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Las inglesas

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Gonzalo Calcedo

La adolescencia y sus pérdidas son el motor narrativo de este cuento del español Gonzalo Calcedo, tomado del libro homónimoLas inglesas, finalista en Bogotá.

Nada más aterrizar en nuestras vidas las inglesas alquilaron una taquilla en la consigna del aeropuerto para esconder sus zapatos. Iban descalzas a cualquier parte. Bebían desde temprano (el hielo lo compraban por sacos en la gasolinera) y se reían groseramente, como si el alcohol las hubiese vuelto masculinas y zafias. Las inglesas eran rubias, de buena talla y pesos muy diferentes. Las había grandes y ruidosas y también delgadas y livianas, como tallos por desarrollar. Gastaban poco en ropa porque el verano era compasivo y les permitía cubrirse con blusas anudadas al talle (ninguna sabía coser botones, decían con un acento terrible) y pantalones cortados a tijera, los bordes deshilachados como flecos de un cojín. Habían alquilado una casa de dos plantas y desván que cobijaba su tribu. Si caía un bendito aguacero fruto del calor, las inglesas salían al patio y se mojaban siguiendo un ritual en el que, una y otra vez, conjuraban su virginidad. Formaban una maliciosa familia. Todas eran hermanas o primas o amantes. La gente se quedaba mirando el jardín sombreado por las colgantes velas del dragón sin mástil que se pudría en el garaje y pensaba en un circo, en trapecistas y amazonas. Sonaba siempre música y las inglesas bajaban bailando la escalera de la casa y se duchaban en el jardín, sus albinos cabellos apelmazados por la gruesa espuma del jabón de barra que también servía para la ropa y los platos, sus redondos hombros brillando como manzanas tras haber sido sometidos al sol.

Las inglesas habían venido para impartir clases de idioma y todos los días adoctrinaban a las criaturas del pueblo y a la prole de los veraneantes en un campamento al aire libre. Cantaban Ain’t that a shame y Put a little love in your heart. Leían con cómica grandilocuencia a Lord Byron, a Nelson Gate y novelitas rosa de Bibiana Colomo. Su esperanto despertaba a los pájaros, hacía ladrar a los perros y esconderse a los gatos. No parecía muy académico, pero el charloteo en aquella lengua impresionaba a los adultos, que sonreían ante la fiesta perpetua, el baile desbocado y las comidas a deshora. Porque las inglesas no comían, o comían de noche, cuando nadie las veía. No respetaban ningún horario y eso engatusaba secretamente a muchas jovencitas del pueblo (Sandra y yo entre ellas), que en su fuero interno soñaban con ser inglesas, merecer el puesto de una de ellas e ir descalzas al aeropuerto y volar libres a la lejana Inglaterra. Lo sentíamos en nuestros humildes pechos, pero no llegábamos a manifestarlo, porque en el fondo las inglesas estaban de paso y su tez blanca y sus ávidas bocas y su teatro pasarían. Les diríamos adiós con la nostalgia de otro estío en los labios, como si el bosque cercano fuese a marchitarse tras su partida y la playa a cubrirse de podridas algas. Ellas se llevarían el verano en sus cabellos y los que nos quedábamos en tierra veríamos acortarse los días y barreríamos las hojas secas para quemarlas.

Mientras tanto, las inglesas campaban a sus anchas ignorando el calendario, sin saber si era martes o domingo. Hablaban al revés y se equivocaban con los cambios en la tienda. Compraban mucho de nada y poco de lo importante: patatas, fruta, carne... Vivían de mantequilla, helados de brandy y frutas confitadas. De café licuado (un bebedizo pardo, estancado en teteras de loza), ginebra, pipermín, vodka y el vino más barato del establecimiento, un tinto justiciero con lenguas y paladares. Si enfermaban vomitaban su ardor de estómago contra la fachada mal revocada del patio, justo encima del sumidero cuya rejilla semejaba un escudo de armas, y luego volvían a la vida, tan lozanas como al principio. Ante las miradas de reproche respondían con acaparadoras sonrisas de fábula. No querían irse, solo tener el sol y disfrutar de los baños y los saraos. Pero el calendario que habían ignorado seguía su curso y a los quince días enrollaron las alfombras, tendieron por última vez las sábanas y rascaron la costra de las sartenes. Exprimieron limones en los desagües y con el mismo jugo limpiaron los cristales de las diecisiete ventanas. Dejaron la casa recogida, plegaron las velas para convertirlas en mortaja del velero, arrinconaron los marfileños muebles de jardín en el velador y se fueron, la comitiva un callado funeral para la difunta holganza. El día antes habían besado una a una las bruñidas frentes de todos los pequeños. Por la mañana temprano abandonaron el pueblo en cinco taxis y las huellas de sus pies mojados por el rocío se secaron en los escalones de la entrada, justo allí donde un caracol dibujaba ante el mundo una elipse de baba plateada. Echaban de menos sus zapatos.
Alguien señaló a mediodía un avión que se elevaba en el cielo, entre la escarcha de las lejanas nubes altas, y aseguró que en él, por fin, se iban las inglesas.

Dos meses después de que ellas se fuesen Sandra me esperaba en la calle con los zapatos en la mano. El tramo de carretera que unía nuestras casas era un reguero de asfalto tibio al sol. Se descascarillaba en los bordes, tolerando brotes de tierna maleza, así que caminábamos por el centro cogidas de la mano. Queríamos ser inglesas y que se nos identificara como tal. Ni siquiera nos peinábamos y hacíamos sortilegios con nuestra ropa, convirtiendo los modosos vestidos y las rancias chaquetillas en algo más atrevido, hilos de seda que se enganchaban en el espino de los cierres y las lanzas que desde las vallas asaeteaban el cielo. Ya hacía fresco por las mañanas, porque era octubre y el curso avanzaba, pero dejábamos a nuestro paso una estela de verano. O eso pretendíamos. Sandra llevaba la voz cantante y yo me dejaba arrastrar por su arrogancia y quería ser tan inglesa o más que ella, aunque no había tenido valor suficiente para decolorarme el pelo hasta quemarlo. Si algún vecino nos recriminaba nuestra actitud sacudiendo la cabeza de lado a lado, condenándonos por anticipado al infierno, ella alzaba la barbilla y se sonreía por la victoria.

—¿Has visto qué cara ha puesto?

Era gente que nos conocía desde bebés y había asistido a nuestros bautizos. Dueños de fincas y tractores que en verano alquilaban las habitaciones libres a los turistas y vendían pescado de contrabando a los restaurantes, al otro lado del puente que cruzaba la ría. En invierno sus feas vidas se encogían como un fruto reseco al abrigo de cocinas en las que ardían viejas chimeneas de hierro colado. Uno tras otro iban cayendo al fuego los tarugos de madera cuidadosamente cortados, primorosos puzles de leña que atestaban los cobertizos y porches dando un aire de aldea medieval al pueblo. Pero eso vendría más adelante. Hoy tampoco hacía frío y caminábamos al amanecer en dirección contraria a la parada del autobús, anunciando a todo el mundo que nuevamente faltaríamos a clase porque éramos inglesas y aprendíamos del aire.

Un chico nos adelantó en su ruidosa moto de dos tiempos y aprovechando la gravilla frenó en seco y derrapó hasta encararse con nosotras. El escape del motor parecía el jadeo de un caballo extenuado por la carrera. Yo no le interesaba, bien lo sabía, y su suficiente sonrisa anunciaba sórdida los piropos que vendrían a continuación: qué guapa estás, qué estupenda, qué bonitas tetas tienes. Me sentí excluida de inmediato porque Sandra me apretó la mano para disimular su excitación.

—Ahí está otra vez ese idiota. Ni le mires.

No íbamos a pasar de largo, claro que no. La moto relucía a pesar de los parches de pintura a mano. También perdía aceite y su dueño estaba contrariado porque se le había manchado el pantalón recién puesto.

—Joder —exclamó tironeando de la pernera.

Ya no estudiaba. Bueno, no había estudiado nunca. Su padre tenía una ferretería náutica y él pasaba allí las tardes, haciendo inventario de tuercas y tornillos, aprendiendo una contabilidad de escuela y poco más. Fumaba siempre, ya sin esconderse, y tardó instantes en ponerse un cigarrillo en los labios y prender un fósforo con la uña. Una habilidad de bar, decía. Nos miró las piernas, entreteniéndose muy poco conmigo.

—¿Habéis perdido los zapatos?

—No le hagas ni caso —me dijo Sandra apretando el paso—. Es un bocazas.

Ya le dejábamos atrás y durante un segundo soñé con que nuestra alianza de chicas airadas triunfaba. Con que éramos inglesas de pura cepa y aquel grotesco campesino solo resultaba divertido cuando empezaba a emborracharse, no antes ni después, sino en ese preciso y mágico momento en el que la lengua se le disparaba con alguna chulería ingeniosa y los bonitos ojos le brillaban. Arrancó la moto y yo me sentí indefensa descalza, como si los tacos de goma de la rueda fuesen a lastimarme. Frenó otra vez con gran algarabía, el cigarrillo torcido en la boca, la cazadora abierta, la camisa blanca igualmente abierta, el pecho todavía tostado y sin vello en contraste con la medalla dorada de un San Gabriel.

—¿Os ha comido la lengua el gato?

Se llamaba Daniel, Dani o Danny si le dábamos al inglés, y mi madre le tenía miedo. Yo me había imaginado en solitarias ocasiones su lengua en mi vientre, un sueño maligno que me hacía apretar las piernas y los labios, negándome a respirar el aroma del pecado. Entonces la mano de Sandra perdió fuerza, los dedos dejaron de estar agarrotados y me soltó para atusarse el cabello.

—No hablo con cretinos. Es una norma que tenemos.

—Menuda norma. ¿No vais a clase hoy, preciosas?

—No nos da la gana —respondió ella confiada—. Quita esa basura de moto de en medio.

Yo sí quería ir a clase. Confiaba en que la pantomima de los novillos durase solo una hora, la primera, que era Dibujo y no le interesaba a nadie. Danny escupió a un lado, el cigarrillo entre los dedos de la mano apoyada en el manillar acusando un alcohólico temblor de viejo; con la otra se rascaba la nuca como preguntándose qué le pasaba a aquella estúpida engreída que no era ni tan simpática ni tan guapa. Sandra, Sandrita, una más del instituto por muy inglesa que fuese. Le miré, me miró. Leí algo turbio en sus ojos. No era por mí, me di cuenta, pero me aproveché.

—Yo sí quiero ir a clase —dije sin respiración—. Y voy a llegar tarde.

Y él, como un caballero que azuza su montura, aceleró su trasto, de repente una joya de la mecánica.

—Sube.

Separé las piernas con el rostro ardiendo y cabalgué la moto; el escay del asiento se me pegó a los muslos, olí su loción de afeitar...

—Me da miedo.

—Agárrate a mi cintura y no te sueltes, princesa.

Y el viento de la velocidad me dejó sin habla. Volví la cabeza asustada y vi, entre mis cabellos en desbandada, a Sandra con los zapatos en la mano, recortada contra un cielo de nubes enormes, a punto de derrumbarse sobre una tierra que no se cansaba de dar vueltas.

No sucedió nada. No perdí ninguna clase y todos pensaron que Sandra estaba enferma. El estómago, decían, por las malas comidas copiadas a las inglesas. Perezosamente me desprendí de ella y el legado sajón, tal vez engañada por aquella cabalgada en la moto de Danny. Me había atrevido. Había conseguido algo con un poco de descaro: una pequeña insinuación podía auparte al trono. Subirse al tren en marcha, eso decía mi decaído padre cuando se dignaba despegar los labios y aventuraba una vida distinta. Mientras tanto seguiría vendiendo pólizas porque llegado el otoño había lluvias y vendavales y los vecinos se asustaban; las casas eran viejas y se ponían de su parte: saltaban las tejas en un ballet rojizo, se combaban los canalones por el peso de los nidos del verano y los cristales vibraban al compás del órgano de las corrientes de aire hasta hacerse añicos. Aquel pequeño apocalipsis le hacía sonreír, pero no mejoraba demasiado el saldo de sus cuentas, puesto que las agencias tacañeaban con las comisiones.

Ausente Sandra comencé mi imprevisto reinado de setenta y dos horas. Ya no iba descalza a todas partes, pero conservaba el aura deslenguada y bebedora de las inglesas en mis tajantes respuestas en clase. Sabía que Sandra sanaría pronto, por más que fingiese fiebres salvajes o se provocara el vómito en el lavabo, y apuraba aquellos placeres como si hubiera madurado de repente y el resto de la clase fuera un rebaño. No me preocupó que mis padres enmudeciesen ante tanta desfachatez adolescente. Nadie contaba con que, oficialmente, Sandra hubiese desaparecido de la faz del planeta.

No estaba convaleciente y la noticia corrió de clase en clase levantándonos de las sillas. Sencillamente se había desvanecido. Percibí algunas miradas de soslayo, puesto que yo era su amiga, y esa misma mañana fui convocada al despacho del director. Cuando entré se disculpaba ante los padres de Sandra por no haberse preocupado antes y dar por sentado que estaba enferma: una gripe de otoño o un resfriado operístico. Ellos asumieron su parte de culpa: no era la primera vez que dormía fuera de casa; últimamente contestaba mal, desobedecía y martirizaba a su hermano pequeño. Hablaban como si yo no estuviese delante. En un momento dado, el director posó su ambigua mirada en mí:

—¿Tú no tienes nada que decir?

Moví la cabeza de lado a lado apresuradamente, como si fuese una cría que niega cualquier travesura.

—Siempre iban juntas, tiene que saber algo —me acusó la madre de Sandra con un repentino suspiro. Se venía abajo y su marido le pasó el brazo por los hombros.

—Es la misma información que he recibido yo —añadió el director sin dejar de mirarme—. Al parecer no tenía muchas más amigas.

Era martes y mi palacio ardía por los cuatro costados. Traté de distraerme, rebajando la tensión con gesto de fastidio. En mi fuero interno pensaba que aquello no estaba sucediendo. Miré a través del ventanal del despacho, un hueco severo, sin cortinas ni macetas. Daba al patio principal del centro, donde nos apelotonábamos y esparcíamos según la rumorología. Reparé en que la leyenda del catalejo de latón con el que el director leía los labios era falsa. No había ningún instrumento óptico a la vista y probablemente ni se molestase en asomarse a contemplar nuestra rutina. Los días de lluvia abrían la puerta del polideportivo y nos sentábamos en las gradas a ver entrenar a los chicos del equipo de baloncesto. Con sol, buscábamos los cuatro bancos dispersos o los bordillos de los parterres. No hacíamos nada más.

—¿Me estás escuchando? —la voz del director me devolvió a la escena.—Es un asunto grave. Pon más interés.

Me tembló la barbilla al detallar lo que recordaba de la última vez que había estado con Sandra. Apenas habían transcurrido tres días y se me antojaba un hecho muy lejano. Sus padres me escucharon como esperando que añadiese ese algo más que aliviara su miedo. Cuando mencioné al chico de la moto, el padre se enervó y perdió la compostura.

—Sabía que él tenía algo que ver.

—Es mi novio —dije sin pensarlo.

—No quieras disculparle.

El director atajó la discusión con un gesto de la mano.

—¿Saben eso tus padres? —me preguntó—. ¿Qué andas con ese necio?

—No —dije perdiendo aplomo.

—Ya no es alumno nuestro —explicó a los padres de Sandra—, pero no voy a negar que dejó huella y un expediente de faltas enorme. Lo prudente, dado el caso, sería denunciar la fuga. Si ningún familiar sabe nada de ella es mejor no esperar. De todos modos aparecerá. Son cosas de la edad.

—Iba por ahí descalza... —sollozó su madre—. No hacía nada. Se reía y se burlaba de todo, como las inglesas.

—¿Qué inglesas?

—Las chicas esas del verano.

El director no sabía nada y se limitó a anotar algo en su agenda. Me dejó volver a mi aula porque ya sonaba el timbre de cambio de clase y recorrí turbada el pasillo principal, con las arcadas cubiertas de yeso pintarrajeado cerniéndose sobre mi maldad. No podía esconderme porque las puertas de los lavabos estaban condenadas hasta el recreo. Los alumnos que me salían al paso recordaban maniquíes, rígidos jueces con ojos de cristal; yo era el único ser vivo del instituto. Entré en el aula la última, buscando el hueco de mi asiento; el otro hueco correspondía a Sandra.

—Cierra la puerta, por favor —me dijo el profesor Niblo, que impartía Griego y Latín y en su bohemia despreocupación ignoraba los rectángulos de tiza que el borrador del encerado había dejado en su chaqueta de pana—. ¿Falta alguien más? —preguntó al mordaz corifeo que formábamos, y se puso a recitar.

Danny disfrutó de la refriega con la policía, que no pudo acusarle de nada, puesto que nada había hecho. Pero durante días su moto petardeó por el barrio mientras él se enseñoreaba de aquella repentina notoriedad. A todo el mundo le decía que yo no era su novia, aunque tal vez sí, no lo recordaba bien, puesto que tenía muchas y una de ellas había sido Sandra, naturalmente, que era bastante guapa y un poco creída, aunque no tenía ni idea de por qué se había escapado de casa, y dos inglesas, o tres. Jessie, creía recordar, y una tal Charlotte y una tal Cheryl (la fea) y una tal... Pronunciaba los nombres en un inglés falsificado, impostando el acento como si tuviera algo en la boca. Luego se rompió una pierna en un accidente en un barrizal dando saltos con la moto y tuvo que regresar a casa con las orejas gachas. Allí fue ridiculizado por sus hermanos mayores, todos ellos parroquianos de los bares, y se negó a verme. No trataba con niñatas, dijo. Aun así llamé a la puerta de su casa acuciada por la responsabilidad: quería que me contase la verdad, convencida de que mantenía un pacto secreto con Sandra del que yo también quería ser partícipe.

Su madre, una mujer obesa dolida por las murmuraciones, me abrió la puerta un día de mucho sol, como si octubre desvariara. Pero la luz no me acompañó dentro de la casa, sino que permaneció fuera, haciendo brillar unos cubos de latón sin importancia.

—Gasta un humor de perros —me advirtió ella conduciéndome al cuarto donde tenían la televisión—. ¿Te apetece un café con leche, chiquilla?

—No —dije.

—Danny, tienes visita.

—¿Quién es?

Al verme su rostro se tornó viejo. Le dijo a su madre de malos modos que saliera y ella se rio.

—Lo dicho. Un humor de perros.

—¿Qué haces aquí? —me escrutó. Su pierna rota reposaba sobre un taburete; el cojincillo que amortiguaba el peso de la escayola centraba la atención.

—¿Puedo tocarla? —dije.

—¿El qué?

—La escayola.

—¿Eres idiota o qué? Todavía está tierna.

—No es verdad.

—Escribe algo si quieres.

Algunos amigos lo habían hecho, ordinarieces que eran un cúmulo de faltas de ortografía.

—¿Cuánto tiempo tienes que llevarla?

—Ni idea. Un mes o así, creo.

—¿Te duele?

—No.

Me senté en una de las sillas. Había casi una docena alrededor de la mesa, donde un frutero atraía las moscas. El televisor ocupaba una mesa improvisada con dos caballetes y una tabla. Era un modelo antiguo y los altavoces retumbaban. Danny fingió estar más pendiente de la emisión que de mí. Apenas entraba luz por una ventana copada por visillos y cortinas, como si fuese un muestrario de telas. Su madre entró con mi café y las galletas en un plato. Hizo otro viaje a por el azucarero de acero, en el que me vi reflejada como en un espejo deformante.

—Puedes quedarte a comer si quieres, criatura —me dijo.

—Me esperan en casa —dije—. Gracias de todos modos.

—¿Cómo encuentras al enfermito? —preguntó con picardía, y él volvió a echarla con cajas destempladas.

Aproveché para preguntarle por Sandra, mi voz un murmullo de contrición nacido de algún rincón de mi garganta. Se llevó la mano a la oreja burlándose, se rascó la barba de varios días y continuando el gesto se recolocó las partes con satisfacción. Al mirarme de arriba abajo golosamente comprendí que mi preocupación no era la suya.

—Yo no tengo la culpa —dijo tras mi insistencia de aguafiestas—. Seguro que está en Inglaterra.

—¿En Inglaterra?

—Eso decía siempre, ¿no? Me voy a Inglaterra.

Ambas nos habíamos cansado de repetir aquella consigna, pero sin tomarnos demasiado en serio sus consecuencias. Ir a Inglaterra no era tan fácil: hacía falta un avión, un barco y dinero. Las inglesas que habían estado en el pueblo tenían dinero y aviones a su disposición, incluso un barco en el que habían paseado y tomado el sol completamente desnudas, pero no eran como nosotras. Para ellas resultaba fácil emanciparse; nosotras titubeábamos para pedir una paga extra.

—Seguro que ya está allí —afirmó tajante. Y para ponerme en evidencia añadió—: ¿Tú no piensas ir?

—¿Te ha escrito alguna carta? —aventuré—. Deberías decírselo a la policía.

—No me ha escrito ninguna carta. Ya no es mi novia —presumió—. Ni tú. Aunque vayas contándolo por ahí.

Bajé la mirada. La alfombra del suelo estaba raída por las suelas de los hombretones que la pisaban a diario. Pronto estarían todos allí y me mirarían como si fuese un pájaro en una jaula. Bromearían con su hermano pequeño y le dirían que yo no era lo bastante alta ni lo bastante rellenita como para tenerme en cuenta. No era más que una cría de colegio.

—Esa Sandra estaba como un cencerro —añadió Danny, y me dijo que me apartase porque no le dejaba ver bien la televisión.

Durante un tiempo pensé que todo era una broma de Sandra. Aparecería como por ensalmo, materializándose cual hechicera en mitad de una clase. Cuando empezaron a buscar el cuerpo pensé por primera vez en la muerte. Sandra dejó de existir y pasó a ser un cadáver. La muerte tenía aristas cortantes, quemaba. La muerte no era el séquito habitual camino del cementerio, los ritos y las bromas sobre el carácter del difunto, sino una amenaza infinita, como si siempre estuviese llegando una tormenta.

Lo buscaron en las cunetas y taludes del meandro de caminos que hollaba la chavalería. En las alcantarillas y pozos mal tapados del campo, descubriendo de paso tomas ilegales de agua y terneros cubiertos de cal viva. En la piscina vacía del hotelito derruido donde solíamos reunirnos en pleno verano para jugar al frontón, entre ecos de cueva. Lo buscaron en las hendiduras del acantilado y en el océano mismo, con buzos y lanchas neumáticas de goma negra, brillante, como piel de foca. El mar devolvía a diario a las playas olas de madera y plástico, sargazos industriales de un mundo vil, y ninguna información.

Que se pusiesen a buscar el cuerpo me atenazó. Implicaba que ella ya no iba a volver. Asumirlo tampoco me aliviaba. Habían interrogado inútilmente a todos los vecinos. Incluso sus padres y los grotescos tíos solteros que alimentaban perros deformes y se iban de putas dos veces al año fueron interrogados. Los policías grababan testimonios y fotografías de ella comenzaron a aparecer en los negocios, junto a ofertas y menús. Desaparecida. Si alguien podía aportar algo había un teléfono al que llamar.

En casa padecí el retraimiento de mis padres, su aprensión hacia mí. Como si yo ocultase algo y mi versión del encuentro con Danny y su motocicleta fuera una estratagema surgida de un juramento de sangre. Me trataban con distancia. Una mañana encontré a mi madre rebuscando en los cajones de la odiada cómoda de mi cuarto, un mueble escuchimizado que representaba mi pasado infantil. Dio un respingo. Lo que apretaba contra su pecho eran los cuadernos en los que yo había empezado a escribir un diario hacía años; la última anotación era de bastante atrás, pero me fingí herida y traté de quitárselos. Se echó a llorar. Forcejeamos sobre la cama y terminó por soltarlos. La espiral de alambre de uno le pinchó el pulgar. Se lo chupó entre sollozos.

—¡Soy tu madre! —me gritó. Quería que lo supiera; estaba en su derecho de sospechar, de temer que yo hubiese cambiado.

—¿Los has leído?

—La verdad, no he tenido tiempo.

Era un duelo ridículo. Yo no ocultaba nada y era su miedo a que a mí me pudiese suceder algo parecido lo que emponzoñaba sus pensamientos. Pisoteó los cuadernos sin énfasis, como si tropezara con ellos.

—No quiero leerlos...

—¿Y por qué los has cogido?

Mientras yo los devolvía a las tinieblas del cajón inferior escuché su respuesta:

—No lo sé.

Hacía nada se sentaba en el borde de aquella cama para darme las buenas noches y acicalarme el pelo y hoy me miraba con recelo.

—No van a encontrarla —dije.

—¿Cómo sabes tú eso?

—Se ha ido. Con las inglesas.

—Qué solemne estupidez.

Le dije que saliera de mi cuarto y obedeció. Puso la radio, un insulso programa en el que una locutora de voz almibarada daba consejos a mujeres menopáusicas. Lancé el manojo de cuadernos contra la puerta y apagó la radio.

Buscaron a Sandra en zanjas abandonadas, en las colinas más distantes, allí donde los senderos se convertían en pasos angostos que conducían a hercúleas torres de alta tensión. Buscaron sin rendirse, después por aburrimiento. Ya hacía frío por las noches y la gente decía que harían falta muchas mantas para dormir a la intemperie. Alguien recordó haberla visto al lado de un hombre guapo, con traje, en un coche desconocido, primero azul oscuro, luego negro. Una mujer que venía de visitar a su hermana en la ciudad comentó que se había tropezado con ella sacando fotografías a la salida de un hotel; no sé qué de una actriz famosa. Muchas otras personas recibieron llamadas telefónicas en las que se escuchaba una vocecilla fingida y luego una risa ultraterrena. Yo me quedaba en casa clavada junto al teléfono a la espera de una de esas llamadas. No me atrevía a salir de noche y en cuanto empezaba a atardecer corría las cortinas. Mi padre me llevaba a la parada del autobús en coche un día sí y otro no. La vida de las pólizas continuaba su terca rutina de siempre. Pronto, de forma imprevisible, empezamos a congeniar y los días de lluvia me acercaba hasta el mismo instituto. Llegábamos temprano, antes que los autobuses, y nos quedábamos charlando mientras la lluvia golpeaba el techo y anegaba el parabrisas. Me contaba sus sinsabores, naderías de mi madre, problemas de herencia con sus hermanas.

—Tonterías. Cosas que pasan... —se conformaba con naturalidad, y en esa trivialidad yo trataba de encajar la desaparición de Sandra para sentirme perdonada.

Él era diferente y en ningún momento pensé que tratara de sonsacarme. Jamás lo hizo. Las fotografías de Sandra comenzaron a despegarse de las lunas de los escaparates, de los postes que trenzaban redes de cables. El papel se arrugó hasta hacerse pulpa y otros anuncios ocuparon su lugar: perros extraviados, ofertas de trabajo, masajes a domicilio... Ya se oía hablar menos de ella. Unas cuantas semanas más sumaron un mes y dejaron de buscarla.

Una de esas mañanas en las que mi padre conducía meditabundo creí distinguir una figura familiar en el arcén.

—¡Para! —le dije.

Se asustó porque siempre temía atropellar un perro. El coche se detuvo y miramos en derredor. Caía una lluvia medicinal, de cuentagotas. Los limpiaparabrisas se habían detenido a mitad de camino, víctimas del mismo suspense que me llevaba a apretar los puños.

—¿Qué has visto?

—Falsa alarma —dije.

—¿Seguro?

—No sé. Me pareció que había alguien allí.

—Es una señal de cruce.

—Justo antes de la señal, una persona que movía los brazos.

—No hay nadie, cariño.

El amanecer le daba la razón. Allí donde las nubes toqueteaban el horizonte se abría un claro redentor. Su fulgor de resistencia eléctrica atravesó el bosque a ambos lados de la carretera. Los troncos escuálidos, plantados en formación, se recortaron a contraluz, vigilando la nada. La lluvia continuaba pacífica, cada gota una nota tan alejada de la anterior que no podía hablarse de melodía.

—Vamos a llegar tarde —dijo mi padre, y arrancamos de nuevo.

Suspendí Matemáticas, Lengua e Inglés al acabar el curso (el Inglés en íntima represalia por lo ocurrido) y tuve que pasarme el siguiente verano enclaustrada. Lo hice adrede, dispuesta a una penitencia que me empalidecía. Apenas salía de casa y no iba a la piscina pública recién inaugurada ni a la playa de siempre, moteada de sombrillas y toldos. Supe que habían venido las inglesas porque de vez en cuando, asomada a la ventana, veía pasar a alguna jovencita del pueblo descalza y retadora. Ya nadie hablaba de Sandra. El mítico campus se celebró como siempre (había que sellar el dolor de alguna manera) y las inglesas, otras inglesas, volvieron a escandalizar y a subirse a un avión que se perdió entre reflejos solares. Inaugurado el otoño aproveché que mi padre estaba quemando restos de poda en un bidón para desembarazarme de libros viejos; los cuadernos de mi diario también cayeron al fuego, acompañados de aquellos comparsas. Él parecía al tanto de mis intenciones y durante un rato no dijo nada. Removía las brasas con un hierro para que las llamas brotasen. El bidón tenía varios agujeros por los que escapaba el calor y él sujetaba la pértiga con un trapo de cocina.

—Antes —me dijo—, la gente se calentaba así.

—Menudo invento.

—Un poco sucio, pero efectivo. ¿Has quemado todos tus cuadernos?

—Casi todos —reconocí con un susurro.

—Tu madre quería leerlos, eso me dijo. Pero nunca se atrevió.

—Estaban llenos de tonterías.

—Ya.

—¿Tú querías leerlos?

—No, por Dios —se sonrió—. Son cosas tuyas.

Movía el hierro con dificultad y el fuego regurgitaba un confeti negro que se elevaba entre vaharadas de humo. Le había advertido a mi madre que no tendiese la ropa para evitar que se tiznara. Yo seguía con la mirada aquellos copos de negrura hasta que la refulgencia del cielo me cegaba. El viento arreciaba porque venía mal tiempo y los arbolillos liberaban como emisarias sus últimas hojas. El jardín se humillaba maltrecho. Me fijé en que el seto estaba enfermo; apenas había brotado este año y mi padre, cuando se lo pregunté, se limitó a encogerse de hombros.

—Debe de ser un hongo. Tengo que estudiarlo...

Se refería a su enciclopedia de botánica, un libro evangélico, sembrado de diagramas y hermosas ilustraciones que trataban de atrapar lo inasible, la naturaleza. El Señor habitaba en los montes y prados y él era un esforzado apóstol a tiempo parcial. Soltó el hierro porque las vueltas de trapo no eran suficientes; lo oímos retumbar dentro del bidón, convertido en tosco instrumento, un gong sin templo ni sacerdotes.

—¿Te has quemado, papá?

—No —dijo mirándose la palma de la mano. Alcanzó el botellín de cerveza que había dejado en el alféizar de la ventana y bebió un trago. Lo devolvió a su hueco entre las macetas—. No se lo digas a tu madre.

—¿El qué?

—Que soy un borracho.

—No eres ningún borracho, papá —me reí, y empecé a enumerar a los verdaderos borrachos que conocía: el viejo Matías, la viuda Sandor, los hermanos Ezquerra, que pescaban mejor bebidos que sobrios, el jefe de estudios, el amortajado bedel del instituto...

Se llevó un dedo a los labios.

—Seguro que tienen un buen motivo.

No era ningún gran bebedor, por supuesto, aunque a veces los whiskys del atardecer eran dos en vez de uno y yo relacionaba su dejadez con lo sucedido con Sandra, mi presencia en la carretera y mi idilio de tres al cuarto con Danny; también con las ojeras de mi madre, que lloraba más de la cuenta y por cualquier cosa, como si el mundo destilara a su alrededor hechos lamentables y muy sentimentales que la desbordaban. Era de lágrima fácil, decía con una sonrisa de circunstancias. Le daba igual el gato débil de la camada que una serie de televisión.

Había transcurrido un año exacto desde la desaparición de Sandra y, en cierta manera, nuestra hoguera precedió pagana al aniversario. Hubo una ceremonia en la iglesia suspendida de la ladera como un milagro arquitectónico y algunas visitas. Volvieron los chismes, las teorías. Sonó nuestro teléfono varias veces sin que nadie contestase. Danny, que había cambiado su moto por el coche usado de uno de sus hermanos, derrapó en una curva y derribó un muro matando doce gallinas. No se rompió nada esta vez, pero tuvieron que ayudarle a salir del vehículo. Estaba ebrio, verdaderamente ebrio, y la gente dijo que eso era muy triste porque solo tenía veinte años y acabaría mal: le sumé a mi lista oficial de borrachos.

Días después las brasas del bidón aún emitían un calor de infierno y temí que mis cuadernos, corrompidos por algún conjuro, no hubiesen ardido. Estaba removiéndolos con una rama reservada como bastón para ir al monte, cuando apareció mi padre con su traje de oficina.

—¿Qué haces?

—Calentarme —dije risueña, y me devolvió la sonrisa antes de subir al coche e ir a trabajar.

Me atreví a mirar dentro de aquel agujero. Me asomaba, en cierta manera, al recuerdo, aunque no había escrito una sola línea sobre la desaparición de Sandra en mis diarios. La negrura matizaba el círculo gris de las cenizas. Moví la vara y un fulgor muy lejano se encendió durante instantes. Deformadas por el calor, las espirales de los cuadernos habían tomado formas caprichosas. No quedaba otra cosa allí abajo que mi retorcida angustia, mi culpa por haberme enamorado de Danny en un minuto que, en mi memoria, aún olía a gasolina quemada y loción de afeitar. Cerré los ojos avergonzada por mi traición de amiga. El calor que emanaba del metal se tornó fiebre en mi rostro. Sentí cómo dos lágrimas perfectas abandonaban las cuencas de mis ojos, se descolgaban por las mejillas y formaban dos cráteres en aquella desolación lunar.

—Mierda —grité recordando la hora.

Perdí el autobús esa mañana y llegué tarde a clase. No quería ya que mi padre me acompañase. No era ninguna niña asustada por merodeadores de cuento. Recorrí los kilómetros de suburbio que me separaban del instituto abrazando los libros nuevos, sintiendo su olor a savia. Cada vez que alcanzaba un cruce reconocible por el ángulo de un muro, cada vez que la hierba pisada por la costumbre creaba un sendero, me preguntaba cuál había sido el que Sandra había tomado aquella mañana, tras mi desplante. Eran ramificaciones nerviosas de la misma tierra, costras endurecidas huérfanas de hierba que parecían conducir a un más allá invernal.

Sobrevivió un vacío, un hueco cada vez más pequeño, que el hallazgo casual de unos zapatos en la cima de un acantilado no pudo rellenar. Estaban carcomidos por el sol y la lluvia pero la madre de Sandra los sostuvo entre las manos convencida de que pertenecían a su hija y contaban algo. No encontraron nada por los alrededores, entre bufones marinos alimentados por las mareas que eran bocas insaciables. Había partido descalza hacia alguna parte, como las inglesas, sin dejar otra huella que la de sus pies desnudos. Si hubiera llovido aquella mañana, claro. Ni siquiera eran unos zapatos de chica dijeron, sino de mujer. Podían pertenecer a cualquiera. Unos zapatos viejos perdidos entre cascotes y fragmentos de azulejos para piscina que a mí, cuando visité la zona con mi padre en un último intento por despedirme de ella, me parecieron inalcanzables turquesas.

EL AUTOR.

Gonzalo Calcedo (Palencia, Castilla y León, España, 1961) cultiva la narrativa breve, tanto relato como novela corta. Entre sus libros destacan La carga de la brigada ligera (2004), Temporada de huracanes (2007) y El prisionero de la Avenida Lexington (2010), todos publicados en la colección reloj de arena de la editorial independiente española menoscuarto Ediciones. A esa colección pertenece también Las inglesas, libro del que se tomó el cuento homónimo que aquí se reproduce, y que resultó finalista del Premio de Cuento Hispanoamericano Gabriel García Márquez convocado en Bogotá por la Biblioteca Nacional de Colombia, edición 2016. Cuentos de Calcedo han sido incluidos en antologías recientes como la de Juan Antonio Masoliver Ródenas y Fernando Valls Los cuentos que cuentan (1998), la de Andrés Neuman Pequeñas resistencias (2002), y la de Ángeles Encinar Cuento español actual (2014).

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Gonzalo Calcedo

Premio de cuento Gabriel García MárquezGonzalo Calcedo

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