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Sobre el destino de la novela

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Ricardo Piglia

Los cambios tecnológicos y los nuevos lenguajes que dominan a los medios de comunicación desplazaron a la novela. La pregunta cae madura: ¿cuál es su lugar en el nuevo mundo capitalista? La respuesta de Piglia, lejos de ser apocalíptica, ilumina algunos caminos.

Un nuevo libro de Ricardo Piglia propone pensar la situación del género de la novela a la luz de los cambios tecnológicos, su relación con los medios de comunicación y la política. Se trata de once clases dictadas en la Universidad de Buenos Aires durante la primavera de 1990, recuperadas por la editorial Eterna Cadencia con una doble relevancia, no solo porque Piglia se ha convertido en el lector más brillante que ha dado el Río de la Plata después de Borges, también porque su seminario posiciona muchas ideas centrales en momentos de dispersión y opacidad.

Su propuesta es discutir la poética de la novela a la luz de la obra de tres escritores argentinos con estrategias vinculadas a ciertas zonas de tensión en la producción contemporánea: Juan José Saer, Manuel Puig y Rodolfo Walsh. El canon es típicamente argentino, comparecen Macedonio Fernández, Roberto Arlt, Jorge Luis Borges, Witold Gombrowicz, entre otros, pero su análisis cruza las fronteras y extiende la reflexión sobre la trama más amplia de un género que fue hegemónico durante el siglo XIX y hoy ocupa un lugar marginal frente a los relatos del Estado, del cine, de la televisión, de los periódicos, a los que habría que agregar las monstruosas —por inacabadas y en pleno desarrollo— formas narrativas de la web.

Una vida dedicada a la ficción y a la crítica ha dado a Piglia la convicción de que la posición del lector tiene y puede tener una jerarquía capaz de unir el análisis de los procedimientos literarios con los de su recepción, lejos de los papers académicos. Entre el caudal de ideas que despliega su seminario —el público interesado puede acceder a la elocuencia precisa de sus ciclos sobre la novela argentina y Borges, subidos a You Tube—, cabe recortar el itinerario de un género literario que nació decidido a trabajar con la vulgaridad de la vida para recuperar la dimensión de un héroe condenado a fracasar en su intento de trascenderla. La síntesis es del filósofo húngaro George Luckács, una de las referencias sustanciales del abordaje de Piglia, tal como lo expresó en su clásica Teoría de la novela: la novela es la épica de un mundo sin dioses. Desaparecida la relación de los héroes clásicos con un sentido trascendente en la experiencia, quedó el héroe atrapado en la caótica inmanencia de la vida. Y allá salió Alfonso Quijano a dar los golpes del Quijote con la voluntad de resolverlo. Desde entonces la posición del héroe puede ser ingenua, cómica o trágica, pero la del narrador es irónica. Un asunto biográfico concebido por un Daimón, dijo Luckács, porque ocupa el lugar del creador, naturalmente, sin serlo, respaldado por la conciencia de la distancia insalvable en la empresa del héroe, y de la propia. El estatuto que alcanzó la novela en el siglo XIX fue el afortunado encuentro entre el ideal de belleza, expresado por su derrumbe, y las formas ordinarias de la modernidad. Pero también la del escritor con un público ávido de entretenimiento y de la intensidad emotiva del arte.

Dice Piglia que la irrupción de la sociedad de masas, los cambios tecnológicos y la emergencia de nuevos modelos narrativos en los medios de comunicación desplazaron a la novela de su lugar de privilegio, y a ellos habría que sumar los relatos del Estado, porque como lo expresó Paul Valéry en su Política del espíritu: “La era del orden es el imperio de la ficción. Ningún poder es capaz de sostenerse con la sola opresión de los cuerpos con los cuerpos. Se necesitan fuerzas ficticias”. La pertinencia de la cita no necesita otra corroboración que la experiencia de las dictaduras, pero esa función también opera desde el relato de los gobiernos democráticos. En el nuevo contexto, la novela quedó en tensión con los modelos narrativos construidos fuera de la literatura, y conoció un progresivo divorcio de los grandes públicos, derivando su vocación a experimentaciones formales para públicos cada vez más reducidos.

Walter Benjamin es otro de los autores en los que Piglia apoya sus reflexiones para pensar no cómo las realidades sociales ingresan a la novela sino cómo ingresan las ficciones en la sociedad, el modo en que se posicionan los novelistas frente a las tradiciones del género y las dificultades para recuperar el público perdido. Una idea pide no ser soslayada: las vanguardias estéticas no solo han discutido con las poéticas que vienen del pasado y mantienen una sinuosa presencia, a menudo han intentado incidir en el lenguaje de las vanguardias políticas, pero han sido ellas las que le abrieron espacios de actividad, de modo que su aparente agotamiento en la posmodernidad coincide con el debilitamiento de las utopías para modificar el nihilismo que reduce la experiencia contemporánea al consumo de bienes y servicios, o a tratar de alcanzarlos.

ESTOS TRES.

En la trama de estas ideas Piglia se sumerge en la producción y recepción de la obra de Juan José Saer, Manuel Puig y Rodolfo Walsh, por entender que han adoptado posiciones distintas frente a los relatos sociales y encarnan en la literatura argentina núcleos de tensión que recorren la producción literaria internacional. Expresado a grandes trazos, la poética de Saer rechaza los relatos de masas con una poética que denuncia la imposibilidad del lenguaje de dar cuenta de lo real, y en la inmediatez de esa dificultad construye una lírica reñida con la ilusión de ordenar el sentido de la experiencia. Con un concepto ampliado de la narración, rechaza los tópicos tradicionales del género y solo se queda con el del héroe. Lo real se determina desde la conciencia que narra, por las consecuencias de unos hechos que no se dejan reducir, se borran y reaparecen en el desarrollo de la saga narrativa más audaz que ha dado la Argentina. Naturalmente, es una poética ajena a la simpleza, y aunque su producción integra la historia social, la jerarquía de su exploración, deudora de Faulkner y de Proust en la indagación de lo real, ha marcado un sólida posición del arte de la novela frente a la hegemonía del entretenimiento que campea en los modelos narrativos más populares.

La estrategia de Puig ha sido muy diferente –afirma Piglia que todo gran escritor construye también el modo en que pide ser leído–, y la define como un intento de volver a interesar a Madame Bovary, “a una señora triste, de provincia, que se aburre y que en cualquier momento se distrae”, acostumbrada a los relatos televisivos y capaz de confirmar la hipótesis de Gore Vidal: ya nadie lee frases, dijo el escritor y crítico norteamericano. Los lectores formados por la televisión recorren la página, miran a vuelo de pájaro los párrafos, se encuentran con una palabra y se detienen ahí (sobre todo si es sexual).

Piglia recorre los libros de Puig para mostrar que utiliza los estereotipos más desechables de la cultura de masas para potenciar un salto y reducir la distancia con el lector, convencido de que el inconsciente tiene la estructura de un folletín. “Y tiene razón —anota Piglia—. Porque el inconsciente es el mundo de las pasiones desencadenadas, de los deseos que no tienen registro ni sanción social. Siempre se desea lo que no conviene”. Especialmente en El beso de la mujer araña, encuentra un ejemplo primordial del talento con que Puig situó el debate entre arte y política, en el marco de la diferencia entre los sexos. El complot de Molina con el Estado para obtener información de Arregui durante su convivencia en la misma celda, y la progresiva conversión de los personajes, que acaban por intercambiar las posiciones iniciales del homosexual y el guerrillero mediante el relato de películas y melodramas de teléfono blanco que emprende Molina como una Sherezade, muestran la conquista de una nueva relación de la novela con los medios de comunicación. Piglia agrega la irrupción del grabador y el uso que le dio Manuel Puig para retener voces populares que luego sostuvieron la autenticidad de sus personajes. Esa deriva en busca de nuevos registros de realidad, y una nueva justificación de la literatura por la experiencia vivida, como en el caso de Henry Miller, Céline, Kerouac, afirma Piglia que abrió el camino hacia la no ficción y una nueva tensión entre el arte y la vida, concebidas como términos contrapuestos, dentro y fuera de las experiencias límite que le dieron legitimación.

Rodolfo Walsh vivió esa disyuntiva con la radicalidad que lo llevó a abandonar los relatos de misterio, renunciar a la novela y apostar por su compromiso con la vida, que en su experiencia fue la política. Pero aún allí, en la construcción de sus denuncias públicas y reclamos de justicia, como ¿Quién mató a Rosendo?, o la emblemática Operación masacre, construyó una poética propia sobre la tensión entre ficción y verdad. Dice Piglia que su desafío fue “narrar un hecho real como si fuera ficticio, haciendo saber siempre que se trata de un hecho real”. Su investigación le permitió seguir el modelo formal y literario alrededor de un enigma, y mientras acercaba la condición humana de los protagonistas, abrió el campo de la no ficción para la verdad y la literatura desplazando la palabra personal, incluso cuando le tocó doler, a la voz de los otros.

UNA PALABRA TEMIDA.

Ricardo Piglia define la vanguardia no por sus pronunciamientos y número de acólitos sino como posicionamientos frente a la situación social, y por el modo en que los escritores definen su ubicación frente a otras poéticas, sin ánimo de agotar las de la Argentina o del continente. Se ha centrado en las que entendió más relevantes para desplegar los problemas de la ficción literaria en la actualidad, luego del ciclo constituyente de las grandes poéticas argentinas, que inicia en la obra de Macedonio Fernández, prolonga en las de Roberto Arlt, Leopoldo Marechal y Jorge Luis Borges, y lo cierra en 1967, con la publicación de Rayuela, de Julio Cortázar, y de Museo de la novela de Eterna, de Macedonio. Que el canon merezca ser confrontado, modificado o ampliado forma parte de la naturaleza de todo canon y es menos relevante que el grueso abanico de reflexiones aportadas por este seminario sobre la construcción del estilo, los supuestos del género, su tradición y las tensiones en la actualidad. Tienen un carácter incisivo y preliminar, y la virtud de colocar la discusión sobre el camino de la novela en el arte o el entretenimiento, sobre ejes fermentales.

El seminario, ahora recuperado para los lectores, cuenta ya con 26 años salvados por la inteligencia de los planteos y el progreso de señales tecnológicas, sociales y editoriales que no han hecho más que aumentar los problemas que enfrenta la novela. En la última clase Piglia anuncia que no tiene una posición apocalíptica respecto del mundo de los medios de comunicación y se declara más cercano a la oportunidad de utilizarlos en beneficio de la renovación del género, pero también avisa que su repliegue frente a otros tipos de narraciones en la competencia por constituir sentido, anuncia “una literatura futura que asuma las características de una crisis”. Es un concepto o, si se prefiere, un estado de situación que no todos los escritores están dispuestos a admitir y menos la gran industria editorial, que nunca vendió tantos libros como en la actualidad (en su mayoría de no ficción y novelas comerciales, tal como las define la propia industria). El concepto de crisis, en los años setenta asociado a las expectativas de cambio, ha venido a ser la llana amenaza de un derrumbe. Pero aún con una buena dosis de fe en que alguien renueve la novela bajo procedimientos montados sobre la caza de pokemones, podría anotarse que la aventura de la novela y la de sus héroes luce sumergida bajo una inundación y su futuro no es claro. A esta opacidad podríamos llamarla crisis, si la moral no estuviese escindida de la producción de bienes y sentidos.

LAS TRES VANGUARDIAS: SAER, PUIG, WALSH, de Ricardo Piglia, Eterna Cadencia, 2016, Buenos Aires. 222 págs. Distribuye Escaramuza.

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