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Juramentos traicionados

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Shusaku Endo

El "Holocausto asiático" que cometió Japón durante la Segunda Guerra Mundial vuelve en esta pieza que aborda uno de esos crímenes ocurrido en 1945 en la isla de Kyushu.

En 1922 el escritor japonés Ryunosuke Akutagawa publicó “En el bosque”, un cuento breve que presentaba un interesante recurso narrativo. Consistía en contar el mismo episodio (el asesinato de un hombre) desde el punto de vista de cada uno de los involucrados, incluido el muerto, que lo hacía a través de una médium. La estrategia era ingeniosa pero además tenía otra particularidad: cada uno de los protagonistas (una mujer, su esposo y un delincuente) se inculpaba y asumía la autoría del crimen, y cada versión en sí misma parecía convincente e incontrastable. Por un lado, y aunque los acontecimientos del relato no están fechados, el mismo se podía leer como una versión epilogal del Japón feudal, amasado en base a mitos como el del honor, el heroísmo, la vergüenza, etc. Por otro, desde que Akira Kurosawa vio sus posibilidades cinematográficas y adaptó ese y otro texto de Akutagawa en 1950 al filmar Rashomon, se ha podido hablar de “efecto Rashomon” para dar cuenta de la relación entre discursos incompatibles sobre un mismo hecho y la verdad, objetiva y unívoca, del hecho mismo. Que el filme de Kurosawa haya surgido en la década del cincuenta, cuando la Segunda Guerra Mundial había terminado con desastroso resultado para Japón y sus efectos se seguían juzgando y jugando a nivel de las grandes potencias, no deja de ser un dato significativo.

En 1958 otro japonés, Shusaku Endo, escribía El mar y veneno (Umi to Dokuyaku) una novela sobre un aspecto particular de esa guerra, donde ese “efecto Rashomon” estaba presente.

LOS HECHOS.

Shusaku Endo (1923-1996) tuvo la particularidad de profesar una religión minoritaria en Japón, la católica, y de estudiar literatura francesa en la universidad de Lyon. Un poco a la manera en que hoy lo es Haruki Murakami, Endo también fue un escritor occidentalizado cuyas novelas (El mar y veneno, Silencio, Escándalo y otras) le valieron los más importantes premios de su país, la candidatura al Nobel y buena difusión internacional.

El mar y veneno mostró tempranamente su potencial narrativo, capaz de deslizar la circunstancia histórica en una ficción que se sostenía por sí misma. Se inspiró en un episodio ocurrido el 5 de mayo de 1945 en Kyushu, cuando un bombardero estadounidense cayó y varios de sus sobrevivientes fueron trasladados a un recinto médico universitario en la zona de Fukuoka. Allí fueron torturados y utilizados como cobayos para experimentos científicos; todos terminaron muertos. No era nada nuevo. Desde fines del siglo XIX y durante el mandato del emperador Hirohito la expansión militar japonesa fue fulminante, y esas prácticas eran habituales con los prisioneros de guerra y con opositores al Imperio, sin importar edad, raza, sexo, etc.

Esta especie de “Holocausto asiático”, como algunos lo definen, supo vestirse con un ropaje científico progresista  –violando todo juramento hipocrático, protocolo de guerra y ética humanitaria- para enmascarar el eslabón más sórdido de la voluntad de poder, la esencia misma del mal. Fue así que se practicaron vivisecciones de órganos (a menudo sin anestesia), amputaciones de miembros, inyecciones de virus mortales, congelamientos, etc. Todo un aparato estatal se montó a esos efectos, generando impresionantes usinas de horror, sobre todo en territorio chino invadido. En Manchuria, por ejemplo, funcionó el famoso Escuadrón 731 (en El País Cultural Nº 421, ver pdf adjunto en RELACIONADAS), con ramificaciones en varias localidades.

La novela de Endo entra propiamente en el tema de los crímenes de guerra hacia la mitad de su desarrollo. Comienza en primera persona con el relato de un personaje aquejado de neumotórax, que por un cambio de localidad debe conseguir otro médico tratante. Encuentra a Jiro Suguro, un hombre ensimismado y distante pero capaz de aplicar las inyecciones del tratamiento a la perfección. El médico tiene acento de Fukuoka y el paciente debe ir a esa localidad para una boda familiar. En el banquete -en un deus ex machina perdonable- su compañero de mesa justo sabe quién era Suguro. Al día siguiente, el paciente busca más información visitando un periódico y la propia Facultad de Medicina de Fukuoka. Cuando regresa a Tokio confronta a Suguro y abandona la consulta sin saber si volverá o no. El resto de la novela es un gran flashback que mete de lleno al lector en el escenario ominoso del hospital y la sala de cirugías, además de mostrar los contextos familiares de algunos personajes, la interna de poder entre los mandos médicos y hasta las pequeñas rencillas o envidias entre enfermeras.

Destaca la figura de Suguro, el internista de buen corazón (nos conmueve en principio su involucramiento con una anciana, su “primera muerta”) convocado por sus superiores para participar de los experimentos. Pero están también -como voces narradoras de dos capítulos sucesivos- el internista Toda, que ha tenido desde chico comportamientos no éticos y asume sin remordimientos su participación en la masacre; y la enfermera Ueda, que justifica su anuencia como el resultado inercial de una vida desgraciada. Por encima de estos personajes, que de un modo u otro se amparan en la obediencia debida, están los mandos superiores, en cuyas mentes Endo no entra, pero cabe pensar que simplemente subieron –o bajaron- un escalón más respecto a los anteriores.

MANTO DE OLVIDO.

Es en ese resto de historia y parte fundamental de la novela que se juega su sustancia: cómo leer lo ocurrido, de qué manera limpiar ese “efecto Rashomon” que las distintas voces van tejiendo de acuerdo a sus intereses, necesidades y circunstancias. Es sabido que los jueces históricos del momento –esto es: los vencedores- echaron un enorme manto de olvido y amnistiaron a la mayoría de los culpables o les impusieron penas irrisorias en relación a la magnitud de los crímenes. En 1950 el general estadounidense Douglas MacArthur conmutó las sentencias a muerte y redujo las condenas, y en 1958 todo el personal médico universitario involucrado quedó libre. No escapaba a la interpretación el hecho de que esos experimentos y otros tantos (con armas biológicas, etc.) dieron frutos científicos con su correspondiente proyección bélica (obviamente), y debió haber un canje de algún tipo entre información y justicia blanda.

También el relato de Endo, pese a su mirada crítica y condenatoria, distribuye una lámina de piedad (además de mucho lirismo) sobre lo sucedido. Por momentos lo explica como parte de la imperfecta y débil condición humana. Basta ver con qué dejo existencial y nihilista –en terrenos narrativos que ya había pisado firme Albert Camus- Suguro se cuenta a sí mismo por qué aceptó participar: “Acepté porque las llamas del brasero eran azules. Quizá fue por el cigarrillo de Toda. ¿Qué importa por qué dije que sí, por una cosa, o por esa otra? No importa, nada importa. Pensar y dormir. Dormir. Pensar no ayuda, solamente soy un hombre. ¿Qué importa lo que yo haga o piense?”. En otros, y también siguiendo la reflexión del protagonista, asumiendo que lo ocurrido sólo es un retazo de historia. O, se podría decir, una gota más, si bien de veneno, en la inmensidad del mar. Posible pero no única exégesis de un título enigmático, al que se suma la portada de un “gyotaku”, técnica por la cual pescadores japoneses del siglo XIX pintaban los peces que capturaban y luego los cubrían con papel para dejar constancia de su pesca.

EL MAR Y VENENO, de Shusaku Endo. Ático de los Libros,      
2011. Barcelona, 200 págs. Trad. de David Favard. Distribuye
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