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La amiga de mi primera novia

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Feria de Tristán Narvaja. Archivo El País

Los libros y la feria de Tristán Narvaja provocan encuentros y desencuentros, no exentos de perplejidad o violencia verbal. Un texto de ficción autobiográfica de Daniel Mella.

Conocí la feria de Tristán Narvaja en los albores de mi relación con la literatura de la mano de Ricardo Henry, mi primer amigo librómano y escritor. Yo tenía diecinueve años y mis lecturas, pronto habría de descubrir, eran mucho más restringidas de lo que creía. Yo sabía que existían Poe y Baudelaire pero no tenía noticia de Lautreamont ni de Lovecraft. Horacio Quiroga y Rodó eran, para mí, toda la literatura uruguaya. Yo los había leído en el liceo, es decir: sin ningún entusiasmo. Ahora, de las mesas de saldos en la calle Paysandú emergían rengueando, como cangrejos debajo de las piedras, Onetti, Felisberto, Levrero, Juan Cunha, Armonía Sommers.

La calle Tristán Narvaja desemboca en la avenida 18 de julio, en las orillas mismas de la facultad de derecho y de la Biblioteca Nacional, que se yerguen lado a lado, majestuosas y perpetuamente arruinadas por la cartelería y los grafitis de sindicatos estudiantiles. La feria abre los domingos temprano y cierra a media tarde. Se extiende para el norte por más de diez cuadras todo a lo largo de Tristán Narvaja, ramificándose a su vez por las calles que la cruzan, y cuanto más alejados de la arteria principal, más extravagantes los puestos y más extravagantes los feriantes. Uno puede encontrar literalmente todo en la feria. Enumerarlo sería imposible además de innecesario, pero lo intenté. En aquella primera época yo estaba al borde de la locura, a punto de despegarme por completo de la realidad. A cada parte que iba llevaba una libretita con terror de que se me escapara un solo pensamiento y anotaba todo lo que veía para no tener que pensar, para anclarme al mundo con los ojos y ocupar las manos en algo menos solitario que colgarme de una viga.

Ricardo era cinco años mayor que yo, igual de alto pero el doble de ancho y de ágil, y ya había publicado dos libros de narrativa (La depilación del ojo y Caiserrín y la acuciante araña) y había escrito A los viejos hay que matarlos jóvenes, una obra de teatro con la que ganara un premio municipal. Era increíblemente caótico y charlatán en contraposición a mí, que era caótico y callado. Yo caía a las siete de la mañana, cuando la feria recién empezaba a armarse, caminaba un poco llevando apuntes y luego me sentaba en el bar La Tortuguita con mi libreta a tomar café y a continuar con mi listado interminable de objetos e impresiones. Era uno de mis pocos momentos de paz en la semana. Ricardo caía a eso de las nueve y zarpábamos rumbo a la intersección con Paysandú, donde estaban los puestos de libros, que ocupaban dos cuadras enteras.

En ese momento me invadía cierta angustia. Nunca había visto tantos libros juntos ni tan viejos ni apilados en tal desorden y al sol. Miles y miles de libros y casi ninguno significaba nada para mí. Ya lo dije, mi conocimiento de los libros estaba limitado a lo que había en las estanterías de mis padres y a lo que me habían dado para leer en el liceo, y cuando me ponía a vichar las mesas de saldos mi examen no rendía otro fruto que el de reconocer a los autores que ya me eran familiares. Así que dependía por completo de Ricardo, que iba pescando un libro tras otro y pasándomelos, no sin antes hacerme un breve resumen del libro o del autor.

—Raymond Chandler, terrible borracho– decía Ricardo, con Adiós muñeca en la mano. —Empezó a escribir a los cuarenta. ¿Querés saber cómo hablarle a las minas? Leélo. Aprendé de Marlowe.

—Jim Thompson— decía Ricardo, empuñando El asesino dentro de mí. —Terrible borracho. El ídolo de Nick Cave. Terminó haciendo guiones en Hollywood, igual que Chandler.

—Lautréamont – decía Ricardo. —El mejor de todos, y el más feo de la clase. Nació durante el sitio de Montevideo y murió a los 24.

Yo iba metiendo los libros en mi mochila y nunca me iba a casa con menos de veinte. Con el tiempo, evidentemente, todo ese caudal de libros en exposición dejaría de intimidarme. Un libro siempre lleva a otro, un autor siempre trae a otros cinco en su estela, y tampoco tardaría mucho en hacerme adicto a varios suplementos y revistas culturales, algunos ya perimidos pero todos en existencia en Tristán Narvaja: El escarabajo de oro, V de Vian, El País Cultural, Insomnia. Yo diría que en un par de años ya me había vuelto prácticamente un experto, o al menos me sentía capaz de navegar tranquilamente ese tramo de la feria dedicado a las letras. Hasta podría haberle oficiado de Virgilio a alguien si ese alguien se hubiese presentado. El hecho es que dejé de necesitar a Ricardo para hacer mis compras semanales de libros, pero siempre me pregunté qué habría sido de mí y de mis gustos literarios, qué tipo de naufragio habría sufrido si me hubiesen dejado solo en medio de aquella vastedad. ¿Cuánto tiempo me habría llevado toparme con Thomas Bernhard o con di Benedetto? ¿Me habría vuelto fanático de Khalil Gibrán, de Maeterlinck o de Jorge Asís, que pululaban más que ningún otro?

A los veintidós seguía yendo a la feria y la feria era otra porque ahora yo tenía dos novelas cortas publicadas que habían causado conmoción, modesta como son todas las conmociones en Uruguay, pero conmoción al fin. Una de ellas se había publicado en España y yo salía en la tele y en los diarios y me ofrecieron una columna en una revista. Me movía con orgullo por entre los puestos pero al mismo tiempo trataba de evitar los ojos de los libreros y de los fanáticos de libros. Me daba vergüenza que alguien fuera a reconocerme y a burlarse de mí —después de todo, el que compra libros usados se caga en las novedades, me suponía yo—; pero pensándolo mejor, lo que debía de avergonzarme era que nadie jamás me notara. Miento, hubo una vendedora que me llamó por mi apellido cuando le fui a comprar Más que humano, de Theodore Sturgeon, pero a ella no la cuento porque se llamaba Norma igual que mi madre y siempre me pareció que había un mérito extra-literario, por no decir mágico, en este reconocimiento.

Con esos nervios andaba yo entre los libros temiendo, también, el momento en que me topase con uno de mis propios libros entre todo aquel rejunte, que a veces se me figuraba como uno de esos basureros flotantes que forman las corrientes en alta mar. Tenía que ser mala señal que uno de tus libros terminara ahí. Yo veía muchos libros de autores uruguayos vivos en las mesas y en los estantes de las librerías de viejo y había cierta justicia en que ya empezaran a degradarse porque eran, en su gran mayoría, autores que había aprendido a despreciar. Una vez soñé que entraba a la Librería del Cordón, la más grande de todas, un galpón macabro y hermoso, y la sección de uruguayos estaba ocupada íntegramente por libros míos, casi todos libros que no había escrito pero que llevaban mi nombre y desbordaban hasta el piso. Esa pesadilla fue, tal vez, la primera causa de mi alejamiento de la feria de Tristán Narvaja.

La definitiva vino poco después. Creo recordar con certeza que pisé la feria por última vez una mañana en que me encontré con Pilar K., la mejor amiga de mi primera novia ilustrada. Las dos trabajaban en la revista donde me contrataron para escribir lo que se me diera la gana una vez cada quince días. Antes de que me las presentara Ricardo, que las conocía a las dos, me habló de ellas porque eran las únicas mujeres en la sección cultura. De mi futura novia dijo que era intelectualmente superior (estudiaba en la Facultad de Humanidades), y que tenía una cara preciosa y que era terrible borracha. Con respecto a Pilar me advirtió que tenía uno de los mejores traseros que había visto en su vida, de los que cortan el aire.

Quiso la casualidad que el primer número del que participé estuviese dedicado íntegramente a Simone de Beauvoir. Acababa de desatarse el escándalo por la publicación de la foto de su espalda en Le Figaro y era de lo único que se hablaba en todas partes, pero el especial no mencionaba nada de eso; se ocupaba exclusivamente de poner su obra en perspectiva y de calibrar su influencia en el movimiento por los derechos de las mujeres, y las fotos que había la mostraban en todas sus edades, siempre con el pelo atado, sola o resolviendo el mundo con Sartre, con Boris Vian, con el Che.

Pilar tenía una cola como la de Simone de Beauvoir, hermosa no solo para una sala de redacción, donde las exigencias jamás serán demasiado elevadas, sino para el mundo entero. Una cola que atravesaba todas las eras y a la que no se aplicaba ninguna distinción de raza, de clase ni de profesión, una cola más allá incluso del lenguaje. Sin mencionar en ningún momento a Simone ni a Pilar, escribí mi columna sobre cómo ciertos traseros prefijaban la personalidad de las personas. Como ya dije, la única regla que teníamos era no hablar directamente del escándalo provocado por la foto ni del derecho a la privacidad de las personas y a mí me parecía bien, porque al mirar esa foto lo que me ocurría era justamente eso. La discusión era estúpida, caía en la obsolescencia más absoluta al lado de toda esa sabiduría ancestral y misteriosa que había dado forma y sustancia a la cola de la filósofa, a la que solo cabía responder mediante la poesía o la violencia.

A Pilar le cayó bien mi texto. También era muy joven y renegaba de todo, incluso del feminismo. No me enamoré de Pilar, por más que poseyera el ya mentado atributo universal y fuese poeta y su texto para el especial hubiese sido un diálogo maravilloso entre dos adolescentes preocupadas porque la madre de una se metía con ella a la consulta con el ginecólogo. Me enamoré de la cara de mi novia y de las puertas engañosamente perladas de su infierno alcohólico. Ni bien empezamos a salir me amenazó con que si quedaba embarazada no iba a abortar. Al año y medio, a pesar de las pastillas, quedó embarazada de mí. Yo me vine a enterar demasiado tarde, cuando ya había perdido el embarazo. Luego de una semana en la que ella había conjurado todo tipo de excusas para no vernos en nuestros horarios habituales, me citó en el bar frente a la revista y me reveló que había llevado a mi bebé en su vientre durante nueve semanas y media. El test se lo había hecho en la semana sexta, o sea que llevaba casi un mes ocultándolo. Tenía miedo de que la obligara a deshacerse de la criatura, aunque yo le había aclarado desde un principio que jamás se me ocurriría pedirle algo así. Su plan era esperar a que se cumpliera el tercer mes, cuando ya todo fuera irreversible, pero había tenido un sangrado espontáneo y ahora, en vez de callar para siempre, se sentía en la obligación de confesármelo todo junto.

—¿Por qué sos tan compleja?— le pregunté, y en sus ojos melancólicos de licenciada en letras capté un destello de orgullo que significó la muerte instantánea de nuestro futuro.

Pero esto solo viene a cuento porque un tiempo después me iba a encontrar con Pilar en la feria de Tristán Narvaja. Ya había publicado mi tercer libro, ahora en una transnacional, y el establishment me abrazaba con sus brazos envenenados. Había dejado la revista porque siempre atrasaban con los pagos y el periodismo me estaba matando el estilo. Pilar no llevaba un vestido que revelara sus piernas esa mañana. Tenía puesto un vaquero, una remera y un buzo atado a la cintura para atajar la lascivia de la chusma. Llevaba el termo bajo el brazo, era una paseante más. Ella recién llegaba y yo me iba. Al principio hizo como que no me había visto. Luego de saludarnos fue directo al grano, con una claridad que me hizo creer que venía pensando en el tema o que lo había discutido hace poco, tal vez con mi novia pretérita. Dijo:

—Vos sabés que no sé por qué la gente habla tan bien de tus libros. En realidad no están tan buenos. Si te fijás, la mayoría de las reseñas las escribieron mujeres. Yo creo que como no te la pueden mamar en vivo y en directo, te la maman por escrito.

Era cierto, mis primeras reseñistas, las que marcaron el tono, habían sido todas mujeres veinte o treinta años mayores que yo. Con una de ellas, incluso, me había llegado a acostar. Aun así, lo que dijo Pilar me puso violento. Lo que dijo y la conciencia súbita de su trasero, tan cerca, su gravedad increíblemente aumentada por ese buzo que la tapaba, y reaccioné. Le pregunté si no tenía miedo de que un día se le cayera esa cola tan preciosa que tenía. Porque iba a pasar, un día se iba a despertar y se le iba a haber caído. Le dije:

—Mirá que es de un día para el otro. Aprovechá y sacale una foto.

Empezando por el comienzo, subiendo por Tristán Narvaja desde 18 de julio, donde están los puestos de frutas y verduras, a media cuadra y sobre la acera de la izquierda se encuentra el dibujo de una rayuela azul sobre las baldosas amarillas. Ahí estaba parado yo aquella mañana de 1999, frente a la Librería Rayuela, mirando a Pilar mientras se alejaba, se desataba el buzo y se perdía calle arriba sin mirar atrás.

(Este cuento es inédito. Fue leído en público en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires (FILBA) de 2015, en una mesa redonda convocada bajo el lema "Itinerarios Turísticos Subjetivos". Acompañaron Ana Paula Maia de Brasil, Eduardo Muslip de Argentina y Mike Wilson de Chile).

El eterno femenino de una imaginativa pintora
Feria de Tristán Narvaja. Archivo El País

Cuento autobiografico inéditoDaniel Mella

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