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Aceite

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Aceite

Qué es lo que el poeta puede hallar dentro de una caja de herramientas.

EL ACEITE es un agua que ha perdido el ímpetu y el descaro de la ida, y ahora, agotadas todas las rutas, se descubre pisando tierras que pisó en el pasado. Es un agua que ha dado la vuelta al mundo. Está de sobra. Ya no tiene los mismos derechos sobre el suelo y debe hacerse a un lado entre flujos más jóvenes y reales. Es un agua de lujo, que de tanto fluir se ha vuelto pesada de experiencia, quizá maligna. Es como si tuviera otra agua a su servicio; de ahí su suntuosidad, no ajena a la postración, pues donde hay suntuosidad, hay siempre alguien amarrado y de rodillas.

El aceite es pues un agua que necesita apoyarse en otra (una mano sobre otra mano, he ahí el principio del aceite), y esa invalidez lo hace inquietante. Es un agua con arena, un agua que en algún recodo se distrajo, aminoró su marcha y ya no pudo sacudirse la arena de encima, así que dijo adiós a la espuma y se recogió en sí misma, taciturna, llena de arena.

Incapaz ya de correr, de desprenderse instintivamente de los peligros, de pisar cálidamente cada piedra, de tener una dicción clara, el aceite se ha hecho respingoso, calculador y sedentario. Después de agotar todas las rutas se ha vuelto reflexivo; rumia y se desplaza como el que vuelve a su terruño, con cautela, y más que caminar, ocupa y toma posesión; todo el que se adueña de algo lo hace volviendo sobre sus pasos, y el aceite está de regreso; es un agua de predación. Mientras las aguas jóvenes riegan desinteresadamente la tierra, los aceites se remontan, ambicionan; son aguas de subida; su arenosidad les permite trepar sin esfuerzo, aunque lentamente; sin los aceites, de hecho, el mundo carecería de sorpresas; sería un mundo en perpetua bajada, tiranizado por la gravedad.

A la larga, ese mundo se volvería geométrico. El aceite no tiene ese inconveniente porque es antidoctrinario. Lo demuestra su caminar cauteloso, por tanteo. Es un agua desilusionada. Forma alrededor de las cosas una turbación que las salva de restregarse brutalmente con el mundo; las encierra en una hipnosis; así funciona la lubricación: cada pieza lubricada se desentiende sutilmente de las otras, gana autonomía, recupera dentro del mecanismo general, aunque sea ilusoriamente, la cadencia de la propia voluntad. El aceite, de hecho, resalta el temple individual, es comprensivo y auditivo. Ahí donde el agua, distraída y simplona, pasa de frente, él, que viene de regreso, cargado de trucos, se detiene y asimila; no desecha nada ni saca conclusiones, pero discierne, imprime un rostro y una edad en lo que toca. Toda cosa aceitada tiene un nombre.

Sin el aceite, pues, no habría cultura ni comercio ni transporte. Es un agua de carga. Gracias a él, el mundo es variado y las cosas intercambian posturas y lugares y se abren a usos insospechados. El aceite, por decirlo así, actúa por mayordomía, es el puente o el colchón que hace posible un contacto afable entre las cosas; oficializa las relaciones y les otorga un sello perdurable. Es lenitivo: empuja sutilmente, vuelve locuaz, reanima, civiliza. Sin aceites estaríamos sujetos al eterno claustro del agua y de lo salvaje; la perversión y la esperanza nos estarían vedadas y viviríamos sin engaños, pero pobremente. El agua busca cauces y siempre los encuentra, ama el orden y la repetición; el aceite, con una o dos velocidades de menos, tiene multitud de ojos, y eso lo lleva a desbordarse, a no excluir. Es comunitario, inventivo. Mientras el agua dirime pleitos y da a cada cual lo suyo, el aceite revuelve utópicamente (toda revoltura tiene algo de utópico) y ensaya especies y esfuerzos. Es muscular y circense.

Obra por letanía; el aceite que cubre un determinado material, que lo lubrica (un tubo o lo que sea), está sutilmente repitiéndolo, como un eco; lo prolonga milimétricamente para quitarle su garra y relajarlo; los materiales aceitados entran en colisión casi conmovidos; la cortina de aceite funge como un fuego evangelizador y las fricciones particulares pierden nitidez, prevalece la animación general, el bombeo que vitaliza el conjunto, las piezas entran en un estado de sopor, de conmoción, de humildad, y olvidan sus virtudes propias conforme se entregan a ese material principal que es el contacto recíproco. El aceite es pues un mensajero velocísimo que no deja a nadie desinformado ni desorientado; su obra maestra, es más, toda su razón de ser, son el abrazo, la mixtura, la cocción, la redondez lograda, pues así como el agua tiende a un mar, el aceite, por los caminos que sea, tiende a un caldo, a una comunión.

El autor

FABIO MORÁBITO (1955) nació en Egipto de padres italianos, pasó su infancia en Milán, y desde su adolescencia reside en México. En poesía publicó Lotes baldíos (1985), De lunes todo el año (1992), y Alguien de lava (2002). En cuento, La lenta furia (1989), La vida ordenada (2000) y Grieta de fatiga (2006). En prosa, Caja de herramientas (1989, del que se tomó el texto adjunto), También Berlín se olvida (2004), El idioma materno (2014) y Madres y perros (2016). En novela, Emilio, los chistes y la muerte (2009), y en ensayo, Los pastores sin ovejas (1995). Tradujo la poesía completa de Eugenio Montale, y fue traducido a varios idiomas.

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Poesía en prosa de fabio MorábitoFabio Morábito

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