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Arte y prostitución en Buenos Aires

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Edgardo Cozarinsky

El teatro y el burdel son el ámbito por excelencia donde los desarraigados rioplatense buscan algo de dicha, aunque sea fugaz.

El autor, nacido en Buenos Aires en 1939, es nieto de judíos ucranianos. Alterna su residencia entre Buenos Aires y París. Periodista, ensayista, cineasta y narrador, conoce en carne propia, como tantos rioplatenses, múltiples desarraigos. El de esos ascendientes que no hallaron en América la tierra de promisión esperada ni pudieron regresar al viejo país, idealizado en estas costas, aunque los hubiera expulsado a fuerza de hambre y discriminación violenta, legal e ilegal. El del exilio en Europa, por causas económicas y políticas. La huida permanente e imposible de la cultura idish, que de todas maneras está muerta hace décadas. El no sentir como propia la utopía del Estado de Israel. Uno de los temas centrales del libro es la lucha contra ese desarraigo y las maneras –a veces extrañas, casi suicidas– de construirse una identidad.

Esta novela es breve, melancólica e intensa. Un joven investigador, cuyo nombre no aparece, elige como tema de tesis, pese a la resistencia de sus docentes, el teatro idish que floreciera entre los sectores modestos de la colectividad judía bonaerense en la primera mitad del siglo pasado. A raíz de un libreto que encuentra de causalidad, titulado “El rufián moldavo”, su tema se enraba con otro más sórdido: las redes de proxenetismo y prostitución judías, muy poderosas en los ’20 y los ’30.

He aquí las dos caras de una colectividad: el teatro, poco más que de aficionados, que permite afirmar el orgullo en la identidad, a la vez que pelear para que tarde un poco más en diluirse en medio de la Babel porteña; y la sordidez de las “casas malas” con sus pupilas y sus cafisios, de quienes los judíos decentes reniegan hasta el punto de enterrarlos en parcela aparte del cementerio y, más tarde, vender las lápidas para que, dadas vuelta, se usen como mesas de café. Este recurso está tomado de una novela de Camilo José Cela –La colmena– y el narrador lo explicita: otro de los temas del relato es la insistencia de la vida en imitar al arte y hasta superarlo.

Los personajes que la investigación va revelando tienen en común el huir de un pasado que, sin embargo, los marca. Así, el autor de la obra teatral, en la que buscaba redimir su condición de rufián, se volverá, buscando ser respetable, casamentero de la colectividad, y se negará a reestrenar su obrita, pese a que había estado dos años en cartel. Y este éxito muestra que, pese a la repulsa del elemento judío decente, esa otra vía sórdida de llegada al Río de la Plata estaba más cerca de lo confesable: no pocas buenas madres judías tenían otro pasado. También apunta el narrador en el epílogo que, a décadas de distancia, siente al teatro y al burdel como dos ámbitos en los que esos desarraigados iban a proveerse de una dicha fugaz, precaria e ilusoria.

Con un tono que recuerda por momentos al de las “aguafuertes”, de Roberto Arlt, Cozarinsky compone una novela que trasciende lo judaico y lo porteño. Ese “común desarraigo argentino de la corrupción y el silencio” es argentino en el sentido de rioplatense. También en esta orilla de inmigrantes traídos por la miseria se cocieron habas. También hubo vergüenza de esos padres con acento y costumbres extranjeras, fueran o no judíos, fueran o no cafisios y percantas. También en esta orilla falta aún mucho tiempo para que podamos mirarnos al espejo de una identidad “que ninguna culpa enturbie” , por ponerlo en palabras del autor.

EL RUFIÁN MOLDAVO, de Edgardo Cozarinsky. La bestia equilátera, 2015. Buenos Aires, 160 págs. 

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