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Selva Almada. Foto Vale Fiorini

Dos libros, uno de Selva Alemán y otro de Duncan Kennedy, están conectados entrelíneas por una pregunta: ¿tiene la mujer derecho a vivir la vida que quiere?

HAY LIBROS que en principio no parecen tener mucho que ver entre sí, pero la casualidad de leerlos casi a la vez permite establecer conexiones que están ahí, entrelíneas, un diálogo de preguntas que van para el mismo lado. Es el caso de Chicas muertas, último libro de Selva Almada, un ejercicio a lo Truman Capote sobre casos reales y no aclarados de asesinatos de mujeres en Argentina, y de Abuso sexual y vestimenta sexy: cómo disfrutar del erotismo sin reproducir la lógica de la dominación masculina, sesudo estudio semiológico de Duncan Kennedy en el que expone pros y contras sobre el tolerar o frenar las distintas prácticas abusivas de hombres hacia mujeres que imperan en la sociedad todavía patriarcal de fin del siglo XX y comienzo del XXI.

Una argentina desde la non-fiction novel y un estadounidense desde el ensayo, se dirigen al mismo urgente lugar: ¿tiene libertad la mujer de vivir como ella quiera?, y eso incluye vestirse como quiera, caminar por donde quiera, acostarse con quien quiera, y sin miedo a que la señalen, la abusen o la maten. La dolida respuesta en ambos casos parece ser un no.

CASOS CERRADOS.

Villa Elisa, en Entre Ríos, es el pueblo donde nació Selva Almada (1973), uno de esos lugares en los que parece que nunca pasa nada. Chicas muertas (2014) se inicia como un relato en primera persona donde Almada cuenta algo que sucedió cuando tenía trece años. Estaba en su casa una mañana, viendo cómo su padre preparaba un asado y tomaba vino frío cuando oye por la radio que en un pueblito cercano "habían asesinado a una adolescente, en su cama, mientras dormía". La información que le llega más allá del enunciado literal es que ni la casa propia con mamá y papá es un lugar seguro.

La chica era Andrea Danne, una estudiante de diecinueve años, y el crimen era el típico asesinato de "cuarto cerrado". Jamás se aclaró y pasó a engrosar la lista de casos abiertos que en realidad están cerrados a cal y canto por estructuras que superan la puntualidad de lo anecdótico. Años después Almada comenzó a prestar atención a otros crímenes y a revisar vivencias personales como la experiencia de hacer auto stop, donde las insinuaciones, malos entendidos y peligros estaban a la orden si subían al vehículo una o dos mujeres solas.

Chicas muertas se centra en tres casos de esa crónica roja que hoy se suele denominar "feminicidio": los asesinatos de la propia Danne; de María Luisa Quevedo, de quince años, desaparecida en una provincia del Chaco en 1983 y encontrada violada y estrangulada; y de Sarita Mundín, de veinte años, desaparecida en Córdoba y encontrada muerta un año después (aunque un estudio de ADN dio negativo, con lo cual podría tratarse de otra chica muerta, sin identidad siquiera).

A una escala menor estadísticamente, la emotiva y dura narración de Almada recuerda la cuarta parte de 2666 (2004) donde Roberto Bolaño hacía un registro tajante de crímenes sin aclarar cometidos en Ciudad Juárez (en la novela, la ficticia Santa Teresa). Las dos narraciones golpean desde la impotencia y la rabia. Almada investiga y recoge la información que puede en los pueblos donde vivían esas mujeres, se contacta con familiares y amigos, consulta a videntes, da cuenta de las explicaciones racionales y no racionales ("cosas del diablo"), de las coartadas confirmadas por esposas de sospechosos y del circo de prensa que se armó con los casos, donde había asertos del tipo "ya tenía una vida sexual activa", a propósito de la víctima. También menciona a modo de carátula otros crímenes y comenta situaciones cercanas que no llegaron a ser noticia pero pudieron haberlo sido: un fisgón del pueblo que espiaba impunemente a las muchachas, una tía que fue arrastrada a un maizal por un primo y logró zafar, o su propia madre, que a poco de casada discutió con su esposo y cuando éste amagó a pegarle le clavó un tenedor en el brazo: "Mi padre nunca más se hizo el guapo", escribe Almada.

PÉRDIDAS Y GANANCIAS.

En Abuso sexual y vestimenta sexy..., el profesor de Derecho en Harvard Duncan Kennedy (n.1942, Washington D.C.) conecta dos asuntos curiosamente ligados: el trivial de la moda y el serio del abuso sexual. Acota este último a las prácticas que rompen los ojos por su notoriedad (homicidio, violación, explotación, esclavitud, golpes o amenazas), ejecutadas ya sea en el ámbito doméstico, laboral, profesional o en la calle. Kennedy se reconoce hablando desde el lugar de hombre occidental, heterosexual, blanco, de clase media y que no ha sido abusado nunca. Reconoce que no comparte la visión convencional de buena parte de la sociedad que falsea la realidad del abuso adjudicándolo a comportamientos patológicos o "anormales", o estigmatizando a la víctima al encasillarla en estereotipos convenientes: la provocadora (por ej. por cómo iba vestida, caso típico), la histérica, la vengativa, la que no sabe cuidarse, la muy susceptible, etc. Comparte un poco más pero no del todo la visión de un feminismo radical que considera que el abuso sexual es constitutivo del patriarcado y que tiene un rol central en la sexualidad. Por tanto el abuso no es consecuencia del vestirse sexy, como sostiene la visión tradicional, sino su causa. Es ese régimen el que inculca erotismo en la dominación masculina sobre las mujeres y procura "disciplinarlas" castigando a la que se aparta de la norma consuetudinaria de comportamiento femenino. Esa "disciplina" es tan afectiva que cuando, por ej., es violada una mujer que no transgredió la norma, la pregunta reveladora de que la norma pesa es: ¿por qué si no se vistió provocadora, etc.?

Kennedy retoma ese enfoque y adopta una postura mercantilista al afirmar que la práctica del abuso genera ganancias y pérdidas en todo el colectivo social, femenino y masculino, sean o no abusadores o víctimas. Para empezar, dice, esa práctica tolerada o en todo caso no penalizada como corresponde, va en contra de los intereses eróticos y de felicidad de la especie, desintensificando el erotismo, ya sea apagando sexualmente a sus víctimas o volviéndolas promiscuas, ya sea obligando a las mujeres a regular, por miedo, sus conductas, instándolas a ser "mujeres de verdad": una ironía para señalar a la mujer hetero, monógama, maternal, sumisa y en lo sexual solo complaciente con "su" hombre, el que supuestamente la va a defender del resto de los patológicos que andan por ahí.

El libro de Kennedy es amplio y claro en sus conceptos (aunque a veces los expone con un academicismo complejo) y también puede ser bastante polémico, precisamente por centrar el eje de la solución en una negociación de partes en lugar de en una esencia indiscutible. Defender la extinción del abuso para que las fantasías de violación e incesto, por ej., puedan ser vividas sin temor o culpa, o para que las mujeres puedan lucir un atuendo sexy en cualquier ámbito (y no solo en los hoy "permitidos"), parece muy reductor y mezquino de un asunto que tiene que ver no tanto con el tamaño de la pollera o el escote y dónde se los usen, como con el hecho de que el cadáver desnudo de una mujer —violada y asesinada por un hombre— en la mesa de una morgue es cosa habitual a lo largo y ancho del mundo. Y con el hecho de que buena parte de esos casos nunca se aclaran, por más que se fotografíe la ropa de la víctima al derecho y al revés.

CHICAS MUERTAS, de Selva Almada. Random House, 2014 (reed. 2016). Buenos Aires, 187 págs. Distribuye Penguin Random House.

ABUSO SEXUAL Y VESTIMENTA SEXY, de Duncan Kennedy. Siglo XXI, 2016. Buenos Aires, 163 págs. Trad. de Guillermo Moro. Distribuye América Latina.

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Selva Almada. Foto Vale Fiorini

ABUSO SEXUALMercedes Estramil

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