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Cada hombre es un mundo

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Soledad Platero

LA PRIMERA novela de la serie protagonizada por el comisario Maigret, escrita por Georges Simenon, fue Pietr, le leton, de 1931. En español circuló como Pedro, el letón, pero también como La muerte ronda a Maigret, un título más cercano a la estética de las colecciones de novelas populares en las que el célebre comisario se inscribiría.

Jules Maigret fue el protagonista de 78 novelas y 28 cuentos, y es uno de los detectives literarios más recordados por los lectores y, sin duda, el más querido. Abrió el camino del policial europeo -ese que se distanció tanto de la novela inglesa de enigma como de la novela negra norteamericana para instalarse en un clima de pequeños cafés y tabernas, en fondas que guardan el olor de muchos guisos, en pensiones y arrabales menos violentos que sórdidos o melancólicos.

Maigret es el rey indiscutible de ese ambiente, y podríamos afirmar que es él mismo quien lo construye, en tanto son siempre su perspectiva y su universo moral los que tenemos al transitarlo. Es probable que el notable éxito de la serie, que la simpatía y el afecto conquistados por el personaje, y el respeto obtenido por su creador, Georges Simenon, se apoyen en la sólida legalidad que el comisario de la Policía Judicial va desplegando a su paso, y que, aún ahora, pasados tantos años, sigue impermeable a las objeciones políticamente correctas, a los reclamos de veracidad y a las exigencias de precisión que amenazan a tantos mundos ficticios.

El comisario no tiene hijos. Vive con su mujer, Mme. Maigret, en un apartamento del bulevar Richard-Lenoir. Tienen rutinas matrimoniales -el cine de los jueves; las cenas, una vez al mes, en casa de los Pardon; las vacaciones, una vez al año, en Meung-sur-Loire, en donde piensan vivir de viejos- que asoman siempre, lateralmente, para ayudar al lector a instalarse en la perspectiva del personaje. Para pisar dentro de los zapatos de Maigret desde que se despierta, y acompañarlo en cada paso dado en ese mundo conocido pero siempre desafiante, en el que alguien muere violentamente y hay que descubrir por qué.

El mundo de Maigret es la gente. No es París, ni las pequeñas poblaciones a las que se traslada ocasionalmente, casi siempre detrás de un impulso, de una curiosidad, sin órdenes expresas ni cobertura oficial. Su mundo es la pura gente y su circunstancia. Su mundo se edifica desde él, desde su mirada, y se completa en ese misterio siempre renovado que son las personas, sus vidas de todos los días, los hábitos en los que se han ido gastando y desdibujando durante años, hasta el punto de pedir, secretamente, que algo, aunque sea alguna desgracia, caiga sobre ellos y los arranque de ahí.

LA TRAGEDIA HUMANA. El comienzo de Pietr, el letón mete al lector sin aviso en el espacio cotidiano de Maigret; en el centro del universo que lo tiene como núcleo: la oficina de la primera Brigada Móvil de la Dirección de Seguridad de París. Es la primera vez que entramos en ese recinto, pero sabemos de inmediato que Maigret es el amo: la chaqueta está colgada de un gancho, la estufa de hierro está encendida, y es el propio Maigret el que regula el carbón mientras se afloja el cuello postizo y busca tabaco para recargar la pipa. Está en su lugar. Está en su casa, aunque esa sea la oficina, y no su casa.

El comisario Maigret acaba de recibir un telegrama escrito en un extraño código, pero es capaz de interpretarlo correctamente y tomar las decisiones acertadas. En su austero despacho de la Policía Judicial, Maigret está en el centro de la red tejida por todas las policías de Europa con el fin de colaborar en la lucha contra el crimen. En esos primeros minutos descubriremos que el comisario es decidido, competente, que está alerta y en condiciones de saber qué hacer. No todas las novelas de Maigret comienzan así. A medida que fue pasando el tiempo y que el personaje se fue volviendo familiar a los lectores, se sucedieron los relatos que lo sorprendían en mitad de la noche, durmiendo tranquilamente en su cama, y que lo obligaban a levantarse, ayudado por la solidaria y atenta eficiencia de su mujer, que ya se había incorporado y estaba calentando el café.

Pero en Pietr, el letón, todo es nuevo. A lo sumo hay un aire conocido -de oficina pública, de servicio secreto, de ciudad que hormiguea indiferente al peligro- que está bien asentado en la literatura desde el siglo XIX, y que Simenon recupera astutamente para que su personaje se integre con naturalidad al universo de historias que venía estremeciendo a los franceses desde los años de Eugene Sue y "Los misterios de París".

"Maigret, ancho y pesado, con las manos en los bolsillos y la pipa en la boca se plantó delante de un mapa inmenso desplegado en la pared, detrás de la mesa de despacho. Su mirada fue desde el punto que representaba Cracovia hasta otro punto que designaba el puerto de Bremen; luego, de allí a Amsterdam y a Bruselas. Volvió a mirar la hora. Las cuatro y veinte." Es claro que ese hombre sabrá exactamente qué hacer. El crimen tiene los días contados. Pero no es por su eficacia sobrenatural ni por su implacable inteligencia que Maigret se va a hacer grande. Su estilo no es el de un razonador deslumbrante, ni el de un detallista maníaco. Maigret impondrá una marca propia, caracterizada por la sensibilidad piadosa pero recta del que se interesa en la vida de la gente. Y se interesa es una expresión exacta. Él no está preocupado por cambiar la vida de nadie, ni por interpretar los cuadros sociales en los que cada tanto debe detenerse. Él está genuina, inocentemente interesado. Parece maravillado por la cotidianeidad de las personas. Ese rasgo inscribe a la serie en un registro balzaciano de un realismo amoroso y melancólico.

UNA PRESENCIA DISONANTE. Pero no todo es eficiencia y curiosidad. Lo que hace único a Maigret es que no está cómodo en ninguna parte. Su posición es oblicua siempre; es siempre ligeramente discordante, ligeramente forzada, de tal manera que no puede distraerse ni dejarse engañar. La primera novela lo presenta como policía, pero también señala ese rasgo de su situación en el mundo, que asomará en todas las aventuras de la serie. "La presencia de Maigret en el Majestic tenía fatalmente algo de hostil. Formaba en cierto modo un bloque que la atmósfera del hotel se negaba a asimilar. No porque se pareciese a los policías que las caricaturas han popularizado. No tenía ni bigote, ni zapatos de suela gruesa. Su traje era de lana bastante fina, bien cortado. Además, se afeitaba todos los días y se cuidaba las manos. Pero la figura era plebeya." A lo largo de la serie se irá armando el retrato que explica esa discordancia. Maigret es hijo del administrador de un poderoso señor rural. En el colegio, los niños del pueblo lo percibían como diferente, como próximo al gran señor que les cobraba la renta y vivía en una casa lujosa. Pero al mismo tiempo, él reconoce el lugar subordinado de su padre respecto al amo. Sabe que su padre no es propietario: es apenas un sirviente; más calificado, más educado, pero sirviente al fin. Esa posición incómoda lo constituye de tal modo que podrá internarse en los más diversos ambientes sin confundirse nunca, pero captando los signos propios de cada clase, reconociendo los vínculos y las servidumbres, percibiendo de inmediato, como si fuera un olor, el origen y la posición de cada individuo en la compleja trama de la vida social.

El comisario Maigret no simpatiza con sus jefes, aunque sepa que se debe a un orden jerárquico. No le gustan los ricos, pero no exactamente porque sean ricos. No muestra inclinaciones políticas de ninguna índole, y tampoco exhibe una pintoresca debilidad por los tránsfugas ni los delincuentes. No se erige en juez de la conducta de nadie, aunque el peso de su moral está siempre implícito. A veces lo conmueven los esfuerzos de alguien por verse mejor, siendo feo. Lo conmueven los niños, tal vez porque ocupan en el mundo una posición oblicua, como la suya propia. Más de una vez sigue un caso que no le concierne, simplemente por curiosear en la vida de alguien que le llamó la atención. En un cuento de 1946, (On ne tue pas les pauvres types, en español "No se mata a los pobres tipos") el comisario debe resolver la inexplicable muerte de un hombre común y corriente; un infeliz que sigue todos los días la misma rutina y que es sorprendido por una bala en el corazón cuando está sentado en la cama, sin medias, frotándose los pies. Una muerte inexplicable, en un escenario inapropiado para cualquier escena de violencia o pasión. Un pobre tipo, piensa Maigret. "Pero no porque hubiese muerto, sino porque había vivido." Sin grandes estridencias, algo del existencialismo francés del siglo XX impregna la mirada de ese comisario sin pretensiones intelectuales que, aunque no se distraiga en cavilaciones, siente que la vida de cualquier persona es un absurdo e insignificante destello que se produce en el continuo siempre indiferente del mundo. Un destello más encendido cuanto más extrañas o inusuales sean las circunstancias, pero siempre destinado a apagarse y a ser olvidado.

LA LEY SOY YO. El gran motivo por el que la serie de Maigret sigue teniendo tantos lectores -que se renuevan en cada generación, con un fervor que nunca decrece- es, posiblemente, el clima que Simenon supo crear para el personaje, y a partir del personaje. El invierno en París, las vendedoras de castañas, el paisaje húmedo de las orillas del Sena; el cobijo que proporcionan cuatro paredes, aunque sean las paredes de la oficina de la policía judicial. Los lectores de Maigret adoran pasearse por los cafés, acompañar cada cerveza con sándwiches de una noche que se hace larga en medio de un caso, respirar el aire cargado de las tabernas en las que los mismos de siempre dejan pasar el tiempo jugando a las cartas y tomando alcohol. Tan disfrutable es ese aire, tan legítimo el ámbito creado por la ficción, que nadie se pregunta cómo es posible que un policía en servicio tome incontables cervezas a lo largo de la mañana, o que llegue a la noche con la cabeza pesada por el aguardiente que trasegó durante toda la tarde.

Maigret no es un alcohólico. No está entre los rasgos del personaje el de tener problemas con el alcohol. Lo extraño, entonces, es que los lectores atraviesen ese mundo de ficción sin cuestionar jamás la verosimilitud de ese vínculo entre el comisario y la bebida. Que tomen la sedienta personalidad del héroe con la misma naturalidad con que se toma el hecho de que nunca se pegue un baño (en forma recurrente se menciona que Maigret se cambió la camisa, o se afeitó, pero nunca, jamás, el comisario toma una ducha, como hacen no menos de una vez por novela los detectives de la serie negra norteamericana). Que acepten que tutee a las muchachas pobres que han pasado por el Quai des Orfèbres, aunque en ese tuteo esté implícita una familiaridad que las compromete ante sus patrones o ante su novio.

El lugar de autoridad de Maigret dentro de la ficción es absoluto. Pero no se trata de una autoridad meramente jerárquica. Es, más bien, una cuestión de legitimidad. Él vuelve legítima y verosímil cualquier situación que atraviesa. Se le tolera que entre en las habitaciones de una joven, sin llamar, para sorprenderla cuando revisa los cajones. Se acepta con naturalidad que irrumpa en la cocina de una familia para pescar una conversación, para capturar los gestos rápidos, avergonzados, que delatan la existencia de algún secreto sucio. Es que Maigret está instalado en un ámbito muy próximo, todavía, a la criminalística del siglo XIX. Con algo de médico o de naturalista, el comisario reconoce un temperamento sanguíneo, una índole flemática, y se comporta con la implacable contundencia de un cirujano que, en caso de ser necesario, amputa un miembro para salvar una vida. No tiene, el comisario Maigret, complicaciones legales que le vayan a impedir resolver un caso. No importa si descubrió algo husmeando fuera de su jurisdicción, dejándose invitar una copa por un tramposo, o presionando la frágil estructura psíquica de una muchacha que cometió algunos errores. Él es la Ley de su propio mundo, no porque ostenta una jefatura en la policía judicial, sino porque el mundo ficcional que lo contiene está armado, con enorme eficacia, desde su perspectiva y a su servicio.

EL EXTRANJERO. En la narrativa inglesa del siglo XIX y buena parte del XX, el extranjero es algo indescifrable que, con demasiada frecuencia, encarna al mal, aunque no lo haga intencionalmente. Encarna al mal porque es distinto, porque está en su naturaleza hacerlo, porque responde a su instinto. Los extranjeros de la literatura imperial británica son opacos y rotundos, sin más misterio que el que ofrecen los objetos naturales. En la vasta obra de Simenon protagonizada por Maigret, en cambio, el extranjero es un misterio atrapante, de enorme complejidad y riquísimos matices. El comisario es muy sensible a la existencia de lo foráneo, de lo forastero. Se sabe, él mismo, ajeno y aislado como un forastero en muchas ocasiones.

Son notorias, por ejemplo, en "Maigret en casa de los flamencos", las diferencias que surgen entre naturales de un lado y del otro de la frontera. Los nacidos en Francia se reúnen a tomar vino, o a veces café, mientras que los flamencos prefieren la ginebra y la cerveza. El interior de los expendios de bebida es distinto, y son distintas las formas de beber. Las casas se diferencian por dentro y por fuera. Pero todos comparten el recelo. Recelan unos de otros como animales que marcan su territorio. Sospechan del extranjero por principio. Quieren que sea culpable de los crímenes que ellos mismos hubieran podido cometer. El propio comisario no es ajeno a esa mirada extrañada y cautiva que se posa sobre cualquiera que sea distinto, desconocido.

Tal vez el libro en el que se vuelve más explícita esa xenofobia tan francesa de Maigret sea En los dominios del `coroner`. La historia se desarrolla en Tucson, Arizona, en donde el comisario está de paso, realizando una visita de actualización profesional. Podría decirse que el caso que hay que resolver -a cuyo desarrollo Maigret asiste como simple invitado- es apenas la excusa para describir ese pequeño mundo del sur de los Estados Unidos, habitado por seres que se imponen reglas feroces y se obligan a cumplirlas, con el resultado bastante previsible de que alguien, cada tanto, estalla inesperadamente. El comisario pasa todo el tiempo en un extrañamiento absorto, viendo ese sitio en el que todo es diferente a lo que conoce. Las personas llevan ropa "demasiado limpia, demasiado bien planchada.", lo mismo que "sus casas, tan impecables como clínicas, en las que no había razón alguna para sentarse en un rincón con preferencia de otro." La insustancial alegría de los prolijos americanos le parece, sin embargo, una forma de pudor. Un modo de ocultar las miserias de la vida, por pura vergüenza. Como todas las impresiones de Maigret, la que tiene sobre los americanos, aun siendo de una lucidez y una precisión implacables, guarda un fondo piadoso, siempre orientado a la comprensión de los motivos últimos y más hondos del comportamiento humano. La novela es, de todos modos, un tratado sobre lo americano más estereotipado: "…en el fondo Cole sentía hacia él la involuntaria consideración, casi admiración, que allí se siente ante todo el que triunfa, trátese de un millonario, de una vedette de la pantalla o de un asesino célebre." Cole es un agente del FBI, y el objeto de su admiración es un poderoso narcotraficante al que acaba de atrapar.

PUERTAS ADENTRo. Podría decirse que la novela policial francesa encarnada por la serie de Maigret necesita, como condición de posibilidad, la existencia de un mundo de puertas cerradas, de hogares que se cierran sobre sí mismos, de intimidad y secreto. Y podría trazarse una geopolítica, un mapa de las relaciones sociales, simplemente siguiendo esos rasgos que distinguen al policial francés de la serie negra norteamericana. Maigret se sorprende de la exposición de la vida privada de los pobladores de Tucson. "Todas las casas tenían una veranda en la delantera, y en todas las verandas se veían familias balanceándose en las mecedoras. En las habitaciones iluminadas se descubría con frecuencia una vida íntima: parejas que comían, mujeres peinándose, hombres leyendo el periódico, y de todas partes salía ruido de radio. […] Aquello carecía de misterio. Todo el mundo parecía vivir a plena luz." Sin embargo, por la noche sólo los bares están abiertos. Y no son cafés: son bares.

El propio Maigret reproduce, entonces, el comportamiento compulsivo que ha visto en sus colegas americanos. "…con algo de vergüenza, entró a un bar; luego en otro. [..] Estaba totalmente solo, y hacía lo que podía hacer un hombre solo." Cuando llega al hotel, atontado por el alcohol bebido en silencio, encuentra una Biblia en la cabecera de la cama. Y tiene una revelación sobre la naturaleza norteamericana: "En resumen, el bar o la Biblia."

Inferir el ritmo y la estructura de una sociedad a partir de sus novelas es una tentación inconveniente. Sin embargo, es claro que las novelas -y especialmente las novelas populares- hablan de la idea que una sociedad tiene de sí misma. Si no dicen la verdad, dicen, cuando menos, lo que una cultura quiere proyectar como verdad sobre sí misma. Con todos sus prejuicios, con su visión casi "lombrosiana" de la naturaleza criminal, con su condescendencia frente a la humillación de la mujer y su comprensiva pero abrumadora mirada sobre la vida de las personas, el comisario Maigret es metáfora y símbolo del modo que la modernidad tuvo de entender y asimilar al otro. No es un comisario auténtico, sino un comisario posible. Es el que encarna, como sugiere Piglia, el lugar tercero, marginal, que establecerá "la relación entre la ley y la verdad". Claro que Piglia dice que el detective tiene que estar por fuera de lo institucional. Que no puede estar casado, ni responder al sistema. Maigret está casado (aunque no constituye plenamente una "célula básica", porque no es padre) y es comisario de la Policía Judicial. Pero su comportamiento es siempre marginal a esa situación. Sus mejores momentos son los que transcurren por fuera de lo institucional. Y tal vez su inscripción formal en lo institucional (en el matrimonio, en el sistema judicial) tenga que ver con su ámbito de actuación, que es Francia, y no Inglaterra o Estados Unidos. Un país en el que el psicoanálisis se encontró con su mejor momento y pudo hacer de lo institucional un modo de actuación inseparable de lo social y lo político.

Leer las historias de Maigret es tomar contacto con un mundo en el que los hombres y las mujeres todavía no eran adolescentes. Eran adultos tempranamente, aunque fueran adultos jóvenes, y sus vidas eran una construcción personal, cualquiera fuese el resultado. Incluso en sus momentos trágicos, los personajes de estas historias son exigidos como adultos. Se espera de ellos un sentido de la responsabilidad, una conciencia de las decisiones que está por fuera de cualquier discusión. Los actos individuales no son separables de las consecuencias que tienen en la vida social, y tampoco son relativizados por el peso de las causas sociales que pudieran haber tenido. Cada persona es un mundo, pero ese mundo es sólido, aun en sus circunstancias de mayor fragilidad. Hay ingenuos y oportunistas en estos relatos, pero pocas veces hay personajes fatuos, puramente frívolos, como en las novelas americanas de la serie negra.

Valorar literariamente a Georges Simenon supone, finalmente, entender que su obra es un conjunto vivo y complejo. En una entrevista que concedió en 1955 a The Paris Review (realizada por Carvel Collins en Lakeville, Connecticut) el escritor afirmaba que nunca escribiría una gran novela: "Mi gran novela es el mosaico de todas mis pequeñas novelas. ¿Entiende?". Y sí. Se entiende.

Cazador cazado

EN 1997, LA EDITORIAL Tusquets publicó un curioso volumen que reúne a dos autores que nadie imaginaría juntos: Georges Simenon y Gabriel García Márquez (*).

El libro, que lleva en la tapa los nombres de los dos relatos - El Hombre en la Calle - El Mismo Cuento Distinto- destaca además, en enormes caracteres, los apellidos que deberán convocar al lector: García Márquez; Simenon; Maigret.

"El mismo cuento distinto" es el relato de García Márquez. En él, el narrador-personaje recuerda un cuento que leyó en 1949, del que no retiene el nombre ni el autor. El interés del relato se va construyendo en torno a los esfuerzos de la memoria de ese narrador, que en el afán de recordar el cuento va recuperando su propia historia, la memoria de sus lecturas y las estrategias de intelección que sirven para armar un relato policial (porque el propio narrador debe comportarse como un detective y resolver un misterio).

El cuento tan perseguido es "El hombre en la calle" (L`homme dans la rue, 1939): el relato, también, de una persecución. Una que dura cinco días y cinco noches. El perseguido, sospechoso de haber cometido un asesinato, empieza siendo un hombre prolijo, de aspecto respetable, pero a medida que el acoso policial se sostiene, se va degradando y desdibujando, hasta asemejarse en todo a la imagen que los ciudadanos tendrían de un asesino en fuga. Mientras dura la historia, que consiste casi exclusivamente en el seguimiento constante que Maigret hace del pobre infeliz, la tensión es permanente. Al mismo tiempo, la sensación de intimidad entre el cazador y la presa parece ir creciendo, mientras aumenta también la desesperación del hombre acorralado, que acabará por entregarse.

El libro de Tusquets incluye un apéndice en el que Georges Simenon describe con detalle al comisario Maigret. "Maigret tiene entre 45 y 50 años. Nació en un castillo, en el centro de Francia, en el que su padre ocupaba el cargo de administrador. Es, pues, de origen campesino, robusto y fornido, pero posee cierta educación (…). Su vida privada es muy tranquila. Tiene una esposa dulce, rolliza, tierna y sencilla, que lo llama respetuosamente Maigret (de tal manera que todo el mundo terminó por olvidar su ridículo nombre, Jules). Ella mantiene su hogar minuciosamente limpio, le prepara suculentos guisos, le cuida las heridas, jamás se impacienta cuando él permanece muchos días fuera de casa, soporta con indulgencia sus altibajos. Le horrorizan los cambios y vive desde hace veinte años en el mismo piso, en un barrio ni rico ni pobre, de modestos trabajadores."

(*) EL HOMBRE EN LA CALLE - EL MISMO CUENTO DISTINTO, de Georges Simenon - Gabriel García Márquez, Tusquets, 1997. Barcelona, 75 págs.

Maigret en cine y televisión

EL COMISARIO Maigret fue interpretado por muchos actores, en distintas épocas y en diversas lenguas: ingleses y franceses, pero también un japonés, varios rusos, escandinavos, alemanes, italianos, norteamericanos y demás. Encarnaron a Maigret: Kinya Aikawa, Louis Arbessier, Harry Baur, Herbert Berghof, Romney Brent, Kees Brusse, Sergio Castellitto, Gino Cervi, Bruno Crémer, Rupert Davies, Armen Djigarkhanyan, Jean Gabin, Michael Gambon, Richard Harris, Rudolf Hrusínský, Charles Laughton, Maurice Manson, Henri Norbert, Albert Prejean, Pierre Renoir, Jean Richard, Heinz Rühmann, Vladimir Samoilov, Michel Simon , Basil Sydney, Abel Tarride, Boris Tenine, Jan Teulings y Yuri Yevsyukov.

Algunos rodaron una única película, mientras que otros se comportaron como el personaje a lo largo de varios episodios. Los más recordados son Jean Gabin (que, además, es el que ilustra la portada en los famosos ejemplares en español publicados en la Colección Gigante de la editorial catalana Luis De Caralt.) y Michel Gambon, pero, más altos o más bajos, más gordos o más flacos, todos compusieron un Maigret relativamente verosímil, a veces de pipa y sombrero, otras veces con un sobrio peinado a la gomina e impecable sobretodo.

Las miniseries -que permiten que el público establezca lazos de familiaridad con los personajes, similares a los que establece cuando lee los libros- fueron el formato más natural para que las novelas protagonizadas por el comisario pasaran al lenguaje audiovisual.

En Francia fueron rodadas una miniserie y dos series: una primera, de apenas tres episodios, a principios de los años `50, tenía a Maurice Manson en el rol de Maigret. Esa breve serie dio lugar a una película que se estrenó en el cine con el nombre de Maigret dirige l`enquête. En 1960, Liberty-Bar, un film dramático para televisión, tuvo como actor protagónico a Jean-Marie Coldefy. La primera serie que se sostuvo en el tiempo fue la que empezó en 1967, con Jean Richard en el rol principal. Richard interpretó a Maigret en 88 oportunidades a lo largo de 24 años. La siguiente serie fue encabezada por Bruno Cremer, que hacía a un Maigret tal vez demasiado buen mozo. Cremer fue Maigret durante 54 episodios, entre 2003 y 2005.

En Inglaterra hubo tres series: una de 52 episodios (1960 a 1964) con Rupert Davies en el rol de Maigret; una segunda serie (1964 a 1968) con Kees Bruce en el rol principal, y una tercera (1992 a 1993) con Michael Gambon.

En Italia fue Bruno Cevi el encargado de protagonizar una serie (1964 a 1972) que tuvo 17 episodios.

Finalmente, en Estados Unidos, algunos títulos fueron adaptados como películas para televisión en 1960 (con Herbert Berghof) y en 1952 (Eli Wallach).

En cine también ha habido muchos Maigret, pero los expertos coinciden en señalar a Jean Gabin como el mejor de todos. La película más recordada es Maigret tend un piège, de 1958, dirigida por Jean Delannoy. El elenco se completaba con Annie Girardot, Jean Desailly, Olivier Hussenot, Gérard Séty, André Valmy, Lino Ventura.

Otras películas dignas de destaque son La Nuit du Carrefour (1932, Jean Renoir), con actuación de Pierre Renoir; Le Chien jaune (1932, Jean Tarride), con Abel Tarride; La Tête d`un homme (1933, Julien Duvivier), con Harry Baur; Picpus (1942, Richard Pottier), con Albert Préjean; Cécile est morte (1943, Maurice Tourneur), con Albert Préjean; Les caves du Majestic (1944, Richard Pottier), con Albert Préjean; Brelan d`As (1952, Henri Verneuil), con Michel Simon; Maigret et l`affaire Saint-Fiacre (1959, Jean Delannoy), con Jean Gabin; Maigret voit rouge (1963, Gilles Grangier), con Jean Gabin; Maigret fait mouche (1968, Alfred Weidenmann), con Heinz Rühmann, y Maigret (1988, Paul Lynch), con Richard Harris.

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