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Dios y el Diablo

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El País

Danubio Torres Fierro

UNA DE LAS OBRAS más importantes de un escritor (quizá la más importante) es la imagen que deja de sí mismo a la memoria de los hombres. Lo que se sabe de Joao Guimaraes Rosa (Cordisburgo, Minas Gerais, 1908-Rio de Janeiro, 1967) permite que la memoria social que de él se guarda lo presente como un caballero amable y civilizado, y que la memoria cultural lo tenga como el escritor contemporáneo más alto de su país. Provinciano, médico rural, funcionario voluntario de la Forca Publica en el período de transición (1933) hacia el constitucionalismo federal que quiso configurar la unidad de un país muy disperso y diverso, diplomático y - por tan sólo tres días- académico de la lengua, su trayecto redondeó una clase de persona que abundó en América Latina entre el comienzo y el fin del siglo XX. En efecto, en él se daba la dedicación a lo que se conocía como el dominio de las humanidades y el espíritu, esferas ambas vinculadas a la manifestación del arte, y la voluntad de servicio público entendida como actividad que prestigia a quien la ejerce, y que ayuda a garantizar la propia sobrevivencia. De José Enrique Rodó a Jaime Torres Bodet, pasando por Alfonso Reyes, Juan Liscano y José Guilherme Merquior, ese tipo es ya una categoría improbable en un continente que ha postergado sus intereses culturales-institucionales en beneficio de las alianzas económico-financieras o las urgencias geoestratégicas. En este sentido, por ejemplo, una monótona e inútil cantinela insiste en que, en cada cumbre presidencial, leamos al final de los comunicados que se han firmado "acuerdos culturales" que nacen como letra muerta y terminan arrinconados en un cajón de las cancillerías. Acaso no hay que lamentarlo sino festejarlo: está muy bien que la verdadera historia cultural de un país discurra por un tejido no oficial.

DOS FORMAS DE SER BRASIL. Guimaraes Rosa también fue el representante de un Brasil casi extinto, que desapareció de modo progresivo a partir de la década de los cincuenta y del que ahora quedan algunos vestigios aquí y allá, el Brasil primitivo, agrícola, manufacturero, en el que los hacendados (fazendeiros) mandaban, el que se volvió sociológicamente famoso por el retrato que presentó el libro Casa-Grande y Senzala, de Gilberto Freyre. Por su parte, el país que comenzó a dejar atrás tales características fue el que encontró su símbolo en el proyecto de Brasilia como capital, que marcó el amanecer de un impulso desarrollista que, no sin cierta soberbia visionaria, pretendía afincarse en el corazón nacional.

A una forma y otra de ser Brasil, Guimaraes Rosa daría una voz resonante, brava, única. Puesto en otros términos: su Brasil es a la vez esencialmente arcaico y audazmente moderno. En ese ayuntamiento original hay que discernir la inteligencia del autor. El portugués es una lengua rancia y añosa tanto por sus orígenes como por su gramática. Sus hablantes americanos, desde Macunaíma al Manifesto antropófago y de éste a la poesía concreta, intentarán conjugar ese arcaísmo con un proceso de apropiación dinámica: la creación de lo que Mário de Andrade llamó una "língua brasiliana". Allí se buscará, asentada en una base de raíces populares, que recoge localismos, coloquialismos y regionalismos y forma con ellos nuevas locuciones, la renovación y la liberación nativas y la asimilación de una herencia portuguesa nunca rechazada.

El papel que Guimaraes Rosa desempeñó, entre 1940 y 1960, en ese escenario de tránsitos, fue el de una figura central. O, mejor, alcanzó en 1956 la centralidad al publicar la primera versión (la definitiva es de 1958) de lo que se convertiría en un clásico: Grande Sertao: Veredas. Se trató de una de esas centralidades que ganan los solitarios. A pesar de sus cargos diplomáticos y ministeriales, de su papel en Itamaraty y de su desempeño en Europa como cónsul en Hamburgo, entre 1938 y 1942, donde colaboró en denunciar el ascenso del nazismo y, muy especialmente, en auxiliar a los judíos perseguidos, salvando numerosas vidas, fue un escritor celoso de su obra literaria y del curso que trazaba, hábil articulador de su persona dramática y dueño del altivo rigor de los aislados. Nunca usó en su favor las vinculaciones políticas, se mostró reacio a la facilidad y fue intransigente con sus ideales artísticos.

UN TERRITORIO PROPIO. Los títulos que de Guimaraes Rosa van apareciendo desde 1940 (Sagarana, 1946; Corpo de Baile, 1954), informan que sus asuntos y sus formas quieren marcar desde el comienzo un territorio propio que, a la vez que se inscribe en la evolución de la literatura brasileña, pretende darle a ésta un cauce nuevo y sobre todo una ambición de estilo y otra profundidad de calado. De ahí, por ejemplo, que los temas indigenistas y rurales y que las obsesiones ideológicas y sociales, caras al regionalismo, se vuelvan en sus manos menos misionales y más literarios. Es hijo de una literatura dominada por el neonaturalismo y la aspiración documental, de una literatura que se ocupa de registrar la decadencia de la aristocracia agraria y la formación de un proletariado urbano, y que describe con minucia fotográfica el éxodo del campo a la ciudad o las prácticas del bandidaje folclórico. En su secuencia histórica esa literatura provocó la emergencia de unos autores y títulos cansinamente testimoniales y porfiadamente desangelados (es el caso de las piezas de José Lins do Rego, de Rachel de Queiroz, de Graciliano Ramos), una literatura que en su vehemencia de registro encuentra su propia debilidad, Guimaraes Rosa se inspirará en unas fuentes similares con la explícita intención de retorcerlas y liquidarlas. Su obra es, en este sentido, una impiadosa (y, por momentos, amistosa) empresa de demolición.

En Guimaraes Rosa no deja de confirmarse la vieja sentencia de la literatura latinoamericana de que la selva devora a sus hombres. Pero la selva (el nordeste mineiro brasileño, equivalente de las pampas argentinas, las sabanas venezolanas y el desierto mexicano, a su vez equivalentes de una geografía que se quisiera un mapa físico y metafísico) adquiere en él unas resonancias que alían lo primitivo con lo sagrado, que mezclan un mundo reconocible y un mundo insondable. Tanto en Sagarana (que reúne doce nouvelles) como en Corpo de Baile (que reúne siete "narrativas"), los temas y los problemas apuntan a que el protagonismo sea el de la lengua no sólo como vehículo de transmisión y comunicación sino como encarnación de esa reverberación inapresable que se empeña en escarbar en el sentido final de las palabras, que inviste al lenguaje con la potencia de lo espiritual y lo simbólico. Allí los territorios son reales pero sus atmósferas (la coloración que las acompaña, el aura que las nimba) empiezan a teñirse de milagrosas, cuando no se tornan franca representación de una fuerza sobrenatural o demoníaca. El sertao que recrea Guimaraes Rosa colinda con un más allá donde las almas trasmigran y donde las evidencias enseñan sus dobles fondos y sus dobles filos.

LA EXPRESIÓN DEL PUEBLO. Guimaraes Rosa confesará en algún momento que Sagarana fue escrito "en siete meses de exaltación, de deslumbramiento". Ese arrebato ya anuncia un modo distinto de acercarse a los materiales humanos y literarios. Anuncia algo más, que acabará por volverse marca distintiva de Guimaraes Rosa: el designio de que el povo (el pueblo no como entelequia o ideología sino como parábola y destino) encuentre una expresión propia, de la misma manera que el pueblo mexicano encuentra su expresión en las obras de Juan Rulfo. Dicho de otro modo: allí despunta una ósmosis entre literatura y geografía, y como prolongación, una ósmosis entre mitología y moral, entre oralidad y escritura, entre pasado y presente. De ahí que la "língua" de Guimaraes Rosa tenga claros retumbos portugueses (a menudo se escucha en ella un eco soberbio de Os Lusíadas), que aparezca muy marcada por lo brasileño y sea, en definitiva, una síntesis personalísima. De ahí que en sus páginas crezca la doble certeza de que el caudal del mundo es más fuerte que el hombre, pero que la interpretación del mundo es aún más fuerte. La interioridad oculta, que recorre subterránea y a la vez abiertamente a su título mayor, es el elemento decisivo, el resorte que mueve a la armazón. La irrealidad que es el arte se impone con una sobrecarga de realidad que favorece en nosotros una adhesión a la par animosa y embrujada.

Grande Sertao: Veredas (cuyo subtítulo alguna vez rezó "O diabo na rua, no meio do redemoinho") implica una culminación. Es un libro que es muchos libros. Es el relato-monólogo de Riobaldo, que cree haber hecho un pacto con el diablo, tiene una relación erótica con un joven que es como un querubín y un ángel de la Guarda y que al fin resulta ser una mujer sin que la revelación borre (al contrario: la agudiza) la ambigüedad táctica que permea y absorbe al conjunto de las situaciones. Es una recuperación y una reelaboración del cuento popular que hace del diablo un personaje mítico y una suerte de divinidad a la vez concreta y huidiza. Es una narración que recrea el mito arcaico del hombre que se enfrenta a una figura monstruosa o a un laberinto invisible. Es un libro en el que desaparecen las fronteras entre el logos y la razón, entre una forma de civilización y una forma de barbarie. Es un libro que -como el Quijote- recrea críticamente, y paródicamente, a un arraigado género literario, y a sus personajes consuetudinarios, propio de unas tierras brasileñas, y cuyos propósitos apuntan a instigar el equívoco deliberado, la sospecha discernidora, el simulacro como fundamento fantasmal.

Lo memorable. La obra de Guimaraes Rosa sucede gracias a su incoherencia y no a su plan, a sus ambigüedades y no a sus explicaciones. La obra es, como sus personajes y sus sucesos, polisémica y polifónica: escribe y borra lo que escribe, dice y niega lo que dice, construye y destruye, una voz es singular y también plural. La obra es la historia de "el diablo en el camino y en medio de un remolino". O, si se prefiere, la historia de "deus è o diabo na terra do sol". La obra muestra, por fin, que "o sertâo è do tamanho do mundo" (el sertón tiene el tamaño del mundo, que el "sertao está em toda parte" (el sertón está en todas partes), que el "sertâo é dentro da gente" (el sertón está dentro de la gente). El sertón es una metáfora y es un paradigma.

La verdad íntima de Grande Sertao: Veredas radica en ser una móvil secuencia de espejos que a sí mismos se replican y se comentan. Se trata de un libro que se desplaza y que, al hacerlo, fulgura con unos poderes totémicos; de un libro que, como todo gran libro, rompe sus propias fronteras y se expande. Por eso a sus lectores nos llega con una suerte de aliento profético vuelto hacia el pasado y desde allí, desde una nostalgia ancestral, se nos proyecta hasta el presente y todavía, desde allí, nos habla. Somos capaces de reconstruir, en sus páginas, un proyecto literario con objetivos claros y ambiciosos; de vislumbrar, en sus torrenciales interiores abstractos, una razón crítica; de averiguar una trama intrincada de enigmas que se acrecienta a sí misma por superposición y que urde un tejido ilusorio intercambiable en el que el diablo es dios, el miedo es valor, el destino comulga con el libre arbitrio, el amor recto con el amor torcido. En él, Riobaldo y Diadorim y Clorinda son diversos y son lo mismo, jóvenes y viejos y sin edad, machos y hembras e híbridos de unos y otras.

Somos capaces de todas esas lecturas y otras, de dejarnos hechizar por una magia hecha de palabras y un dibujo musical que se confunde, reforzándolo, con el movimiento dramático que habita en las páginas. Y somos capaces de acceder a un pathos trágico que es la gran apuesta que gobierna al libro. Es un libro, entonces, que se vuelve memorable.

Joao Guimaraes Rosa, que al final de Gran sertao: Veredas sitúa, para cerrarlo y al mismo tiempo para abrirlo, el signo del infinito, sabía que estaba trabajando para sumarse al flujo mítico donde habita lo memorable. Es muy probable que también supiera que una memoria es una tradición.

La frontera y las fronteras

Emir Rodríguez Monegal

SI ES FÁCIL no conocer a Guimaraes Rosa, y son tantos los que lo ignoran dentro y fuera del Brasil, es muy difícil no convertirse en adicto si uno ha empezado a vislumbrar, así sea muy exteriormente, ese mundo mágico que sus libros han creado. Es como Kafka o como Borges: apenas una frase de ellos entra en nuestro sistema circulatorio estamos perdidos. Nada podemos hacer si no es pedir más, buscar más, conseguir más. (...)

UNA LENGUA PROPIA. (...) Leí y volví a leer, y releí, las tres o cuatro primeras páginas de la novela (Grande Sertao: Veredas). No diré que no entendí nada porque sería exagerar un poco. No en balde había vivido muchos de mis mejores años en Rio de Janeiro, había estudiado y me había empapado del portugués que se habla allí, ese sabroso `brasileiro´. Pero lo que yo había aprendido, y que me permitía circular sin lágrimas por la literatura brasileña o portuguesa, parecía nada frente a esas primeras formidables páginas de Grande Sertao: Veredas. Porque Guimaraes Rosa (como Joyce, como Valle Inclán, como Miguel Ángel Asturias en algunas de sus obras) no sólo usaba la lengua común; también abusaba de ella. Cada palabra, casi cada sílaba, de la novela había sido sometida a un proceso creador que obligaba al lector a progresar, si progreso había, a paso de caracol. (...). Volví al libro, volví a sus páginas, seguí leyendo y vislumbrando cosas, adivinando otras, completándolo en mi imaginación. Hasta que un día (como pasa con una lengua que estamos empezando a dominar) descubrí que todo era más claro; hasta que un día me encontré leyendo el `brasileiro´de Guimaraes Rosa, esa habla suya que él supo crearse dentro de la rica lengua general del Brasil.

Casi insensiblemente, habían pasado algunos años; me había vuelto a encontrar con Guimaraes Rosa en Europa y en los Estados Unidos, arrastrados los dos hacia congresos literarios, pasando cerca como trenes que coinciden en alguna estación aunque corran hacia distintos destinos. En esos encuentros, trataba siempre (lo que no era fácil) de hacerle hablar de su obra y de su oficio. Una vez en el salón ducal de la municipalidad de Génova (era en enero 1965), sentado en esos grandes sillones incómodos mientras el alcalde se felicitaba en voz alta de ver a tantos latinoamericanos reunidos en la patria de Colón (si Colón era realmente genovés), Guimaraes Rosa me habló de Joyce y de su influencia sobre su obra. Reconoció entonces que tanto Ulysses como Finnegans Wake habían sido un modelo, un paradigma, a los que él quiso acercarse. Con respecto a William Faulkner, con el que suele comparársele, me manifestó una adversión muy clara: rechaza su visión del mundo, su crueldad algo sádica. Guimaraes Rosa cree en lo sobrenatural pero cree en un misterio menos doloroso. Su espíritu religioso no espera sólo las sombras del más allá. Reconoce en cambio, su predilección por el Sartre de los relatos de Le mur, que leyó con deslumbramiento. Le insinúo que a través de Sartre recogió sin duda cosas que el narrador francés había extraído antes de Faulkner, y acepta.

Otra vez (es junio 1966 y estamos en Nueva York) ... hablamos de las traducciones de sus propios libros. (...) Las versiones francesas racionalizan demasiado, según él, las complejidades de la dicción original. La norteamericana (realizada por James L. Taylor y Harriett de Onis) se lee mucho más fácilmente que el original, le digo, y esto mismo sólo puede ser considerado un elogio equívoco. En cuanto a las versiones al español, Guimaraes Rosa se declara maravillado con la que ha hecho Ángel Crespo de su única novela (`Debí haberla escrito en español´, me dice; `es una lengua muy fuerte, más adecuada para el tema´)...

(Fragmento del Prólogo a Primeras Historias, París, noviembre de 1967. Seix Barral, Barcelona, 1968).

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