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Epifanías en Auschwitz

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Fotomontaje de John Heartfield

Autobiografía poco común de un sobreviviente, lúcida, que hace preguntas incómodas sobre los orígenes de la barbarie y otras complicidades dolorosas (reseña inédita del crítico Darío Jaramillo que será publicada en Gozar Leyendo).

EL TITULO con subtítulo, el aviso de carátula, completo, dice La buena vida o de la serenidad ante el horror (Pre-Textos, 2010) y es la autobiografía de Fred Wander (Viena, 1917-2006). Un libro duro, las memorias de un hombre que pasó por campos de concentración y, más allá de su dureza, el testimonio de un hombre capaz de tomar distancia con los que habían sido y, por esa distancia -también por su sinceridad-, capaz de convertir en arte sus memorias y escribir un libro excepcional.

Muy pronto, a los veinte años, Fred Wander, joven judío acosado por la gente en su Viena natal, intuyendo que Hitler pronto estará mandando en Austria, decide huir a París: “Los insultos y las patadas eran algo cotidiano. El odio a los judíos constituía el olor de la vía pública. No sólo era cuestión de maldad, sino también de jolgorio. Nunca se ha investigado con rigor el valor de entretenimiento que radica en la propagación del odio y el desprecio. A las personas de existencia vacua y desolada el odio les aporta alivio y una sensación de superioridad frente a aquellos que han de odiar, despreciar o incluso temer”.

Vive en Francia, precariamente vive, clandestino y marginal, hasta el momento en que el gobierno colaboracionista de Vichy, comienza a apresar judíos: “En los sucesivos años de la guerra estuve en una veintena de campos franceses y alemanes, por lo que apenas recuerdo los pormenores de Meslay. Sobre todo, no tengo respuesta a la pregunta de cómo aguantamos durante semanas aquellas noches tumbados sobre la hierba pelada, expuestos a la humedad del clima. Eso está borrado de mi cerebro, pues más tarde, en los campos de concentración alemanes, llegaron los horrores de verdad”.

En cierto momento, Wander es trasladado de campos franceses a campos alemanes. Terminará en Auschwitz. De ese periplo infernal recuerda cosas: “Lo que al principio de aquel gran viaje me llamo más la atención y a lo que hasta hoy sigo dándole vueltas fue precisamente el silencio. El silencio fatídico, plomizo, en medio de una muchedumbre inmensa. Ya en el trayecto de Ginebra a Perpiñán dejamos de hablar los unos con los otros; éramos siete hombres encadenados, y pasáramos por donde pasáramos, ya en los trenes, las estaciones o las calles de las ciudades, las mujeres lloraban al vernos y la gente se quedaba muda. No sabíamos adónde nos llevarían. Oímos por primera vez la palabra ‘Auschwitz’, en boca de unos hombres y mujeres de la Cruz Roja que en el campo de Rivesaltes intentaron en vano ayudarnos con palabras de aliento. Veladamente trataron de impulsar a los jóvenes a la huida. Pero yo estaba cansado de huir, sabía que… mis parientes también estaban allí. ¡Y donde estaban ellos, también podría estar yo! Escuchamos algo todavía más ininteligible: “¡Cámara de gas!”. Estábamos lejos de comprenderlo pero intuimos algo atroz. No se puede explicar esa vaga sospecha, el horror del exterminio inminente, ese silencio; supera el entendimiento. Sólo mucho más tarde, en los campos venideros, aprendimos de nuevo a hablar. Hablar, contar, también contar historias, era eso lo que podía salvarnos a algunos en los años que vivimos en el campo.”

Escasas y luminosas, Wander trae en estas memorias ciertas epifanías vividas en el campo de concentración: “Recuerdo una noche en Buchenwald -en alguna parte escribí sobre eso- en la que de repente alguien se puso a cantar en el barracón oscuro. En el barracón abarrotado, apestoso a suciedad, orines y pus, donde los hombres lanzaban ayes, gemidos y suspiros, de pronto uno arrancó a cantar: ¡una canción de amor italiana! Con una maravillosa voz de tenor y lleno de calidez entrañable… Y los presos dejaron de lamentarse para escuchar el canto. Les llegó un soplo de vida de más allá de la tumba, una idea de aquella vida viva de cósmica lejanía, donde seguía habiendo canciones y árboles floridos, mujeres… y un rincón caliente con olor a buena comida”.

Finalmente, Fred Wander logra sobrevivir a Auschwitz y, al respecto de esta experiencia con el horror, se responde tres preguntas. La primera es formal, formal sólo en apariencia: “¿Cómo relatar hechos de esa naturaleza? Quien no lo haya vivido, nunca podrá comprenderlo. Y al igual que la sangre está dotada de un coagulante para evitar el desangramiento en caso de lesión, así también la Psique humana parece poseer una sustancia química para la desmemoria y la nebulización que nos protege de un exceso de sufrimiento y de temor”.

La segunda pregunta se refiere a las personas que ejercían el poder en los campos de concentración, los que torturaban, humillaban, maltrataban y mataban a voluntad. “¿Qué clase de personas son las que por acatar una orden pueden cometer todo tipo de crímenes y crueldades? ¿Eran psicópatas, sadistas, monstruos? ¿O era tal vez gente absolutamente normal, pequeño burgueses, hombres de a pie, como cada uno de nosotros? En su libro Seres humanos en Auschwitz, Hermann Langbein, dedica a esta pregunta un capítulo titulado ‘Seres humanos, no demonios’. ‘No eran demonios quienes mantuvieron en marcha la maquinaria asesina de Auschwitz, ¡eran personas!’. ¿Lograremos comprenderlo alguna vez? En la mentalidad de los alemanes, en su propensión a la obediencia y al cumplimiento del deber ante las instancias del poder, en su sentido del orden y la subordinación, ¿hay un núcleo, una energía, que pudo transformarse en esa soberbia de la cual se consideraron con derecho a aniquilar a personas a quienes se sentían superiores?”

Y la tercera pregunta: “¿Qué me ayudó, pues, a sobrevivir al exterminio, a la catástrofe? De ningún modo los atributos heroicos, más bien el repliegue, y el sosiego, la prudencia y el silencio. Y otra cosa, difícil de explicar: aceptar tu vida y saborearla hasta la última gota, con los ojos abiertos y la conciencia afilada. Niégate a toda mirada sensiblera hacia atrás. Da tus batallas perdidas por perdidas, levanta los ojos: ¡verás milagros! Creo que se trata de un estado que te hace ser consciente de tu centro verdadero, un sentimiento vital cósmico. Encontramos un estado similar -el equilibrio interior y el desligamiento- en aquellos que fueron condenados a muerte por haber luchado contra el imperio nazi, personas cuyas últimas cartas se han conservado. Reflejan una gran paz y serenidad. Nada de autocompasión. Han aceptado su vida como su muerte. Una derrota, pero también una victoria. Retirarse, despegarse de sí mismo…”.

Después de la guerra, Wander trató de instalarse en su nativa Viena, pero no se amañó. Encontró “el odio en sus miradas. Se me había olvidado. Era el odio ancestral que emponzoñaba los corazones de muchas personas. El odio que había acompañado a mi niñez. ¡Yo estaba de nuevo allí, estaba en el país del odio! La muerte de Hitler y Goebbels, el fin del delirio exterminador, la rendición de Alemania, la entrada der los aliados, los cambios en la vía pública -la desaparición de la esvástica y de los uniformes nazis-, ¿no habían producido efecto alguno?”. Y afirma: “La desnazificación de Alemania y Austria fue una farsa, y con su benevolencia hacia los nazis Adenauer emponzoñaría por muchos años la cultura política de Alemania”.

Entonces, despiadado con él y con la historia entera, reflexiona y se hace una cuarta pregunta: “Debería pensarse que quienes en 1945 veníamos de los campos, los pocos supervivientes que éramos, flotábamos en un vértigo de felicidad perenne, teníamos la conciencia exaltada y nuestra percepción estaba agudizada por un acontecimiento de época: el fin de la guerra de exterminio y de los campos de la muerte, el fin del fascismo. ¡Qué error! A lo largo de veinte años seguirían atormentándome las pesadillas: todavía estoy allí, nos veo sentados delante de los barracones, convertidos en ancianos, correteando de un lado a otro como animales enjaulados y hablando siempre de lo mismo: ‘cuánto tiempo más? ¿Cuándo vamos a salir de aquí?' Y hoy me pregunto: ¿de verdad saldremos alguna vez del campo?”.

Descorazonado con sus compatriotas y, a la vez, creyendo posible -e inmediato- el sueño de la sociedad sin clases, se va a vivir largos años a la República Democrática Alemana. Cuenta: “en la Alemania del Este, las ciudades seguían grises y deterioradas por los daños de la guerra; en todas partes había edificios en ruinas por los bombardeos, los vestigios de los combates aún estaban a la vista. Reinaba la carestía, frene a las tiendas se veían largas filas de gente. Para comprar carne, verduras, frutas o un rollo de papel higiénico había que hacer cola durante mucho tiempo. Y los lemas y las consignas lucían por doquier, ya en las fachadas de las casas y las torres, ya en las escuelas, los edificios públicos o los escaparates: '¡Estamos trabajando por la paz!', '¡La RDA, un aval de paz y trabajo!'. La gente ya no reparaba en ellos, según nos explicaban, era la jerga de la burocracia, completamente vaciada de sentido y ajena a la vida real. Una vida real que podía observar todo aquel que no estuviera ciego o totalmente anquilosado. Lo que confundía era esa otra cara del país: mucha gente sensata y radicalmente honesta, llena de fuerza y optimismo. Una naturalidad y curiosidad refrescantes en muchos jóvenes. (…) Veíamos las contradicciones, la pesadez de los aparatos estatales, la mendacidad de los oportunistas, la aniquilación de la creatividad y las fuerzas motrices del ser humano por hallarse bajo tutela estatal”.

Y añade: “Maxie estaba consternada por el estado que presentaba la ciudad. Leipzig era una urbe descuidada y atrasada, mientras que en Viena, diez años después de la guerra, apenas se veían ya vestigios de los combates. ¿Acaso el socialismo no era lo suficientemente fuerte para curar las heridas, rehabilitar las ciudades? Todo avanzaba más lento, se veía frenado. ¿Frenado por qué? ¿Por la desidia? Por una desgana e indolencia generales que tenían diferentes causas psicológicas y de otra naturaleza. Al mismo tiempo, muchas personas se replegaban a una inmensa actividad privada. El que las fábricas y los talleres supuestamente pertenecieran al pueblo no se percibía como una realidad, sino que generaba más bien una indiferencia destructora. La propiedad privada, secretamente, continuaba siendo sagrada.”

Al escribir estas memorias, Wander hace un nada fácil examen de conciencia: “Visto desde hoy, cuarenta años después, me parece como si el sentido común de muchísima gente, nosotros incluidos, hubiera fallado y quedado suplantado por la utopía. Sólo muy pocos tuvieron, ya entonces, aquel agudo entendimiento político de Wolfgang Leonhard, Arthur Koestler, Manès Sperber o Jorge Semprún, también de Loesy y Giordano, quienes supieron ver las contradicciones y el efecto funesto de la práctica socialista. A nosotros nos movía la comunidad con muchos amigos sinceros, proclives a reconocer lo novedoso de una filosofía humanista. No me refiero a los zelotes, que siempre nos resultaron sospechosos. Uno se acostumbraba a los sinsabores y la estrechez mental de los funcionarios, se reía humildemente de ellos y se resarcía con la creencia de que estaban en marcha transformaciones sociales que aún requerían enormes esfuerzos”.

Y se reclama sin piedad: “me pregunto muchas veces y con ánimo acongojado cómo fue posible que las noticias de las purgas de Stalin no nos dejasen absolutamente pasmados, asqueados o al menos perturbados en nuestra visión del mundo. Simulacros judiciales para condenar y ejecutar a personas inocentes. Las noticias de miles, decenas o incluso cientos de miles de inocentes, enviados a los campos de Gulag y desaparecidos sin rastro. ¿Cómo pudimos tolerarlo? ¿Por una confusión y desorientación interior o por inclinación a tomar muchas de esas noticias horrorosas como propaganda del bando contrario? A menudo dudamos y vacilamos. ¿Por qué no despertamos antes? ¿Por qué no nos desvinculamos de un partido que prometía la felicidad sobre la tierra pero condenaba a todo aquel que no quisiera creérselo -como antaño hacía la Iglesia- y aniquilaba a quienes pensaban diferente?”

Al respecto saca sus propias conclusiones: “toda dictadura engendra, en cualquier ámbito, una desidia, una mala gestión y una corrupción inenarrables. Puesto bajo tutela, el ciudadano sólo siente, en el fondo de su alma, indiferencia, tedio, y odio frente al estado autoritario, a no ser que pertenezca a la masa de pequeñoburgueses adictos a la autoridad y se haya vuelto corrupto. Nada en el mundo es tan desolador como una sociedad dirigida por funcionarios y burócratas, manipulada como títeres en todas las cuestiones de la vida. El hombre administrado, sojuzgado a la organización, está desconectado de la dinámica de las fuerzas creativas, pues solo la lucha por la verdad, la pugna entre opiniones y extremos opuestos, el cambio y la diversidad, constituyen la esencia de todo lo vivo”.

Basado en una cita de Martin Walser, Wander niega la posibilidad de hacer verdadera autobiografía: “la palabra autobiografía… sólo puede emplearla quien tiene poca idea de la ineluctable fuerza transfiguradora del lenguaje (…) Uno no puede describir cosas lejanas en el tiempo sin experimentar la sensación de que ya se han vuelto ficción, incluso si están saturadas de hechos y tienen que ver con personas que realmente existieron. Pretender evocarlas con palabras es pura fantasía”.

Sí, es posible que las palabras no alcancen nunca a copiar la intensidad de la vida misma en un campo de concentración o bajo una dictadura stalinista, pero lo que hizo Fred Wander fue una obra de arte, acercando inimaginablemente las palabras a aquellas tragedias.

EXTRACTOS DE "UNA BUENA VIDA"

Fred Wander

"Unos se derrumban, otros descubren en sí aptitudes ocultas de sus antepasados, que fueron nómadas. En el extranjero aprenderán a encontrar su verdadera morada: ¡el hombre habita en sí mismo, y en ninguna otra parte”. (pág. 20)

"Toda cárcel y todo campo eran, según él [Rosenberger], el fiel reflejo de la sociedad de fuera, una caricatura que ilustraba cual libro de estampas los rasgos hipócritas de la clase alta. (Más tarde, en los campos de concentración alemanes, pude comprobar hasta qué punto tenía razón.) La flor y nata siempre ha sido una banda de negociantes, ocultos bajo la noble careta de un estamento que pretende vertebrar el Estado. Cometerían cualquier trampa, intriga y crimen -con la ayuda de su élite- para mantener su hegemonía. Rosenberger estaba instruido en el marxismo, pero no era comunista. También en la Unión Soviética existían el abuso de poder, los privilegios y la soberbia de una élite; veía con el mayor escepticismo toda ideología de salvación". (págs. 71-72)

"…abrí el Rilke y me encontré con aquel párrafo de Los cuadernos de Malte Laurids Brigge donde habla de las caras: 'son muchas las personas, pero aún más las caras, pues cada uno tiene varias. Hay gente que lleva la misma durante años, y la cara, naturalmente, se desgasta…'". (pág. 81)

"Los americanos habrían podido salvar del exterminio a cientos de miles de seres humanos. ¡No lo hicieron! E incluso cuando tuvieron constancia de las cámaras de gas de Auschwitz y Treblinka, se cruzaron de brazos. El mundo entero se cruzó de brazos. (Hay que añadir que varios miles de judíos, sobre todo famosos y acaudalados, lograron salvarse gracias a amigos o parientes ricos de Estados Unidos". (pág. 83)

"Se nos acercó una anciana, y nos detuvimos, mientras los tres agentes de la Garde Mobile que nos flanqueaban se quedaron en silencio abochornados. Y la anciana nos besaba las manos encadenadas y llorando nos pedía perdón por lo que Francia estaba haciendo con nosotros. Su gesto me infundió una última esperanza desesperada, que me acompañaría a lo largo de los años". (pág. 89)

"En los juicios casi siempre resultaba imposible probar la culpa de los verdugos, ya que los testigos habían sido exterminados". (pág. 94)

"Toda locura es hasta cierto punto, una escenificación de uno mismo". (pág. 110)

"Es inherente a la naturaleza de todo conglomerado de poder el disponer de suficiente número de criaturas serviles, carreristas, oportunistas, cabezas huecas, lameculos, policías y espías. El poder siempre mantiene a una élite de funcionarios sumamente privilegiados y corruptos, cuyo interés vital consiste en perpetuar ese poder". (pág. 132)

"Hitler, Mussolini y Franco habían sido ejemplos vivos de cómo se genera el poder: con la ignorancia y el miedo, con el desencadenamiento de todos los instintos malignos del hombre, con el azuzamiento y el odio. El fascismo era una puerta abierta a la barbarie, una cloaca de la estulticia, la vileza y el terror. En eso se basaba la dinámica de su violencia, que culminó en la guerra y el holocausto". (pág. 141)

"Como dijo Arthur Miller: ‘¡el poder es siempre un idiota!’" (pág. 158)

"Siempre era una hogaza para cinco o seis hombres, rara vez para cuatro… Uno de nosotros había descubierto que las raciones se volvían más grandes cuando los rusos avanzaban. Un intento de analizar lo que supuestamente se cocía en las cabezas de los SS que administraban el campo. Por otro lado, estaban los presos que formaban grupos y se repartían metódicamente el pan. Unos confeccionaban una balanza primitiva, con trocitos de madera que, atados a unas cuerdas, colgaban de la palanca y se pinchaban en los pedazos de pan para pesarlos y equilibrarlos hasta que todos quedaran parejos. Alrededor, los ojos ardientes de los interesados, contemplando la sagrada ceremonia y observando cada movimiento del que repartía. Otros, simplemente cortaban el pan en seis partes y las rifaban, pues eran de tamaño desigual. Los presos eran comprensivos, el perdedor no se quejaba, se escabullía debajo de su manta y esperaba ganar al día siguiente. Luego estaban las distintas formas de ingerir el pan: engullirlo al instante y a bocados grandes, con avidez, o cortarlo en pequeños dados e ir sacándolo del bolsillo, a pedacitos, para comérselo despacio. Un ritual que cada uno se inventaba para sí mismo. Había muchas maneras de comer el pan, y hubiera sido revelador inferir de éstas el carácter de la persona. Yo me lo comía enseguida masticándolo con cuidado, una actividad realizada como bajo hipnosis. En el estómago, el pan quedaba a mejor recaudo, nadie podía quitártelo, a veces, si no estabas alerta, te lo robaban". (págs.192-93)

"Walter Gorrish contaba una maravillosa historia de cuando había estado en la guerra civil española. A un comandante del bando republicano le quedaban, tras un combate, nada más que cinco hombres, a quienes debía salvar, pues estaban rodeados por el enemigo. Dibujó entonces en un papel el croquis de un depósito de armas secreto que no debía caer en manos de los fascistas. Luego rompió el dibujo en varias partes, las introdujo en casquillos de cartucho vacíos, en instó a los soldados a cruzar las líneas enemigas cada uno por su cuenta. El golpe tuvo éxito, los cinco casquillos llegaron al jefe superior del mando. El depósito de armas no existía, era un invento. Pero los cinco hombres se habían salvado". (pág. 193)

"La pregunta de si el destronamiento de Stalin traería consigo una liberalización generalizada se discutía sin ambages. La política cultural de la RDA de aquellos años daba a veces ‘dos pasos adelante y tres atrás’, como algunos constatábamos entre la risa y la amargura". (pág. 195)

"Pero entonces aun no veíamos con claridad que la desconfianza y la intoxicación de todas las relaciones humanas eran algo así como un axioma, una ley natural de las dictaduras". (pág. 203)

".. la opinión dominante (que sigue siendo la opinión de los que dominan)". (pág. 214)

"Gorki dijo una vez: 'los fracasos son los ángeles de la guarda de los escritores'” (pág. 241)

"… a ratos perdidos golosineo a Pavese. Dice en un pasaje: 'De donde se aprende que la única manera de escapar al abismo es contemplarlo, medirlo, sondearlo y descender a él'." (pág. 255)

"Marie hace preguntas punzantes: que cómo había sido aquello, el campo de concentración, ¿aún conocíais la alegría…? Preso de una especie de hipnosis, yo contaba: Sí, ¡conocimos la alegría! Cada día, en el camino a la obra, lo veías y lo oías todo. Salida a las cuatro de la mañana, y mientras marchábamos en filas cuadradas y los centinelas se sentían inseguros -nosotros éramos un millar, ellos, seis mozos con botas- nos ordenaban que cantáramos. Y los presos, hechos piltrafas, cantaban, todos cantaban, sonaba tétrico en la grisalla del alba, en medio de la polvareda que se levantaba. Y si llovía y venteaba, sonaba como un canto del infierno. Entonaban canciones polacas que te estremecen hasta la médula, aunque no entiendas la letra. Cada vez que pienso en la escena sigo oyéndolas. Cantaban con las últimas fuerzas, con la sangre del corazón, con dignidad. Cantaban de maravilla, con sus voces roncas, atormentadas, capaces de expresar todo el dolor de su existencia, pero también jubilosas y llenas de loca alegría. Y podías contemplar a los hombres, su aspecto era atroz y sin embargo no dejaban de ser personas, personas profundamente humilladas. Y había una belleza grotesca en esa tremenda imagen de los presos en marcha. Y siempre había algunos que se arrastraban a duras penas, caminando su postrer camino. Se desplomarían en el trabajo, mientras descargaran troncos y piedras, y los centinelas los matarían a golpes. Podías ver sus caras, para describir aquellos rostros no existen palabras. Y sentías compasión y piedad, las últimas gotas de la sangre del corazón. Has trascendido la frontera de tu ser, has adoptado otra dimensión en el mirar en el comprender y en la inclinación a fundirte con otras personas, habitar otras casas, otros mundos. La vida desmarcada, distanciada y mágica en vista de la muerte. Te ves tirado en la litera del barracón, es de noche, y en la oscuridad envolvente los presos gimen, dormidos, y mueren. Y te volvías mudo y vivías ya solamente en el mirar y el escuchar. Dejabas atrás tu hambre, tu dolor, tu angustia y te elevabas sobre tu ser". (págs. 308-09)

Jorge Semprún en su libro La escritura o la vida (…): “la escritura, si pretende ser algo más que un juego, no es más que una dilatada, interminable labor de ascesis, una forma de desapegarse de sí mismo asumiéndose: siendo uno mismo al reconocer y dar nacimiento al otro que uno siempre es”. (pág. 309)

"Desde que existen la radio y la televisión mucha gente ha perdido la facultad de articular y relatar. Se envuelve en ruidos para burlar el vacío interior y la soledad". (pág. 320)

"Todos, sin excepción, gente buena y ordenada, pensé. Pero luego la pregunta recurrente: ¿qué personas eran las que aclamaron frenéticas a Hitler, que se sometieron a él como si fuera un dios? Eran personas decentes. Correctas, aplicadas, limpias, obedientes y conscientes del deber. ¿Y qué personas eran las que nos torturaron y mataron en los campos de concentración? ¿Capaces de mirar fríamente cómo se fusilaba a hombres, mujeres y niños judíos? Las víctimas se alineaban frente a largas zanjas que ellas mismas tenían que cavar con prisa entre los bramidos y los golpes de los botudos. ¿Acaso eran asesinos natos? No. Eran gente como tú y yo. Y sin embargo, cometieron los crímenes más monstruosos jamás perpetrados. Nunca nadie en el mundo lo comprenderá". (págs.350-51)

Joseph Brodsky: “un judío que no sufra manía persecutoria tiene que estar loco”. (pág. 370)

LOS AUTORES:
Fred Wander
, escritor autríaco, publicó una extensa obra que incluye novelas, relatos, piezas teatrales, libros infantiles y de viajes. Su obra más conocida es la novela El séptimo pozo (Galaxia Gutenberg, 2007), cuya traducción al español se publicó un año después de su muerte. Su obra es un aporte invalorable para explorar las razones últimas, nunca bien entendidas, que llevaron al Holocausto. La edición de La buena vida aquí comentada fue publicada por Pre-Textos en 2010, Barcelona, 408 págs., con traducción de Richard Gross.
Darío Jaramillo Agudelo (Antioquia, 1947), autor de una extensa obra édita, es considerado uno de los críticos más lúcidos de habla hispana, y también uno de los grandes poetas colombianos del siglo XX. Lleva adelante Gozar Leyendo, un correo periódico enviado por Luna Libros, casa editorial independiente con sede en Bogotá. En ese correo vuelca, desde hace algunos años, reseñas y comentarios sobre sus gustos literarios, escritos en lenguaje accesible para público amplio. Aborda tanto novedades como títulos recientes, siempre destacando las buenas lecturas, los buenos libros que no merecen ser olvidados.
El País Cultural reproduce aquí una reseña inéditaque se publicará a lo largo del 2017 en Gozar Leyendo.

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