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El antropólogo de la singularidad

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Foto Billy Hayes

La enfermedad mental tuvo en él a un intérprete excepcional, primero resistido por sus métodos y luego ampliamente reconocido. Su trabajo inspiró la película Despertares (1990), con Robin Williams.

ES POSIBLE que revisen los incontables diarios y apuntes de Oliver Sacks, y dentro de un tiempo los lectores reencuentren su tono asombrosamente comprensivo de los padecimientos neuronales, la honestidad descriptiva, y el relato de los casos clínicos que por distintos motivos no incorporó a sus libros. Pero En movimiento es la última obra que escribió antes de morir el 30 de agosto de 2015, a los 82 años, una suerte de autobiografía que oficia de despedida, relevante por varios motivos.

Quienes se acercaron progresivamente a su obra, centrada en las experiencias de sus pacientes, aquí y allá pudieron conocer algunos datos biográficos desconcertantes, por infrecuentes en los textos de divulgación científica. Sus migrañas infantiles (Migraña), su paso por un internado durante la segunda guerra (El tío Tungsteno), su accidente de alpinismo (Con una sola pierna), su vocación por la música (Musicofilia), el abuso de las drogas (Alucinaciones), más algunas señas de su condición homosexual. A la luz de este último tomo, su obra puede ser percibida como la zaga de un médico que encontró el camino más original, también el más llano, para narrar enfermedades neuronales y psiquiátricas con la tensión de una aventura frente a los misterios del cerebro. Hacía falta que un científico tuviese una considerable formación humanística para que la ciencia recuperara, a la luz pública, su privilegiada condición de vanguardia frente a los más discretos secretos del hombre, y desde luego, que fuera también un talentoso narrador, y un tipo con suficiente coraje para privilegiar las confusiones de su vocación a las restricciones académicas. Durante años muchos lectores se preguntaron quién era este médico inglés capaz de narrar un caso clínico como un cuento fantástico, dibujar parábolas sobre el destino humano y difundir los avances en el estudio del cerebro con la amenidad de un novelista. Su autobiografía, muy poco formal, como la mayoría de sus escritos, resulta esclarecedora.

EL MÉDICO BEAT

Los viejos versos de François Villon ("a la gente le sienta mal que tenga un camino personal"), el coraje de todos los pioneros que se apartaron de la tribu para seguir su intuición, acompañan la trayectoria de Oliver Sacks, hijo de una familia de médicos londinenses, judíos, pronto comprometido con su curiosidad, el llamado de la literatura, una extrema timidez, y la atracción por los hombres.

Su padre era médico clínico, al viejo estilo del médico de cabecera, su madre fue una de las primeras cirujanas de Inglaterra, varios hermanos también abrazaron la medicina y uno padeció esquizofrenia. Cuando Oliver le dijo a su madre que le gustaban los hombres, ella le contestó que ojalá no hubiese nacido y no le habló en muchos días. En los años 40 la homosexualidad en Inglaterra era considerada una aberración —Sacks nació el 9 de julio de 1933— y si su padre se mostró más indulgente, pronto entendió que estaba en problemas. Luego de recibirse y ejercer sus primeras prácticas en hospitales, hizo un viaje a Canadá y luego se radicó en California, donde alternó tres pasiones: la neurología, el mundo de las motos —los fines de semana viajaba hasta 1.500 kilómetros de ida y vuelta al Gran Cañón del Colorado—, y el levantamiento de pesas en los gimnasios fisicoculturistas. La imagen es la de un médico beat, amigo de las camperas de cuero, las cilindradas, el viaje nocturno en carreteras solitarias, los gimnasios, las drogas, el ambiente liberal de la California de los años sesenta.

Sacks comenzó a consumir drogas con curiosidad médica y desarrolló una adicción a las anfetaminas que logró vencer con esfuerzo cuando ya estaba en Nueva York, luego de fracasar en el laboratorio científico de la Escuela de Medicina Albert Einstein, donde se especializaba en neuroquímica y neuropatología. Le recomendaron que se dedicara a ver pacientes y recaló en una clínica de cefaleas del Bronx, bajo el entusiasta amparo de un especialista que apoyó sus investigaciones sobre las migrañas pero le prohibió publicar sus conclusiones, y luego las plagió. Migraña se publicó en Inglaterra con buena acogida, y de regreso a Nueva York, en 1966 Sacks comenzó a trabajar en el hospital de enfermedades crónicas Beth Abraham. Entre sus quinientos pacientes, ochenta eran sobrevivientes de la pandemia del sueño que había matado a millones de personas en la década de 1920 y llevaban más de cuarenta años en estado catatónico, paralíticos, afásicos, parkinsonianos, con extraños síndromes posencefalíticos. Se dedicó a ellos con devoción, también a los ancianos alojados por la congregación de las Hermanitas de los Pobres, compenetrado con la visión del neuropsicólogo ruso A. R. Luria, proclive a una comprensión integral de las afecciones de sus pacientes y dotado de una formación clásica y romántica que le permitía narrar sus casos clínicos con la penetración y la intensidad de un novelista. Con ese espíritu se dedicó a trabajar con la comunidad de enfermos, en las antípodas de la tendencia más prestigiosa entre sus colegas, que sembraban de especializaciones la medicina. Entonces vivía de forma paupérrima, más allá de algunas experiencias puntuales no había consolidado ninguna relación amorosa estable, ya sabía que no iba a convertirse en una eminencia científica, y todo lo que tenía delante era un paisaje de vidas arruinadas por la demencia. El trabajo con sus pacientes lo rescató de las drogas y le dio sentido a su vida. Afirma Sacks que no volvió a tener relaciones sexuales en treinta y cinco años.

UN HOMBRE DESPIERTO

En 1969, después de dos años de trámites, Oliver Sacks consiguió la autorización para probar una droga que se usaba en los pacientes de mal de Parkinson, la L-dopa, entre la comunidad catatónica del hospital, con los espectaculares resultados que difundió en su libro Despertares y años más tarde la película del mismo título (1990), protagonizada por Robin Williams y Robert De Niro. Los pacientes regresaron a la vida después de decenas de años de permanecer en estados casi vegetativos. Pero luego mostraron problemas de distinto orden, fluctuaciones repentinas e impredecibles, y efectos colaterales que un médico le aconsejó no difundir para evitar el desprestigio de la droga. Todo lo contó Sacks en artículos que cobraron gran difusión en la prensa y le granjearon fuertes críticas de sus colegas. En el fondo de la discusión estaba en juego la predictibilidad de los medicamentos, y una nueva visión que aceptaba la contingencia singular en la recepción genérica de las drogas.

Los primeros manuscritos de Despertares fueron rechazados por la editorial Faber & Faber, Sacks los guardó en un cajón y luego los perdió, pero un amigo llevó una copia al editor inglés Colin Haycraft, que lo alentó a reescribirlos y realizaron juntos un minucioso trabajo de edición porque entonces Sacks era un escritor muy desordenado, lo siguió siendo, pese a lo mucho que aprendió de libro en libro. Como le dijo un viejo amigo, ganó en empatía, aprendió a controlar el tono de sus asombros, a mejorar la precisión de sus descripciones, a no abrumar con la especificidad técnica, y como le aconsejó otro poeta amigo, el gran W. H. Auden, al ir más allá del aspecto clínico, "tendrás que ser metafórico, místico, lo que haga falta".

A partir de la publicación de Despertares, en 1973, Sacks se convirtió en un escritor de divulgación científica y comenzó a publicar artículos en el New York Review of Books mientras una porción considerable de la comunidad médica callaba o le dedicaba críticas lapidarias. Pero conquistó al gran público, que se vio atraído por la comunicación personal de su experiencia médica y el compromiso sensible con sus pacientes. La muletilla ha sido repetida: tenía un trato humano con el dolor. Nada de eso. La ajenidad institucional, técnica y descomprometida de la medicina es humana. Lo que recuperó Oliver Sacks fue una visión humanística de la ciencia y el hombre, de modo que cuando se enfrentaba a un caso patológico reconocía el problema genérico y la singularidad de la persona, y en la singularidad encontraba la más rica experiencia de la enfermedad, para el mundo de la ciencia, para la aventura del paciente y para él mismo.

Por entonces Sacks vivía en una casita que le prestaban al lado del hospital Beth Abraham, para médicos residentes, y cuando planteó su desacuerdo con el sistema de premios y castigos terapéuticos que se utilizaban con algunos enfermos, y cuando el director le pidió la casa para alojar a su madre, se negó a irse y fue expulsado. Pero continuó visitando a su comunidad de pacientes.

Nada más revelador del contraste entre la fama y las modestas condiciones de su vida que el pedido de un estudiante inglés de neurología, interesado en estudiar durante un año con él, en su departamento de la universidad. Sacks le contestó que estaría encantado de recibirlo, pero no estaba en ninguna universidad ni dirigía ningún departamento académico. Mientras nadaba alrededor de City Island vio una modesta casa de madera que estaba en venta, salió del agua y descalzo, todavía goteando, entró en la inmobiliaria a preguntar el precio. Vivió en esa pequeña comunidad de pescadores y marinos por varios años.

UN SOLO TRAJE

El grueso de la comunidad médica pudo ignorarlo durante años, pero no prestigiosos hombres de ciencia de muchos países, que a partir de la publicación de El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (1985), comenzaron a tener trato con él para realizar trabajos, consultarlo o compartir ideas. Su acercamiento al historiador de la ciencia Stephen Jay Gould, que avanzaba sobre las teorías de la contingencia y el papel del azar en la evolución de las especies lo condujo a entablar relación con el neurocientífico Gerald Edelman, que desarrolló la teoría de la selección de grupos neuronales, o darwinismo neural, y obtuvo el Premio Nobel por su teoría seleccionista en el sistema inmunológico. Edelman planteaba que el código genético era incapaz de especificar ni controlar el destino de cada célula del cuerpo, y sobre todo en el sistema nervioso, sometido a todo tipo de contingencias impredecibles. Los trabajos de Sacks sobre la singularidad de cada paciente neurológico eran un tesoro de experiencias clínicas para el teórico y ambos compartieron el laborioso esfuerzo en las fronteras de los paradigmas que la ciencia arriesga y prueba con prudente lentitud a lo largo de la historia.

Por entonces los vínculos con científicos internacionales terminaron de abrirle las puertas en la comunidad neurológica norteamericana y la popularidad de sus libros acompañó innumerables reconocimientos académicos en muchas universidades, tan insospechados como el recibimiento del título de Comendador de la Orden del Imperio Británico que le otorgó la Reina Isabel II en 2008. "Aunque no soy propenso a vestir formalmente ni a otro tipo de formalidades —suelo llevar ropa descuidada y decrépita, y solo tengo un traje—, disfruté con las formalidades de Buckingham", escribió.

En diciembre de 2005 un melanoma en el ojo derecho había acabado con las confianzas de Sacks en su salud. Tenía 72 años y combatió el cáncer con radioterapia, pero finalmente perdió la visión del ojo. Luego tuvieron que reemplazarle la rodilla izquierda, que le quedó rígida, y unos insoportables dolores de ciática lo obligaron a escribir de pie, sobre una plataforma improvisada con diez volúmenes del Oxford English Dictionary. Trabajaba en su nuevo libro, Los ojos de la mente, pero el dolor se hizo tan insostenible que pensó en el suicidio. Lo operaron en diciembre de 2009 y recuperó al menos una parte de su vida. Parecía un resto y sin embargo, entonces conoció al escritor californiano Billy Hayes, de 60 años, y el destino singular de Oliver Sacks, como una alegoría, volvió a desmentir todos los pruritos de la vejez: se enamoraron.

Durante su juventud Billy Hayes había sido encarcelado en Turquía por vender hachís y condenado a prisión perpetua, y logró escapar a Grecia. Contó esa experiencia en su libro Midnight Express (1977), luego malversada en la exitosa película de Alan Parker y Oliver Stone, El expreso de medianoche (1978). Pero entonces trabajaba como actor y guionista en la industria de Hollywood, y acompañó a Oliver Sacks, notoriamente agradecido de conocer finalmente el amor, hasta su muerte en 2015. A él le dedica esta autobiografía que narra con elemental sinceridad el extraordinario destino de un hombre que se animó a contar lo que aprendió, y lo que no sabía.

EN MOVIMIENTO. UNA VIDA, de Oliver Sacks, Anagrama, 2015. Barcelona, 446 págs. Distribuye Gussi.

El tintero.

Oliver Sacks

DE NIÑO me llamaban Tintero, y a mis setenta años todavía parece que siempre voy manchado de tinta.

Comencé a llevar un diario cuando tenía catorce años, y la última vez que los conté había llegado casi a mil. Los tengo de todas las formas y tamaños, desde esos pequeños de bolsillo que llevo conmigo, hasta enormes tomos. Siempre guardo un cuaderno junto a la cama, para anotar mis sueños y también mis reflexiones nocturnas, y procuro tener uno junto a la piscina, o cuando nado en un lago o en la playa; nadar también suele producir muchos pensamientos que debo anotar, sobre todo si se presentan, como ocurre en ocasiones, en forma de frases o párrafos enteros.

Cuando escribía Con una sola pierna, extraía mucho material de los detallados diarios que había llevado como paciente en 1974. También el Diario de Oaxaca se basaba en gran medida en mis cuadernos escritos a mano. Pero lo más habitual es que casi nunca repase los diarios que he llevado durante gran parte de mi vida. El acto de escribir es suficiente en sí mismo; sirve para clarificar mis pensamientos y sentimientos. El acto de escribir es una parte integral de mi vida mental; las ideas surgen y cobran forma en el acto de escribir.

… Una gran parte de lo que he escrito han sido mis notas clínicas... y durante muchos años. Con una población de quinientos pacientes en el Beth Abraham, trescientos residentes en el hogar de las Hermanitas de los Pobres, y miles de pacientes externos e internos en el Hospital Estatal del Bronx, he escrito más de mil anotaciones al año durante muchas décadas, y me ha encantado; mis notas son prolijas y detalladas, y otros han dicho que a veces se leen como si fueran una novela.

Para bien o para mal, soy un narrador. Sospecho que esta afición a las historias, a la narrativa, es una inclinación humana universal, que tiene que ver con el hecho de poseer un lenguaje, una conciencia del yo, y una memoria autobiográfica.

El acto de escribir, cuando ocurre con fluidez, me proporciona un placer, una dicha incomparable. Me lleva a otro lugar —da igual cuál sea el tema— en el que me hallo totalmente absorto y ajeno a pensamientos, preocupaciones y obsesiones que puedan distraerme, incluso al paso del tiempo. En esos raros y celestiales estados mentales puedo escribir sin parar hasta que ya no veo el papel. Sólo entonces me doy cuenta de que ha anochecido y me he pasado el día escribiendo.

A lo largo de mi vida he escrito millones de palabras, pero el acto de escribir me sigue pareciendo algo tan nuevo y divertido como cuando empecé, hace casi setenta años.

(fragmentos de las páginas finales de En movimiento)

El eterno femenino de una imaginativa pintora
Foto Billy Hayes

AUTOBIOGRAFÍA DE OLIVER SACKSCarlos María Domínguez

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