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David Hockney en el Guggenheim Bilbao

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David Hockney en el Guggenheim Bilbao

EL MAYOR PINTOR VIVO

Un pintor que nos sigue enseñando a mirar; David Hockney nunca para de explorar, como lo mostró esta exposición en el país vasco.

David Hockney en el Guggenheim Bilbao

El artista inglés David Hockney es quizá el mayor pintor vivo, conocido internacionalmente y en activo de la actualidad. Y también uno de los más caros. Nacido en 1937 en Bradford, ciudad de predominancia textil en el siglo XIX, vive desde hace décadas en las colinas de Hollywood, cerca de Mulholland Drive, el espacio de glamour y sueños que filmó otro David famoso, Lynch. Con más de ochenta años Hockney no ha dejado de pintar ni de hacer exposiciones. Prolífico como un Stephen King de la pintura, asegura no tener “fines de semana”. Lo que sí tiene es mucho que decir con el pincel y la cámara, y una energía física que le permite pasar días enteros trabajando un retrato. En realidad sufre los achaques propios de la edad, pero asegura que cuando pinta se siente de treinta años. Fumador irreversible, gay sin dramas, rodeado de amigos y sencillo a la hora de hablar, Hockney ha sabido plantarse en sus elecciones personales y artísticas. En éstas últimas su dominio tiene que ver con tres géneros pictóricos si no devaluados poco frecuentados hoy día: el retrato, el paisaje y la naturaleza muerta o “bodegón”.

En 2018, uno de sus más hermosos cuadros, realizado en 1972 y titulado Portrait of an Artist (Pool whit Two Figures) fue subastado en Christie’s, en Nueva York. Como dato anecdótico hay que decir que Hockney lo pintó cuando la relación con su amante Peter Schlesinger se quebraba. Una obra que surgió del dolor de la ruptura y del incansable trabajo. Después de algunos minutos de puja, un comprador pagó por ella noventa millones trescientos mil dólares, convirtiéndola en ese momento en la pintura más cara vendida por un artista vivo. El récord anterior lo tenía el estadounidense Jeff Koons cuya escultura “Balloon Dog” —un perro gigante armado en globos de metal— cotizó algo más de cincuenta y tres millones. El récord actual lo tiene otra vez Jeff Koons con una de sus esculturas.

Entre noviembre de 2017 y febrero de 2018 el Museo Guggenheim de Bilbao en colaboración con la Royal Academy of Arts de Londres y con la curaduría de Edith Devaney expuso lo último de la obra de Hockney bajo el título “82 retratos y un bodegón”. Editado por La Fábrica bajo el mismo título, se pueden ver todas las reproducciones y alguna más, en un libro objeto de gran dimensión que contiene además una cálida entrevista al pintor hecha por Devaney y un análisis exhaustivo de la obra por parte de Tim Barringer, profesor de historia del arte en Yale.

VIEJOS CONOCIDOS.

No era la primera vez que Hockney exponía en el monumental museo bilbaíno. En 2012 había presentado la muestra “David Hockney: una visión más amplia”, con alrededor de 150 trabajos sobre paisajes, centrados en las tierras de su Yorkshire natal, lugar que abandonó en los años sesenta pero a las que volvía para visitar a su madre. Figura de algunos de sus mejores cuadros, la madre muere en 1999 a los noventa y ocho años, y Hockney —que vivía en la luminosa Los Ángeles— vuelve al norte de Inglaterra en 2005 y se instala en la casa donde ella había vivido, en Bridlington. El paisaje lo seduce y pinta. Y el resultado es una muestra colorida, intensa, donde la naturaleza cobra vida y se impone en cuadros grandes por los que la mirada del espectador puede literalmente “viajar”. En sus paisajes de campo, árboles, cielo y alguna casa no suele haber personas pero sí carreteras serpenteantes, y ocasionalmente algún auto o señal de tránsito.

En 2013 un episodio trágico ocurrido en su casa interrumpe ese idilio con el entorno. Uno de sus ayudantes, Dominic Elliott, de veintitrés años, muere tras haberse drogado con cocaína y éxtasis y haber ingerido líquido corrosivo. Hockney queda en shock, y aunque ni a él ni al resto de sus ayudantes le cabe ninguna consecuencia judicial, la tristeza lo embarga y deja de pintar por un tiempo o apenas dibuja bocetos sin un plan mayor. Meses después realiza un retrato de su secretario Jean-Pierre Gonçalves de Lima (le llaman JP), tan afectado como él por la muerte de Elliott, y lo plasma en el lienzo en una pose de aflicción que recuerda al Anciano en pena pintado por Vincent Van Gogh en 1890. En el de Hockney, JP aparece también sentado en una silla, sosteniéndose la cabeza con las manos y con los codos sobre las rodillas, pero sus pies están sobre una alfombra multicolor. Esa pintura será la génesis de estos "82 retratos y un bodegón".

Frente a tiempos en que la memoria de los celulares se llena de selfies, Hockney vuelve a una captura primitiva que no trata de fijar un momento sino de interpretar una esencia. “Los famosos están hechos para la fotografía. Yo no hago famosos; la fotografía sí. Mis famosos son mis amigos. Yo he dejado claro que este asunto de la fama es quizá la última víctima moribunda de los medios de comunicación de masas. En cualquier caso, tardará en desaparecer. O sea, los famosos quieren ser conocidos solo por eso, por ser famosos. Los famosos de otro tiempo hacían cosas. Picasso era famoso, pero hoy día no se le consideraría como tal, porque ese término implica otra cosa. Es decir, la fama, tal y como se entiende hoy, no va a durar. Esa fama es efímera” dice Hockney, que además considera que con la fotografía digital se perdió la veracidad de la foto; todo puede alterarse y cualquiera es fotógrafo. A diferencia de otros artistas, Hockney no hizo retratos de gente famosa o millonaria para ganarse la vida —no lo precisaba ni la época lo reclama— sino para experimentar y renovarse. Una excepción fue el retrato oficial de sir David Webster, director general de la Royal Opera House; lo hizo en 1971 y decidió no aceptar más encargos.

Y aunque —pocas veces— ha pintado gente con cierta visibilidad (los artistas Man Ray o Lucian Freud, o el actor transformista Divine) la mayoría de sus retratos son de amigos, familiares, personas de su círculo. Está su vieja amiga Celia Birtwell, la diseñadora textil que junto con su entonces esposo “Ossie” Clark y el gato de ambos posó para Hockney en Mr and Mrs Clark and Percy, impresionante cuadro de 1970-71 que consigna —como en otros— las dimensiones irreconciliables de la vida de pareja. Están su limpiadora y cocinera Patricia Choxon y su hijo, su asistenta Doris Velasco y su hija, su dentista Merle Glick (enfermo de cáncer, moriría poco después), su hermana Margaret, su masajista, el chico que “limpia los coches los viernes”, muchos amigos de décadas, galeristas, pintores, fotógrafos y curadores (incluida Edith Devaney). Está su mundo.

Para esta serie Hockney dijo haber demorado aproximadamente tres días para cada retrato (61 de hombres, 21 de mujeres), con sesiones de hasta siete horas diarias. Cada modelo aparece sentado en una silla amarilla sobre un fondo en tonos de azul y piso en tonos de verde, o viceversa, y todos acomodados de distinta manera. No hay una postura que se repita igual; unos se inclinan hacia adelante, otros se respaldan con firmeza, algunos cruzan las piernas; la manera como ponen las manos podría conformar una serie en sí misma. De todos (excepto de JP) vemos los ojos, pero no todos miran al frente. En algunos se percibe tensión, incomodidad, aflicción. Otros están relajados, distantes, neutros. Los hay que se vistieron casi de gala, y otros al extremo de lo sport, solo un modelo lleva gorra y otro sombrero, y solo uno aparece con una pierna montada en la silla, entre provocador y casual. El resultado es alucinante y embriagador, o en todo caso, aun quien no comparta el entusiasmo puede reconocer que Hockney es un observador genuino y un implacable captador de matices.

PISCINAS Y ABADÍAS.

La estética de Hockney nace en el Pop Art de los años sesenta, bebe de sus colores luminosos e intensos y de sus escenarios cotidianos, pero también de paletas clásicas y tan diferentes como las de Ingres o Van Gogh. A lo largo de su vida Hockney fue incorporando las nuevas tecnologías (cámara digital, fax, fotocopiadora); por ejemplo dejó de llevar cuadernos de bocetos y comenzó a manejarse con el iPad, siempre parado en la certeza de que si no se sabe dibujar no hay dispositivo técnico que haga milagros y que no hay como el ojo humano: “la cámara ve superficies, el ojo ve espacios” dice Hockney. También mejoró —a medida que se iba quedando sordo— la capacidad de observar e interpretar los diálogos corporales y sus mínimas, sutiles diferencias. A propósito de esto Barringer dice: “Después de haber pintado unos treinta retratos, Hockney observó que, dentro del formato aparentemente limitado de una figura sentada sobre un fondo de dos tonalidades, estaba surgiendo una inmensa variedad, algo sintomático de la ilimitada variedad de la personalidad humana. En lugar de limitarse a ser una mera colección de amigos, la serie desarrolló un estatus propio y se convirtió en una afectuosa taxonomía de tipos y personalidades, así como en un ensayo sobre el cuerpo humano a través de las barreras del sexo, la identidad de género, la edad, la etnicidad y la nacionalidad. No obstante, independientemente de dichas preocupaciones sociológicas, estamos ante un tratado de psicología humana, un tratado sobre lo que hace a cada persona diferente de las demás”.

Esta de “82…” fue una más de sus series de retratos. En 1999/2000 había hecho una titulada “Twelve Portraits after Ingres in a Uniform Style”, donde representaba al equipo de seguridad de la National Gallery de Londres que vigiló una exposición del pintor Dominique Ingres (1780-1867), retratista de elogiados desnudos femeninos (de los que hicieron versiones Botero, Dalí, Modigliani, Picasso y otros). Aquí Hockney utiliza un viejo dispositivo patentado a comienzos del siglo XIX llamado “cámara lúcida”. Barringer señala que “el estilo es uniforme, así como la ropa (en un juego de palabras); pero el formato sirve simplemente para resaltar la variada gama de personalidades expuestas, del ansioso al petulante, y del escéptico al comprometido, algunos beligerantes, otros recelosos, aburridos o visionarios”.

En su colección de “piscinas” —además de la de los 90.3 millones— figuran piezas tan límpidas como absorbentes, de gran contenido homoerótico y autobiográfico. Destaca Peter Getting Out of Nick’s Pool, pintada en acrílico sobre lienzo en 1966, y también inspirada en Schlesinger. Barringer afirma que aquí “Hockney abandonó temporalmente las estrategias de la ironía y el distanciamiento en el retrato y empleó el género a modo de sincera celebración, con obras en las que con frecuencia sitúa el cuerpo desnudo de su amante en el contexto del paraíso sibarita de Los Ángeles”, y agrega que “renuncia a la complejidad psicológica en pro de la celebración de unos glúteos bien formados y unos esbeltos hombros. Pintado a partir de una Polaroid de Schlesinger apoyado en un coche, el cuadro es básicamente una fantasía erótica de Hockney de invención propia. Esta obra no trata de la vida interior de Peter Schlesinger, ni siquiera de su rostro; francamente homoerótica, emplea un vocabulario propio del Pop Art basado en colores fotolitográficos y superficies brillantes que capta un momento paradisíaco de juventud y belleza”.

La vida interior sí está en otra de sus obras maestras, donde el rostro de su madre (modelo recurrente, igual que el padre) es protagonista: My Mother, Bolton Abbey, Yorkshire, Nov. 1982. Hockney venía trabajando la técnica del fotocollage (primero usando una Polaroid, luego una cámara Pentax) y así es como realiza este retrato de su madre, algo encorvada, sentada en una tumba mojada de espaldas a las ruinas de la abadía de Bolton, vestida de impermeable verde, colmada de arrugas y mirando el suelo tristemente. En la base del cuadro aparecen las puntas de los zapatos de Hockney, indicio conmovedor de que la está mirando. Barringer da algunos datos que contextualizan: “El frágil cuerpo de Laura está inclinado por la artritis, y su expresión distante sugiere que está contemplando la muerte —y quizá recordando anteriores excursiones familiares a ese mismo lugar—. Fue en el hotel del pueblo, el Devonshire Arms, donde Kenneth le propuso matrimonio más de cincuenta años antes: su muerte, en 1978, era aún un recuerdo reciente”.

“El trabajo es lo que me empuja a seguir adelante” le confiesa Hockney a Devaney. Su condición de artista millonario no cuenta. Es casi una certeza que seguirá pintando a otros y a sí mismo hasta el fin de sus días, con técnicas nuevas o antiguas, buscando con la mirada y el trazo sacar a la superficie lo que está escondido en el modelo, sea humano o una naturaleza, viva o muerta.

DAVID HOCKNEY: 82 RETRATOS Y UN BODEGÓN. La Fábrica/Guggenheim Bilbao, 2017. Madrid, 175 págs. Distribuye Océano.

David Hockney Tapa libro

¿Por qué un bodegón en medio de 82 retratos? Cuando estaba por pintar a Ayn Grinstein, el padre de ella, un importante filántropo y coleccionista de arte, muere. El funeral retrasa obviamente las sesiones y mientras tanto Hockney pinta “Fruta sobre una banqueta”, y luego decide incluirla en la colección. Queda como un sentido homenaje y recordatorio de que ese retrato no fue igual a los otros.

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