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Juan Villoro sobre Ciudad de México, su complicada ciudad natal

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Ciudad de México
Ciudad de México.
Foto: Archivo

UN GRAN ROMPECABEZAS

Un libro que es crónica, pero también ensayo, testimonio y, sobre todo, gran literatura sobre todos los Méxicos que hay dentro del DF.

"Vértigo horizontal”, según recuerda en algún lado Victoria Ocampo y recoge después María Esther Vázquez, es una expresión que empleó el escritor francés Pierre Drieu la Rochelle (1843-1945) para expresar lo que sintió al atravesar la pampa, cuando viajó en tren desde Tucumán a Buenos Aires durante su visita a la Argentina en la década de 1930. Juan Villoro en el casi prólogo de Vértigo horizontal —el verdadero prólogo estuvo a cargo de Néstor García Canclini—, recoge el comentario irónico de Juan José Saer quien desmiente esa frase del escritor francés a la que considera “una figura poética afortunada, pero un error de percepción” y se sirve de ella para nombrar la abrumadora extensión de la Ciudad de México, que “se ha extendido en forma avasallante. En setenta años su territorio se ha vuelto setecientas veces mayor”, razón por la que se pregunta cómo atrapar esa desmesura. La respuesta, está claro, no puede ser más que subjetiva. Entonces, lo que encontrará el lector a lo largo de las 407 páginas de Vértigo horizontal será el intento, más bien imposible, de dar cuenta de todo lo que es la Ciudad de México a partir de la subjetividad de alguien que se ha pasado más de veinte años escribiendo desde los más diversos ángulos sobre los más curiosos aspectos de su ciudad natal.

Dada la desmesura del propósito, Villoro no se atuvo a una única manera de narrar. Ha elegido mezclar “la crónica con el ensayo y el recuerdo personal”, géneros en que el autor destaca y que, en buena medida, le han servido para ubicarse entre los escritores más notables de la lengua. Y si bien Villoro es un buen novelista y un excelente cuentista, es aquí donde el lector se da una panzada de gran literatura por su extraordinario poder de observación, su claridad expositiva, su proverbial elocuencia y su humor —por momentos desaforado—, que, en todos los casos, constituyen la marca de fábrica de un estilo que le permite hacer que las palabras sean algo así como las piezas de un fascinante rompecabezas de amable factura, cuyo resultado, en este caso, es una de las más complejas megalópolis del planeta.

Si uno quisiera enterarse de las razones por las que eligió esta forma, no habría que ir muy lejos. Casi al principio del libro, Villoro aclara: “el sincretismo del paisaje […] me llevó a adoptar un género híbrido, respuesta natural ante un entorno donde el presente se deja afectar por estímulos que vienen del mundo prehispánico, el Virreinato, la cultura moderna y la posmoderna”, lo que lleva a la pregunta sobre la que se va a estructurar buena parte del libro: “¿Cuántos tiempos contiene la Ciudad de México?”. El lector, incluso, podría ir más lejos y preguntarse cuántos Méxicos hay en la Ciudad de México.

Ya desde el índice —un magnífico diseño de Alejandro Magallanes, que, imitando la señalética de las líneas del subterráneo mexicano, siguiendo la lógica de nombre y dibujo con que se representan las estaciones— se proponen seis ejes temáticos: Vivir en la ciudad, Personajes de la ciudad, Sobresaltos, Travesías, Lugares y Ceremonias. A cada uno de ellos se adscriben cada una de las 45 entradas del libro. Así, por ejemplo, “El chilango” (gentilicio para los habitantes de la Ciudad de México), “El Merenguero”, “El Encargado”, “Paquita la del Barrio”, “El Rey de Coyoacán”, “El Vulcanizador” (o sea, el que atiende una gomería), “El Merolico” (que es el vendedor callejero), “El Zombi” y “El Limpiador de Alcantarillas” son Personajes.... En cambio, “¿Cuántos somos?”, “Los niños de la calle”, “Un coche en la pirámide”, “La angustia de la influenza. Diario de una epidemia” (que según se recordará dejó un tendal de muertos), “La desaparición del cielo”, “La nueva carne” y “El terremoto: ‘Las piedras no son nativas de esta tierra’”, caben en Sobresaltos. Y así con las otras categorías.

Autobiografía oblicua

Los textos de Vértigo horizontal varían en su extensión y objeto. Algunos son breves ensayos de naturaleza más bien sociológica. Tal es el caso de “El Merenguero” o “La zotehuela” —que se refiere a esa “suerte de traspatio o azotea intermedia, un remanso entre un piso y otro”—, textos que van al pie y concluyen rápidamente; otros, como “Los niños de la calle” (uno de los capítulos más dolorosamente terribles del libro) o “Del taco de ojo a la venganza de Moctezuma”, se extienden a lo largo de muchas páginas. Luego, están los que, como “Santo Domingo” o “El paseo de la abuela” apelan a la memoria familiar del autor, ya sea como testigo, o en los casos de “Si ven a Juan…” y “El conscripto” (que, por el tono del relato, se lee como una auténtica ficción) como descarnado protagonista. Luego están aquéllos que, como “Atlas de la memoria”, comparten ambas perspectivas. Justamente en el citado texto, que alterna reflexión y recuerdos familiares, luego de enterarnos que trasladarse en la ciudad “es un desafío tan severo que frecuentemente las obras públicas se conciben como una metáfora de la vialidad, no como forma real de desplazamiento”, Villoro ofrece ejemplos singulares: “En la Ciudad de México nunca han faltado puentes que no se concluyen, calles que desembocan en una vía muerta, pasos a nivel que no se usan o las avenidas de dos carriles que se ‘amplían’ pintando tres carriles en vez de los dos que ya existían. Al borde del Anillo Periférico, a la altura del Nuevo Bosque de Chapultepec, hay un monumento a la vialidad inútil: la ciclopista llega a una rampa que se alza en una pendiente que sólo el ganador del Tour de France podría remontar”. Y apenas unas páginas más allá, luego de reflexionar sobre la siempre cambiante fisonomía de la ciudad, escribe: “El habitante de la Ciudad de México no necesita ser deportado para perder su tierra natal. La urbe se ha transformado en tal forma que ofrece dos ciudades: una está hecha de los evanescentes relatos de la memoria colectiva; otra, de la devastadora expansión cotidiana”. Y luego, un poco más allá, concluye la idea diciendo: “El chilango se siente menos culpable de su entorno, pero también él requiere de mecanismos compensatorios para sobrellevar la destrucción. Uno de los más eficaces es la memoria, que establece un vínculo afectivo con la ciudad anterior, sumergida en la actual. Lo que se perdió como espacio tangible regresa como evocación personal; lo que antes era un paisaje ahora es nuestra autobiografía”.

Perfil
Juan Villoro

Juan Villoro

Juan Villoro (Ciudad de México, 1956) es cuentista, novelista, ensayista y cronista. Autor de la crónica de fútbol “Dios es redondo” y de novelas como “El testigo” (Premio Herralde), “El disparo de Argón” y “Arrecife”. También del libro de cuentos “Los culpables”.

Y acaso por esta última afirmación, bien se podría ver este libro como un intento de autobiografía oblicua, como la que también buscó llevar a cabo Georges Perec. Así, como es de imaginar, no toda la Ciudad de México desfila por estas páginas, tarea que por supuesto habría resultado inviable. Sin embargo, están muchos de los lugares más significativos para Villoro; también la historia de esos lugares que se entremezcla con la historia personal del autor. Luego, el testimonio de la manera en que las autoridades y los ciudadanos reaccionaron ante algunos de los momentos más significativos de la ciudad, como los terremotos y la epidemia de influenza. Están, asimismo, muchos de los personajes que, siempre según Villoro, permiten identificar al D.F. (hoy Ciudad de México): vendedores ambulantes, pequeños comerciantes formales e informales, burócratas, políticos, deportistas (¿la lucha libre es un deporte?), periodistas, escritores, artistas; todos ellos, “explicados” y presentados bajo otra luz que la que, cuando llegamos a la ciudad, nos permite nuestra condición de meros visitantes. Esos textos tratan sobre personas relativamente célebres —muchas de ellas, al menos para Juan Villoro (los escritores y poetas Roberto Bolaño, Jorge Arturo Ojeda, Francisco Cervantes, Mario Santiago Papasquiaro, Luis Felipe Rodríguez, Carlos Chimal, Xavier Cara, Mario Santiago, Tomas Segovia; la cantante Paquita la del Barrio; el cronista deportivo Ángel Fernández; los luchadores Adorable Rubí, el Hippie Vikingo, Mil Máscaras, Blue Demon, el Perro Aguayo, Huracán Ramírez, Black Shadow, Superbarrio, Fray Tormenta; políticos como José López Portillo, Felipe Calderón, Cuauhtémoc Cárdenas, etc.)—, y otros, sobre los seres anónimos que forman “la multitud en la historia”, según definía Georges Rudé a “los de abajo”. Hay capítulos que nos llevan a una profunda melancolía y otros críticamente corrosivos y francamente hilarantes, como el que se dedica a “El chilango”, donde se analiza el carácter del nativo de la ciudad: “Nuestro trato con la realidad es fácilmente esotérico. La mayoría de las farmacias tienen nombres de iglesias, como si los remedios fueran actos de fe, y hay quienes creen que los preservativos adquiridos en la Farmacia de Dios o en la San Pablo hace que todo pecado sea venial”, o a “Los mausoleos de los héroes”, donde se habla del destino de los restos de Hidalgo, Morelos, Pancho Villa y otros próceres mexicanos. Allí, en el apartado dedicado a Álvaro Obregón, se lee: “En 1915, el general había perdido un brazo combatiendo contra las tropas de Pancho Villa. Dotado de buen sentido del humor, solía decir que su amputada extremidad se encontró gracias a su pasión por el dinero: uno de sus asistentes lanzó una moneda al campo de batalla y, en la confusión de cuerpos, el brazo revivió para atraparla. Cuando Valle-Inclán estuvo en México, Obregón lo invitó a su palco en Bellas artes. Como a cada uno le faltaba una mano, aplaudieron entre los dos”. Y prosigue: “Pero el brazo tuvo un desenlace ajeno al humor negro que caracterizó a su dueño. Varias generaciones de niños mexicanos fueron aterrorizadas en nombre de la patria al visitar el sepulcro del caudillo. El brazo podía ser visto en un frasco lleno de formol donde se volvía cada vez más blando y amarillo. Recuerdo dos detalles cuando visité de niño esa cavidad oscura, extraño acuario de la muerte: las uñas bien cortadas en la mano del general y la larga línea de la vida en su palma. Aunque este último rasgo era irónico (Obregón murió a los cuarenta y ocho años), no pude verlo de ese modo”. Villoro continúa: “Una extraña pedagogía del horror permitió que el brazo fuera considerado edificante. Si los museos religiosos tenían escabrosas muestras de los clavos de Cristo o la lengua de algún mártir, no menos intensa, la Revolución mexicana mostraba ese brazo en progresivo deterioro. Aquel guiñapo daba pésima imagen de una revolución que se le parecía bastante y en 1989 fue sacado de la vitrina para incorporarse al féretro. Si el delirante Antonio López de Santa Anna, once veces presidente de México, hizo un funeral de Estado para su propia pierna, en 1989, por obra de los enterradores, Álvaro Obregón se convirtió en lo que no pudo ser moralmente: un hombre íntegro”.

Escribir sobre ciudades.

Este último ejemplo tal vez sirva para entender la manera en que Villoro construye muchos de sus textos: dato objetivo, estadística o referencia histórica; a ello se suma la memoria popular o la propia memoria autobiográfica; todo se somete a un comentario crítico que, en no pocas ocasiones, por absurdo, termina siendo humorístico. Sin embargo, quien narra, la mayor parte de las veces, se involucra con lo narrado y por ello contempla con alegría, tristeza y, en ocasiones, una cierta piedad aquello que le toca en suerte. En ello se diferencia de ilustres predecesores como el extraordinario Jorge Ibargüengoitia (1928-1983), celebrado autor de los artículos de Instrucciones para vivir en México (1990), o el prolífico Carlos Monsiváis (1938-2010), el otro gran memorialista de los chilangos, a quien, asimismo, podría sumarse Vicente Quirarte (1954), autor, de La ciudad como cuerpo (1999), Elogio de la calle. Biografía literaria de la Ciudad de México. 1850-1992 (2010) y México, ciudad que es un país (2018), entre otros libros afines.

Muchos escritores, con diversa suerte, han intentado en el pasado y seguirán intentado en el futuro escribir sobre sus propias ciudades. En éste su más reciente libro Juan Villoro lo ha hecho magistralmente. Que no queden dudas: es un volumen extraordinario. Se lee de punta a punta con muchísimo gusto y confirma a su autor como uno de los mejores prosistas actuales de la lengua. Para muchos quizá ésta sea una afirmación excesiva, pero no hay manera de ocultar el entusiasmo de este cronista al cabo de una lectura absolutamente placentera y, como podrán comprobarlo otros lectores, no exenta de emociones.

Vértigo horizontal

VÉRTIGO HORIZONTAL, de Juan Villoro. Anagrama, 2019. Barcelona, 416 págs. Distribuye Gussi.

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