüenza abusará de los adverbios terminados en “mente” y de las heroínas sufrientes y enamoradizas, y las hará subir a los podios más absolutos de la felicidad. Pero recordará con humildad, en todo momento, aquellas sabias palabras de Carson en El corazón es un cazador solitario: “Bajar es siempre la parte más difícil de cualquier escalada”.

(tomado de Iris Play, de Mercedes Estramil. HUM, 2016. Montevideo, 120 págs.)

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