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Una ciudad y su escritor

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Hugo Burel

HABER LEÍDO a Kafka con cierta constancia implica también añorar Praga sin haberla pisado. Siempre creí que hay ciudades con una asociación, por ejemplo, a lo pictórico. Es el caso de París, que atesora La Gioconda y nos promete todo el Louvre; o Amsterdam, que permite descubrir la luz de Rembrandt; también hay otras que remiten a la arquitectura como New York, Chicago, la monumental Viena imperial. Pero las ciudades que más me atraen son aquellas que se vinculan a la literatura o que están fuertemente teñidas de un sesgo literario: el Dublín de Joyce, la Buenos Aires de Borges, y sin dudas la Praga de Kafka. En su libro Venecias Paul Morand afirma que descubrir Nápoles era nombrar al sol por su verdadero nombre. La imagen es adecuada para describir la devoción que puede despertar una ciudad, sobre todo cuando uno no la conoce y alienta, muchos años antes de pisar sus calles, la esperanza invencible de hacerlo. Tal lo que me sucedía con Praga, la que hace semanas pude visitar para -siguiendo la imagen de Morand- nombrar a Kafka por su verdadero nombre.

ENSUEÑO DE PIEDRA. Por supuesto que una ciudad fundada en el siglo IX, si aceptamos que alrededor del año 870 se inició la construcción de su emblemático Castillo -que hoy es sede de su gobierno-, es mucho más que el nombre de su más famoso escritor. Y una vez en Praga pude comprobar que no todo cuanto veía me remitía a la mirada de Kafka, pese a que su literatura construyó entre líneas una ciudad de papel que yo iba a tener que superponer a la real que estaba caminando. En definitiva intenté perseguir a Kafka por una Praga que, en pleno verano, es un hervidero de visitantes de todo el mundo.

Viajé a Praga en tren, saliendo desde la moderna terminal Hauptbahnhof de Berlín para seguir las sinuosidades del río Elba que siempre aparecía a mi izquierda. Arribé a la estación de ferrocarril Hlavni Nadrazi, la más grande y popular de Praga a la que llegan trenes del centro y del este de Europa. La terminal se construyó en 1909. Alguna vez fue una hermosa estructura de cuatro pisos estilo art nouveau y uno de los diseños arquitectónicos más preciados de la ciudad antes de ser unificado con un salón de transferencias misteriosamente moderno. Ese contraste fue lo primero que me impresionó de Praga: la parte antigua de la estación, recargada, pintada en tonos ocre y marrón, deteriorada, oscura y un poco tétrica y el aditamento reciente, con acero, marquesinas de neón, locutorios de Internet y proliferación de marcas comerciales, entre ellas la "M" de la hamburguesería más famosa del mundo. Ese detalle resultó incongruente para la primera ilusión literaria que me distrajo: imaginar a Franz Kafka en esa estación, a punto de realizar el viaje inverso al mío en un lejano diciembre de 1910 cuando partía por primera vez hacia Berlín.

Con treinta grados de temperatura, cielo azul despejado y un sol implacable abandoné la estación saliendo por su puerta antigua para empezar mi estadía de tres días en lo que alguien definió como un ensueño de piedra y que en 1993 fue declarado Patrimonio Histórico y Cultural de la Humanidad por la UNESCO. Había llegado por fin al lugar que amaron y admiraron Mozart, Beethoven, Apollinaire, Tchaikovski y Rodin entre muchos. La ciudad que fue conocida como la Roma del norte y el centro de la vida social y cultural del imperio de los Habsburgo y, para los que gustan de los temas esotéricos, uno de los vértices europeos del triángulo de magia blanca, junto con Turín y Lyon. Una ciudad que estuvo desde 1939 a 1945 -al igual que el país- ocupada por los nazis.

Durante la II Guerra Mundial cayeron apenas siete bombas sobre Praga, todas lanzadas por los aliados. Se dice que Hitler admiraba a Praga y nunca la bombardeó porque quería convertirla en cabeza de su proyectado imperio. A partir del final de la guerra y hasta 1989 estuvo en el campo socialista bajo la órbita soviética. Durante la primavera de 1969 fue invadida por las tropas del pacto de Varsovia, que sofocaron una posible apertura democrática y no se retiraron hasta la caída del régimen comunista. Una ciudad que, como Italo Calvino decía de los clásicos, desconcierta y "nunca termina de decir lo que tiene que decir".

PRAGA SIN LA LETRA G. Tuve que acostumbrarme a leer "Praha" en todos los rótulos, sin la "g", y también padecer el cacofónico idioma checo, que poco o nada orienta al hispanohablante. Áspero, un poco estridente y sibilante, y con la peculiaridad de tener declinaciones, el checo es la lengua dominante en una ciudad que antaño se preció de tener tres culturas (la alemana, la checa y la judía) y dos idiomas (el checo y el alemán). No obstante, se habla también el eslovaco, el ucranio-ruteno, el húngaro y el rom (que es un dialecto gitano), además del polaco. Obviamente, intenté apelar a mi elemental inglés, pero casi nadie lo entendía o lo hablaba. Además, ningún idioma le es tan inapropiado a Praga como el inglés.

Siempre me pareció misteriosa la palabra Praga, cargada de resonancias oscuras y sugestivas reminiscencias de calles estrechas y ecos de pasos que se pierden en las sombras de la noche. Algunos historiadores opinan que el nombre tiene su origen en la palabra eslava Prga, que significa «harina tostada», debido a la aridez del lugar elegido para construir el castillo de Praga. Otros afirman que el origen es la palabra checa Prahy que significa «rápidos», por los rápidos del río Moldava, a cuyas orillas se asienta la ciudad. Se sabe que los primeros vestigios humanos del territorio que hoy ocupa Praga datan del Paleolítico. El primer asentamiento estable se atribuye a una tribu celta -hacia el siglo VI a. de C.- que se estableció al sur de la actual Praga. La población se denominaba Závist. A partir del Siglo IX de la era cristiana los tiempos históricos muestran un curso cambiante en la existencia de Praga, que tienen una culminación en el siglo XIV, con la incorporación del país al Sacro Imperio Romano Germánico bajo Carlos IV de Luxemburgo. Toda esta retórica informativa forma parte del discurso estándar de los guías turísticos que se encargan de mostrar Praga y de ensalzar la figura del Emperador Sacro. De paso explican por qué el centro de Praga -más que el siempre visible castillo que por mil años ha representado al estado checo- es el Puente de Carlos, una maravilla construida en 1357 por orden del emperador y el primero que tuvo la ciudad.

LA INVASIÓN DE PEATONES. El Puente de Carlos es la construcción gótica más importante de la Edad Media en Bohemia. El astrólogo de la corte de Carlos IV calculó el día exacto en el que debía ponerse su primera piedra: el noveno día del séptimo mes del año 1357 a las 5 y 31 minutos. Los dieciséis arcos que lo sostienen fueron durante medio milenio el único enlace entre la Ciudad Vieja y la Malá Strana o lado pequeño de la ciudad. A lo largo de su historia le fueron incorporando al puente estatuas y elementos ornamentales y decorativos que a Kafka le parecían ominosos e inquietantes, en especial de noche. El Puente de Carlos es la zona más transitada de Praga y es el centro neurálgico de una ciudad que se ha convertido en un deslumbrante centro turístico. Sobre el puente no se permite el tránsito de vehículos y a lo largo de sus más de quinientos metros deambulan ávidos ejércitos de turistas, en especial japoneses, que no cesan de tomar fotografías y admirar la vista que desde allí se tiene del río Moldava, sus otros puentes y la colina con la Iglesia de San Vito, sus agujas góticas y el conjunto de edificios que configuran el castillo.

Si veinte años atrás, en una época contemporánea a la caída del muro de Berlín, se comercializaban en el puente souvenirs del mundo socialista y comunista, como uniformes, medallas o gorras del Ejército Rojo, lo que se ofrece hoy es muy diferente. Además de artesanías, joyas, fotografías o acuarelas de la zona, abundan los artistas del lápiz, que venden una especie de retrato-express a los paseantes y ejemplifican sus habilidades con los rostros de Angelina Jolie, Brad Pitt o Jessica Alba. La primera mañana que visité el puente, en su espacio central una banda de jazz que parecía salida de New Orleans -salvo que no contaba con un solo músico negro- ejecutó de manera irreprochable una música pegadiza pero inadecuada para el lugar y, bajo un sol que parecía el de Toscana, desbarató toda la magia de esa Praga misteriosa que pude haber traído en mi valija. En pleno día contemplé una Praga hiperreal, de deslumbrante colorido y colapsada por peatones de las más diversas procedencias. El paseante ejemplar que fue Kafka, que hasta escribía postales de sus merodeos ciudadanos, seguramente se hubiera espantado ante esa invasión alucinante.

TORRES, LABERINTOS Y MUNDIAL. El contraste del día con la noche es grande en Praga. Tras el largo crepúsculo veraniego las luces se encienden y la ciudad adquiere un evanescente clima mágico que se multiplica en el laberinto de sus calles y en las siluetas vigilantes de sus torres. Praga solo puede conocerse caminándola o subiéndose a un tranvía de su excelente servicio de transporte público. Tomando por la calle Karlova, continuación natural del Puente de Carlos, la topografía intrincada del barrio de Staré Mésto induce a perderse, a dejarse llevar por callejuelas empedradas y a descubrir recovecos, desniveles, pasajes y estrechos callejones que configuran un dédalo que suele desembocar en la plaza de la Ciudad Vieja, otro punto de concentración popular que en este año mundialista contó con pantalla gigante auspiciada por Hyundai. Allí pude ver el poder de una marca comercial, capaz de invadir literalmente un espacio histórico y apropiarse de él agrediendo sin misericordia toda la belleza edilicia circundante. Los banners gigantescos con el logotipo de la marca y los kioscos de venta de cerveza junto a los exhibidores de los vehículos último modelo contrastaban con edificios del Siglo XIV, como la torre del ayuntamiento de estilo neogótico y el reloj astronómico con sus doce figuras autómatas que aparecen dos veces por día representando a los 12 apóstoles.

Me fue imposible figurarme a Kafka entre los ávidos hinchas que ocupaban la explanada de la plaza extasiados con lo que sucedía en Sudáfrica. Probablemente nada esté más alejado de la mirada de Kafka que un partido de fútbol, porque en todo lo que sus biógrafos han consignado no hay una sola referencia a lo deportivo en versión colectiva. Para Kafka nadar, remar y hacer gimnasia, eran sus actividades físicas preferidas, además de sus largos paseos por la ciudad.

¿DÓNDE ESTÁ KAFKA? Según consigna y resume Reiner Stach en la Introducción de su obra Kafka. Los años de las decisiones, la vida del doctor Franz Kafka, funcionario de seguros y escritor judío de Praga, duró 40 años y once meses, ya que nació un 3 de julio de 1883 y murió el 3 de junio de 1924. De ellos, 16 años y seis meses y medio correspondieron a su formación escolar y universitaria, y 14 años y ocho meses y medio a la actividad profesional. A la edad de 39 años, Franz Kafka obtuvo el retiro para morir, casi dos años después, de una tuberculosis de laringe en un sanatorio de Viena. Aparte de sus estancias en Alemania -sobre todo, viajes de fin de semana- Kafka pasó solo unos 45 días en el extranjero. Conoció Berlín, Múnich, Zúrich, París, Milán, Venecia, Verona, Viena y Budapest, lo cual promedia apenas unos cinco días en cada ciudad. Vio el mar en tres ocasiones: el mar del Norte, el mar Báltico y el Adriático italiano. Fue testigo de una guerra mundial. Permaneció soltero y estuvo comprometido tres veces: dos con la berlinesa Felice Bauer y una con la praguense Julie Wohryzek y se le atribuyen relaciones amorosas con otras cuatro mujeres y contactos sexuales con prostitutas. No tuvo hijos. Como escritor dejó unos cuarenta textos completos en prosa y unas 3.400 páginas de diarios y fragmentos literarios entre las que se cuentan tres novelas inconclusas. Si algo puede decirse de Kafka es que centró su vida en la literatura -"todo lo que soy es literatura", escribió- y que esa vida transcurrió íntegramente en Praga.

Las guías especializadas sobre el escritor que leí antes de viajar -la de Klaus Wagenbach, La Praga de Kafka, es excelente- señalan sobre el mapa de Praga cada lugar en los que Kafka vivió, trabajó, tuvo esparcimiento o simplemente visitó con asiduidad. Desde su casa natal, en el No. 5 de la actual Rathausgasse, a la que llegué el mediodía del 3 de julio, día del cumpleaños de Kafka, a la casa de la Callejuela de Oro, cercana al castillo y hoy inhabilitada para ver porque la calle está en reconstrucción, es posible rastrear por toda Praga todos las casas en las que vivió, algunas de las cuales ya no existen. También están los cafés, como el Louvre o el Arco, a los que concurría habitualmente. Hay que considerar que siendo ya un treintañero todavía vivía con sus padres y que por su profesión y posición económica tenía una existencia que, dentro de Praga, no desdeñaba las amistades ni los eventos sociales. Además de los cafés, concurría a bibliotecas con asiduidad, participaba de tertulias, iba al teatro y, claro está, a los lugares en donde trabajaba: primero en la Compañía de Assicurazioni Generali en la Plaza Wenceslao y luego en la Aseguradora de Accidentes de Trabajadores del Reino de Bohemia en el No. 7 de Na Poricí. Por supuesto que se indica en las guías el lugar exacto de la tumba de Kafka en el Nuevo Cementerio Judío, lugar que no visité. En definitiva, está dibujado el itinerario de Kafka para que un devoto peregrino lo cumpla, pero eso es imposible de abarcar en solo tres días.

No obstante lo último, Praga no revela a Kafka. Es decir: Kafka es Praga, pero Praga no es solo Kafka sino muchísimo más. La Praga horizontal, por decirlo de alguna manera, es una, con sus edificios históricos, sus tejados rojos y sus cúpulas negras o verdosas; su mezcla de estilos: gótico, barroco, art nouveau o resueltamente contemporáneo -incluida la insulsa arquitectura del período socialista-. La Praga espiritual que remite al mundo de Kafka y al milagro de su literatura está oculta y las huellas visibles del escritor en la ciudad son pocas. En su casa natal hay apenas un relieve de metal con el rostro del escritor, colocado durante la Primavera de Praga en un ángulo de la equina del edificio. En Staré Mésto hay una estatua de Kafka realizada por el escultor checo Jaroslav Róna, que mide casi cuatro metros de altura y pesa 700 kilos. Está ubicada a la entrada de la antigua Ciudad Judía y fue inaugurada recién en diciembre de 2003. Su diseño, muy original, recuerda a un cuadro de Magritte y el escultor se inspiró para hacerla en el relato de Kafka "Descripción de una lucha".

EL FRANZ KAFKA MUSEUM. Finalmente pude encontrar cabalmente a Kafka en el museo que se ha instalado a un costado de unos de los portales del Puente de Carlos, en la orilla de Malá Strana del Moldava. La técnica museística organizó y dio espacio a una recorrida por la vida de Kafka, su familia, su obra y sus amores, con una inteligente instalación multimedia y multiespacial en la que abundan los testimonios gráficos y audiovisuales, con el aporte de documentos originales y primeras ediciones de las obras. Su configuración espacial corporiza a Kafka y lo kafkiano recurriendo a distintos planos, pasadizos, desniveles y un criterio de circulación que recuerda a un laberinto. Paredes cubiertas de ficheros en donde cada cajón tiene el nombre de un personaje de Kafka, teléfonos antiguos que al levantar su tubo permiten escuchar textos leídos del autor, la burocracia mostrada en videos que reproducen situaciones de pesadilla, fotografías que parecen flotar en un ambiente irreal, onírico: todo crea la ilusión de que ese es el mundo de Kafka y que por algún procedimiento fantástico nos hemos metido en su cerebro. Hasta hay una escalera que parece abismarse y reflejarse de manera múltiple en el vacío gracias a espejos estratégicos que crean una sensación de vértigo.

Las piezas documentales incluyen cartas, fotografías, diarios de la época y toda clase de alusiones a la existencia del escritor. Hay diagnósticos sobre su enfermedad firmados por los médicos que lo trataron, postales, frascos de los remedios que tomaba y sobre todo, una idea general de puesta en escena que captó de manera refinada y simple un mundo complejo e inabarcable. Lo más impresionante es un documental en blanco y negro granulado que trata sobre Praga. Unas imágenes fragmentadas, temblorosas y pautadas por una música obsesionante que descompone la geografía de la ciudad en planos irreales y movimientos nerviosos. Y al final del documental, una frase reveladora que Kafka incluyó en una carta a Oskar Pollak, el 20 de diciembre de 1902: "Praga no deja escapar (…) Esta madrecita tiene garras. Hay que someterse o… Deberíamos encenderla en dos lados, en el Vyschrad y en el Hradschin, entonces sería posible liberarnos". Una conmovedora confesión temprana de alguien que, evidentemente, no pudo escapar de Praga pero tampoco la pudo incendiar. Una ciudad irrepetible, con atributos de lo infinito, creada para perderse y soñar y que "nunca termina de decir lo que tiene que decir".

Praga básica

LA CIUDAD de Praga tiene una extensión de 496 km² y según el último censo una población que ronda el millón doscientos cuarenta mil personas. Su altitud media sobre el nivel del mar es 235 metros. Tiene una temperatura anual que promedia los 20 grados en verano (julio) y menos 0,9 grados en invierno (enero). El río Moldava atraviesa la ciudad a lo largo de 30 kilómetros, y en su parte más ancha mide 330 m. Praga está dividida en 22 distritos administrativos y 57 partes urbanas. El núcleo histórico se compone de los barrios de Hradcany, Malá Strana (Ciudad Pequeña), Staré Mésto (Ciudad Vieja), Josefov, Nové Mésto (Ciudad Nueva) y Wysehrad. La moneda es la Corona Checa que se cotiza aprox. a 25 por Euro. Es la capital de la República Checa desde 1993 cuando se dividió la federación checoslovaca en dos países: República Checa y Eslovaquia.

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