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Colores de la India

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Panta Astiazarán

EN 2008 VIAJÉ por tercera vez a la India, por seis semanas. Llegué a Mumbai (Bombay) y de allí fui descendiendo al extremo sur, para luego subir hacia Chennai (Madrás) y Kolkata (Calcuta), en la costa oeste y terminar atravesando en dirección al oeste, hacia Delhi, antes de regresar a Montevideo. Fueron miles de kilómetros, todos por tierra, en tren o autobús. Esta vez elegí fotografiar casi exclusivamente en color, lo que creo que fue una decisión acertada. Las presentes fotografías y textos fueron extraídos de mi diario de viaje.

TOMA 1. Tras atravesar media Mumbai llego al llamado "Dobi Ghat", el gran lavadero público, situado en un barrio miserable. Es sábado y ha pasado el mediodía, un mal día y una mala hora para venir. Me temo que no debí hacerle caso al taxista, que seguramente me habría dicho cualquier cosa con tal de cobrarme un viaje a precio de turista. Disparo las cámaras unas cuantas veces y surge de la nada un hombre joven y emprendedor, que me dice que está prohibido fotografiar, primero, y luego, mostrando la hilacha, me pide una suma absurda para permitírmelo. Decido que con tan pocos lavanderos trabajando, no vale la pena quedarse y me voy. Me sigue un trecho, luego desiste. Lo reemplaza otro, aún más joven y con claros signos de sufrir algún retraso mental, que me persigue con insistencia, incluso tras salir a la calle. Le pongo unas monedas en la mano para que se vaya, pero no le parecen suficientes y protesta, así que se las quito y me las guardo de nuevo en el bolsillo. La India no es realmente peligrosa, aunque nunca se sabe; pero estamos cerca de una calle con intenso tránsito y, al haber más gente, aumenta la seguridad. Por fin consigo deshacerme de él. El taxista que me trajo me está esperando y le pido que me lleve de regreso al hotel, pero termino bajándome a medio camino, en el centro, porque aún es temprano y hay buena luz para fotografiar.

Mientras estoy en una esquina retratando a unos vendedores callejeros, se me aproxima un hombre de unos setenta años, correctamente vestido, delgado y ostentando un gran bigote británico. En un correctísimo inglés me cuenta como al descuido que es abogado, pero que trabajó casi toda su vida como profesor y ahora está jubilado. Me sugiere que vayamos a tomar algo para continuar charlando y en el camino al pequeño bar escondido en un callejón, al que me conduce como si fuese algún un lugar secreto, me pregunta si no lo invitaría con una cerveza. Es simpático, y tras haberlo escuchado contar, en el trayecto, su triste historia y las quejas acerca de lo magra que es su jubilación y demás, me conmueve y acepto. Nos sentamos en una mesa, él pide su cerveza y yo un jugo de mango. Me parece notar cierta hostilidad hacia mi acompañante de parte de los mozos, pero no le doy importancia, tiene una charla agradable y me cuenta cosas interesantes sobre los indios y sus costumbres. Termina su cerveza y pide otra, pero en ese momento presto atención a una agitación a sus espaldas y veo que el personal del bar me hace gestos enérgicos y me hace señas de que no le pague otra bebida. Ocurre algo raro, por las dudas decido poner fin a la charla e irme y cuando voy a pagarle al irritado encargado de la caja, ato cabos. Al entrar había sentido olor a incienso, señal de que estaban haciendo "puja", el ritual religioso diario de los hindúes, lo que dice que el dueño del local es religioso practicante. Mi amigo quiere discutir, quedarse, terminar su cerveza, pero la situación se le ha ido de las manos y es en vano: agita los brazos, se le traba la lengua y se le nota que ya está ebrio. El elocuente y ameno conversador se ha convertido de pronto ante mis ojos en un pobre borracho, viejo y patético, que busca almas comprensivas que le paguen su vicio (el alcohol en la India está muy gravado) para acabar recibiendo inevitablemente el desprecio de sus conciudadanos hindúes, que se oponen a la ingesta de alcohol y detestan a los borrachos.

TOMA 2. Entusiasmado de estar en la ciudad santa de Nasik, de la cual tanto hablan, salgo a la calle al amanecer y voy directamente hacia el río Godavari. Desde antes de cruzar el puente veo los ghats, esas escalinatas al borde de los ríos que construyen los indios para acceder a sus márgenes y realizar allí sus rituales. Ya hay muchos devotos haciendo sus pujas matinales, el ambiente es calmo y los colores son intensos; el espectáculo es increíble. Como el río es considerado sagrado, hay numerosos saddhus, es decir: hombres que han renunciado a los goces mundanos para buscar el desarrollo espiritual. Algunos fieles y uno que otro saddhu se acercan a charlar conmigo. Uno de estos últimos, un hombre de edad indefinible vestido con un taparrabos color azafrán, con el pelo y la barba sin cortar desde hace quién sabe cuánto tiempo, me pide una rupia de limosna. Es poco, apenas cincuenta centésimos, se la doy y queda satisfecho, me agradece y se va. Eso prueba que es un auténtico saddhu, porque pide limosna para sobrevivir, y no un simple mendigo disfrazado para engatusar turistas. Pronto acuden otros, atraídos por mi magnificencia y minutos después ya me he quedado sin cambio. A los que llegan tarde, les muestro mi monedero, vacío a excepción de algunas monedas extranjeras: varias argentinas, alguna malaya, que examinan con curiosidad, mientras ríen y bromean entre sí. Debemos ofrecer un aspecto inusual, ellos con sus cuerpos morenos y delgados, sus túnicas amarillas y sus collares de cuentas, a veces incluso de huesos humanos, y yo con mis ropas occidentales y mis cámaras. Cuando nos separamos llega otro, más bajito, ataviado con un reducido taparrabos que inmediatamente se recoge para mostrarme el pene, de cuya uretra asoma algo que tiene todo el aspecto de ser un piolín, que él me señala, diciéndome algo que no entiendo, porque no habla inglés, mientras ríe con su boca desdentada. Me pide one rupee, como los otros y cuando le muestro el contenido de mi monedero y noto que no queda satisfecho, le regalo una moneda argentina de 25 centavos, dorada. Queda contentísimo, seguro que cree que es de oro, porque me agradece efusivamente y me abraza.

Quizás sea a causa de la hora, pero no parece haber otros extranjeros en la vuelta, es posible que eso ayude a que mi presencia despierte más curiosidad que rechazo. Sin embargo a otro saddhu, algo más tarde, trato de explicarle que soy uruguayo, pero como eso no parece decirle nada, rectifico: soy de South America. ¿America? - responde el barbudo con tono incrédulo y hace un gesto desdeñoso mandándome a paseo. Recuerdo en ese momento que los americanos están haciendo de las suyas en Iraq y presumo que es a causa de ello que la sola mención del país del Gran Satán desquicia al santón. ¡Gracias, Mr. Bush!

Toma 3. En vagón de segunda clase "A/C", durante el trayecto de Aurangabad a Secunderabad, una mujer, con ropas y aspecto de ser de clase media, lleva a su hijita de tres o cuatro años a hacer pis. Aunque los baños están vacíos y razonablemente limpios, prefiere hacerla orinar a través de la hendidura que queda en el pasillo que une dos vagones. La pequeña le erra al agujero y con el traqueteo del tren, un fino reguero de orina se va extendiendo a lo largo del piso.

Toma 4. En Secunderabad paso frente a un edificio público rodeado por un muro blanco alto, de aspecto militar. Junto al portón de entrada un hombre joven, vestido con ropas modernas, orina copiosamente contra la pared, con un chorro caballuno, arrogante. Como si quisiera escribir algo sobre el muro con el líquido amarillento. De pronto se asoma un soldado con bigotes de húsar y galones de sargento, lo ve y tras increparlo con energía se lo lleva para adentro, detenido. Antes de acompañarlo, el muchacho le pide permiso al encolerizado militar para trancar la puerta de su moderno automóvil, estacionado a pocos pasos.

Toma 5. Decido almorzar en el restaurante de mi hotel en Mysore, que está recomendado en mi guía. Me siento a la mesa y como gesto de bienvenida me traen un vaso de acero inoxidable con agua. Al servirlo, el mozo sujeta la jarra de forma tal que el pulgar de su mano, agraciado con una uña larga y negra, queda sumergido en el líquido. Pido una pepsi para acompañar mi thalí especial.

Por la noche ceno en un restaurante llamado, pomposamente, Biriyani (guiso de arroz) Center, un lugar bastante pobretón situado en el segundo piso de un edificio que se cae a pedazos, como la mayor parte de la ciudad. No sirven comida vegetariana, como es frecuente en la India y pido un biriyani de pollo. Me traen un arroz insípido con algunos trozos extraviados de cogote de un ave que seguramente murió de inanición y una salsa picante como acompañamiento. Pido una pepsi y que me traigan también una cuchara, porque aquí comen el guiso con la mano.

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