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Los padres

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ASÍ COMO mi padre lo hizo conmigo cuando nací, encadeno a los barrotes de la cama a mi hijo.

Quien no conozca las condiciones en que él y yo vivimos, y las virtudes de nuestra familia, puede considerar este procedimiento cotidiano como algo cruel. Pido entonces que escuche nuestra historia y que luego, sólo luego, juzgue a este padre.

Ni el mío ni mi abuelo, cuya memoria fue siempre tenida por vívida imagen del pasado hasta los años de la senilidad -tan vívida que jamás supimos si vivía con nosotros o sólo en sus recuerdos-, han podido decirme cuándo nuestros hijos comenzaron a volar.

En una ocasión, mientras mi padre alimentaba lentamente el fuego en que se calentaba esa sopa que, desde la muerte de mi madre, era todo cuanto comíamos, el abuelo dijo que la facultad de nuestros niños para el vuelo pudo habernos sido legada por un ancestro vasco que buscó inútilmente la manera de volar y por eso fue tomado por loco y echado de su pueblo de Bizkaia.

Pero si bien esta historia explica de alguna manera la llegada a Ushuaia, sólo menciona el vuelo como un interés inalcanzable y no como una virtud. Y ni siquiera explica por qué nuestras mujeres mueren al parir.

"Es necesario escapar de las mujeres flacas", decía el abuelo para explicar la precoz viudez que él, mi padre y yo padecimos. Tal vez sean las condiciones de esta tierra austral, o el temor, lo que las lleva a morirse tan tempranamente y dejarnos solos con un hijo al que ni siquiera sabemos alimentar.

Pero, debido quizás a las desgraciadas muertes que se han sucedido por generaciones, los hombres de nuestra familia hemos sido excelentes padres. Nunca han faltado en nuestra casa el alimento ni el abrigo ni nada, y hemos superado la más difícil de las pruebas, que es la de encadenar a los niños a la cama cuando duermen.

Es que al dormir vuelan, y esto es realmente peligroso. Las ventanas abiertas pueden ser la última imagen que guardemos de nuestros hijos. Puede sucederles, también, que despierten con la nariz en el cielo raso, y caigan. Por eso los encadenamos: sujetamos sus bracitos y sus pies. Los bracitos son blancos, pero si uno fuerza la vista los ve azules y profundos. Cruzamos la cadena bajo la cama, y entre los barrotes, y cerramos el candado. Gracias a Dios, estos hechos duran sólo hasta los primeros balbuceos, cuando comienzan a hablar y pierden la facultad del vuelo.

Esto es así desde siempre. El hecho de que protejamos a nuestros niños es lógico, y el modo en que lo hacemos no es cruel, apenas embarazoso. Jamás sufrí al ser encadenado por mi padre, nunca le guardé rencores por eso, pero mi hijo es distinto. Tiene sólo dos años, y cuando me doy a la tarea de sujetarlo se resiste y me mira con ojos que parecen decir que va a matarme. En esos instantes puede escucharse su voz en mis oídos diciendo: "Te voy a matar por someterme a esto. Me vas a pagar el dolor de las cadenas y del impedirme volar. Y ésa será no sólo mi venganza, sino la continuación de los hechos que se iniciaran cuando echaban las redes, y dormías en tu cama. Y de la muerte de mi abuelo, que asesinaste a cadenazos, gritándole y llorando por haberte encadenado cuando eras niño".

Tal vez el vuelo sea la más extraña de nuestras virtudes, pero su posesión nos acarrea, sin quererlo, demasiado dolor.

El autor

PATRICIO PRON nació en Rosario (Argentina), vivió algunos años en Alemania y actualmente reside en Madrid. Publicó tres recopilaciones de relatos: Hombres infames (1999), El vuelo magnífico de la noche (2001, al que pertenece el relato de esta página) y El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan (2011). Sus novelas son Formas de morir (1998), Nadadores muertos (2001), Una puta mierda (2007), El comienzo de la primavera (Premio Jaén, 2008), y El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia (2011).

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